jueves, 11 de septiembre de 2014

Ruiz, Littin y Perelman en el Festival Latinoamericano de Video


Tres películas de grandes cineastas

Dentro de la programación del Festival Latinoamericano de Video, está la posibilidad de acercarse al mejor cine chileno. Tres buenos ejemplos de cineastas de relieve como Miguel Littín, Pablo Perelman y Raúl Ruiz.
Por Leandro Arteaga
Rosario/12, 11/09/2014

Chile es el país invitado en la edición en curso del Festival Latinoamericano de Video y Artes Audiovisuales Rosario; y entre las varias posibilidades que el festival aporta sobre el quehacer cinematográfico chileno, bien vale tener en cuenta tres de los films a proyectarse entre hoy y mañana.
Esta tarde a las 19, en Museo de la Memoria (Córdoba 2019) se exhibirá Imagen latente (1988), de Pablo Perelman. Se trata de una película de relevancia mayúscula, rodada durante los años de la dictadura de Pinochet. En un primer momento, Imagen latente salió al encuentro de sus espectadores de manera clandestina, en videocasetes que viajaban de mano en mano. Felizmente, su estreno pudo formalizarse durante el período democrático, con una asistencia de público que le validó como un film necesario, testimonial.
El rasgo vivencial es fibra sensible en Imagen latente, con su eje puesto en la búsqueda que del hermano desaparecido lleva adelante Pedro (Bastián Bodenhöffer), un fotógrafo que corre de a poco un velo que le lleva a mirar de otra manera, a través de su instrumento privilegiado. Así como Lita Stantic reelabora un capítulo de su historia personal, que es síntesis de angustia general (si bien narcotizada durante los años menemistas), en Un muro de silencio (1993), el realizador Pablo Perelman hace lo propio al transcribir en su puesta en escena la desaparición de su propio hermano, Juan Carlos Perelman, sucedida en 1975.
Imagen latente indaga en la memoria colectiva así como en la necesidad de su construcción, mientras encuentra su piedra de toque en la búsqueda y localización del centro clandestino de detención y tortura de Villa Grimaldi. Para llegar allí, Pedro tendrá que vérselas con un entramado laberíntico, a la vez que sus fotografías le revelan preguntas que guardan otras. La experiencia del miedo, que Perelman recrea desde la alusión, con forma de automóvil siniestro y paranoia tangible, aparece como un síntoma al que más vale enfrentar. Un film, si se permite tal apreciación, bellísimo, pleno de sensibilidad.
A las 22.15, El Cairo (Santa Fe 1120) proyectará –a continuación de la Competencia Oficial del Festival– el más reciente largometraje del realizador Miguel Littín. Se trata de Dawson. Isla 10 (2009), film que habilita al espectador a ahondar en la historia chilena desde un capítulo sensible. Isla Dawson, justamente, fue utilizada como campo de concentración a partir del golpe de estado del 11 de septiembre de 1973; allí hacinaron a los ministros y colaboradores del presidente Salvador Allende.
Entre ellos hubo de figurar el ingeniero Sergio Bitar (interpretado en el film por Benjamín Vicuña), cuyo libro es el material base de la película. “Isla 10” apela al nombre impuesto al detenido por los carceleros, en una numeración que incluía de misma manera a los demás. Dawson. Isla 10 construye, de esta manera, un micromundo del horror, de una cotidianeidad que se perfila de manera normativa, con una rutina diaria que hace de ella un mundo alterno, cercano al que tantos sobrevivientes de experiencias similares supieron retratar: al margen de todos, en un escenario de espanto compartido, sometidos al vejamen y los interrogatorios, en el marco de una oportunidad histórica que no pudo ser, pero que todavía hace eco.
Vale recordar que Miguel Littín tiene en su haber uno de los más grandes títulos del cine latinoamericano de todos los tiempos: El Chacal de Nahueltoro (1969), un film insigne que le valió a su director la cercanía al gobierno de Allende, ya que Littín fue designado Presidente del Directorio de la Empresa del Estado Chile Films, en 1971. El exilio y derrotero posterior del cineasta, le han labrado una filmografía que entre premios y distinciones albergan nominaciones al Festival de Cannes (por Actas de Marusia y El recurso del método, de 1976 y 1978) y al Oscar de Hollywood (Actas de Marusia y Alsino y el cóndor, de 1983).
El exilio, de hecho, aparece como lugar inevitable dentro de las trayectorias de Perelman y Littín, los dos con asilo en México luego del golpe. Tal vez el film que mejor pueda expresar esta situación, y de manos de uno de los más grandes realizadores de todos los tiempos, sea Diálogos de exiliados (1975), de Raúl Ruiz, con proyección mañana a las 18, en El Cairo.
El cine de Raúl Ruiz ha sido premiado en la mayoría de los más prestigiosos festivales del mundo. El caso de Diálogos de exiliados es el de un film maldito, que se sabe transgresor y por eso debe sobrellevar las consecuencias. En pleno exilio chileno en Francia, Ruiz realiza una película-manifiesto de índole perturbadora, incómoda y compleja, que no contó con la adhesión del público. Entre otros aspectos, en Diálogos de exiliados no hay una única línea de pensamiento sino, en todo caso, contraposición de varias ideas, imbricadas y desesperadas. En última instancia, de lo que se trata es de padecer la lejanía, ese “lejos, muy lejos” con el que el film decide su inicio.
Desde esta lejanía que el cine acerca, la película de Ruiz teje su micromundo de angustia, de departamentos atestados y diálogos apretados. Con un criterio de transición entre las secuencias sin continuidad necesaria, como si el tiempo se hubiese quebrado, decidido a demorarse más de la cuenta. Por este paisaje extraño –de tiempo, espacio e idioma alterados– circulan sus ciudadanos en tránsito, en procura de un accionar que sane un proceder desmembrado, herido.
Se trata de un film extraordinario, capaz de testimoniar sobre su época porque tiene la habilidad de haberla transgredido, para situarse mucho más acá en el tiempo. Exilio que le toca a Chile, pero también a tantos latinoamericanos, expulsados para encontrarse entre sí, sin saber demasiado bien acerca de cómo resolver lo que sigue.
Espontaneidad que el cineasta toma como procedimiento formal, al incorporarla como matriz actoral, donde los diálogos fluyen, ramifican, convergen. Cuando el cine provoca algo semejante hay grandeza, porque la cámara captura lo que de veras sucede. La angustia del desarraigo, la desesperación por querer hacer, atraviesan todos y cada uno de los planos de esta película emblema.
 

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