martes, 12 de abril de 2016

Eduardo Galeano: El cazador de historias (2016, Siglo Veintiuno)



Había una vez un mar


Por Leandro Arteaga

 “Vale la pena morir, por todo sin lo cual no vale la pena vivir”, dice Eduardo Galeano que dijo Salvador Allende como profecía involuntaria, años antes de ser presidente. Fue en ocasión de un acto de campaña. El uruguayo había leído el discurso del chileno días antes, la frase no estaba.
Que El cazador de historias (Siglo Veintiuno) sea un libro finalmente póstumo, tiene algo de espejo que reitera vidas. Porque hay afinidades que replican, y cuando la sensibilidad comparte sintonía, ¿cómo no encontrar en esas palabras la continuidad de un mismo capítulo?
Eduardo Galeano vuelve con el cuerpo hecho libro, desde las cenizas que el tiempo arroja. El cazador de historias nada tiene de improvisado, fue preparado por el escritor durante los años 2012 y 2013 –su fallecimiento sería en abril de 2015–, y su paginar desprende un saber íntimo: ese que sabe que las cenizas, finalmente, sobrevendrán.
Así que, atención, el duende que toca a la puerta lectora está de vuelta. Y cuenta. Muchas cosas. Que El cazador de historias divide en cuatro secciones, con la conciencia puesta en ser un libro botella de mar. Porque hay mucho del orden de lo imprevisto en esto de escribir, en esto de leer. Es decir, vaya a saberse cómo es que se lee, y por qué. ¿Las consecuencias? Sorprendentes. Como el reencuentro del escritor con ejemplares de libros suyos, cada uno con historias agregadas, que van desde el desafío al fuego hasta alojar una bala mortal.
Desde una lectura de semántica abierta y pretendida, el escritor inscribe misceláneas de afecto, marginación, denuncia, dolor, resurrección. Cada uno de sus textos, tan breves y concisos como las frases de un niño –a las que acá, otra vez, apela–, contiene una pequeña llama gigante, tan grande como la vida de toda persona. Algo así le ocurría a François Truffaut, bajo invocación de Henry James, en su película La habitación verde. Un templo que es un libro, donde hacer caber todas las llamitas posibles, para que no se olviden.
En este sentido, hay alumbramientos de asombro. Como el supuesto por los pies que aplauden a García Lorca, o la recordación que de sus obreros ahorcados, Chicago finalmente reconoce. A la verdad hay que repetirla, o se la relega. Por contar historias, por leerlas, pasan cosas como ésas, o como ésta: luego de la golpiza, los asesinos se trenzan en discusión de fútbol, la víctima ve una oportunidad y apela a lo que sabe. “Nos caíste bien”, le dicen y se van. Víctor Quintana, por haber leído El fútbol a sol y sombra, se salvó así del disparo final.
Para llegar a estos “cuentos que cuentan”, antes hay que pasearse por un abanico de colores, como si se tratara de una yuxtaposición de fisonomía maleable, con raíces invariables. Variación narradora que es, al fin y al cabo, depuración de una vena literaria, latinoamericana y abierta, como expresión misma de ese libro sobre libros (y sus muchas voces) que es La gran novela latinoamericana, de Carlos Fuentes.
En este devenir hermoso, que no esquiva una tragedia fundante, histórica, habrán de tener cabida el viento y las huellas, el tiempo y los molinos, las estrellas y los encuentros. La acción del que tiene sobre el que no tiene, no podrá, nunca, saldar cuentas con tales instancias. Acá es donde el sueño surge por estar desde antes, vuelto literatura, de ética juglar, al provenir de un trotamundos que tocaba con la misma mano que escribía aquello de lo que sus libros hablan. Por ejemplo: al vivir en las entrañas de tierra con unos mineros, condenados a morir rápido. El mar, para ellos, nunca llegaría, sólo a través de sus palabras. Acá, dice Galeano, hay una responsabilidad. ¿Por qué escribir?
Porque hay una mar que transgrede, de horizonte situado más allá. Tanto como no lo podrá estar la dictadura paradójica del mercado: “Hay que apretarse el cinturón y hay que bajarse los pantalones”. Sólo el Pequeño Nemo en su camita de historietas podría llegar allá lejos, y con él los lectores. Tal vez, entre algo más, sea necesario comer de esa golosina con jugo de papaya, que la abuela de Hugo Chávez bautizó “araña caliente”. ¿Qué gusto tendría?
El único agregado que El cazador de historias contiene, no previsto por el autor sino desde la decisión editorial, es su sección final, en donde la duda sobre la muerte, de curiosidad inmanente, se cuela entre pocos textitos. Entre ellos, hay una cita a un indígena guaraní: “Ya camino por el viento”. Páginas antes, como el molino de viento aludido, se lee sobre el padre que recibe a la recién nacida: “Ella vino para enseñarnos todo de nuevo.
Todo esto, y desde la paráfrasis que una de tus líneas permite, para que sepas, Eduardo, lo vivo que estás.

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