El blanco y
negro de los clásicos
Por
Leandro Arteaga
Sólo Clint Eastwood puede presentar (y despedir) una
película con el logo de Warner Bros. en blanco y negro y simular que todavía el
gran cine de Hollywood existe. No es más que una ilusión, ya no hay Hollywood,
tampoco sus artesanos ilustres. Pero todavía está, sigue, Eastwood.
Que se le señale como uno de los últimos clásicos,
si no el último, es preciso. Puede resultar reduccionista, pero lo cierto es
que los directores de aquel cine supieron ser diestros en la variedad de
géneros cinematográficos, dúctiles en sus convenciones, a la par de una obra
personal que les delineara una trayectoria. Fue ésta la génesis de la “política
de los autores”, expresión que acuñaría la nueva ola del cine francés, a través
de François Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, y otros.
Con esta joven guardia se identifica
generacionalmente Eastwood, pero desde Estados Unidos, entre otros grandes
nombres de su época –que sigue siendo ésta, a no confundir– como Martin Scorsese,
Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich, Brian De Palma. Sin embargo, el cine
de Eastwood corrió de manera distintiva, con otra lógica, entre la trayectoria
actoral y la oportunidad de ser realizador. Entre uno y otro mundo fue tejiendo
el propio, hasta hacerlo confluir de modo intrínseco.
En este periplo, los cineastas Sergio Leone y Don
Siegel son pilares. El primero, por la trilogía del dólar de la que es emblema El bueno, el malo y el feo; el segundo,
como disparador de ese personaje dilemático que todavía es Harry, el sucio. Los dos figuran, como rúbrica, en los
agradecimientos finales de Los
imperdonables (1992), dirigida por Eastwood. A su vez, este western
crepuscular no sólo revisa al género, sino que avisa sobre lo que será Gran Torino (2008) y su desacralización
del mito Harry Callahan. Alguien capaz de volver sobre su carrera, de
reflexionar sobre sí, no es cine corriente.
Entre su filmografía, este cronista elige siempre Río místico (2003), una de las mejores
posibilidades del cine negro contemporáneo. Y clásico. Porque la manera de
narrar nunca es estridente, sino consecuente con lo que moviliza: desocultar la
tierra que la hipocresía esconde. Llegar allí debajo no es tarea para
cualquiera, sólo de cineasta.
Así como sucedía con los realizadores de esa ilusión
que el logo en blanco y negro de Eastwood todavía reclama: John Huston, Joseph
Mankiewicz, Anthony Mann, Fritz Lang, Alfred Hitchcock, Billy Wilder –a quien Jersey Boys cita–. Todos artífices de
películas extraordinarias, muchas de ellas obras maestras. Eastwood, generación
posterior, hoy es fácil de incluir allí.
Como botón de muestra, es suficiente el inicio de Jersey Boys: el encuadre es blanco,
blanco cielo, el paneo desciende hacia la New
Jersey de los ’50, el viaje en el tiempo ha comenzado. De tal
manera, sobre la gran pantalla, ese blanco esencial, se materializa ese otro
mundo, esa otra realidad, a la que sólo los cineastas saben cómo invitar. Por
realizadores así, es que el cine se ha vuelto indistinguible de la vida.
Jersey
Boys: Persiguiendo la música
(Jersey
Boys)
EE.UU., 2014. Dirección: Clint Eastwood. Guión: Marshall Brickman, Rick Elice. Fotografía: Tom Stern. Montaje: Joel Cox, Gary D. Roach. Reparto: John Lloyd Young, Vincent Piazza, Erich Bergen, Michael Lomenda, Christopher
Walken, Mike Doyle, Renée Marino, Erica Piccininni. Duración: 134 minutos.
10 (diez) puntos
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