viernes, 27 de junio de 2014

La tercera orilla (2014, Celina Murga)


Varado en un silencio terrible


Por Leandro Arteaga

La ascendente trayectoria de Celina Murga le confirma cada vez más como cineasta de relieve. Con La tercera orilla, el espectador asiste a un mundo en ebullición silenciosa, el de un adolescente tironeado entre padres, responsabilidades, y un lugar social que espera, que paulatinamente se le asigna.
La posición de Nicolás (Alián Devetac) es la del umbral, la de la orilla entre dos mundos, entre lo que le pasa y lo que decida. Atrapado por un padre de familia doble (Daniel Veronese), con hermanos repartidos, y él como si fuese el intermediario eficaz, el guardián del equilibrio, una función que no eligió pero que sin embargo se espera que cumpla.
Al respecto, la tarea del novel Devetac es un hallazgo, con una mirada que tiene lo que el cine quiere: profundidad, abismo, torbellino. También porque está atrapado en una edad indeterminada, que le confunde entre los juegos con sus hermanos, los ritos del colegio, el cigarrillo que ya es costumbre. Nicolás mira mucho y habla poco. ¿Qué es lo que le hace zambullirse en la pileta mientras llueve? ¿O esconderse de la mirada paterna?
El contrapunto estoico aparece en Daniel Veronese, cuya estampa no da margen a réplica: la situación es como es, a nadie se le ocurre cuestionar cómo se vive o preguntarse por qué. Así también se le respeta dentro del laboratorio donde trabaja, médico como es, en este pueblo de dimensión pequeña, con el campo como ese otro lugar que controlar, someter, donde ir a cazar, guardar tradiciones de familia, criar ganado, y aprender cómo debe tratarse a la peonada, esa otra gente.
Allí es donde gradualmente será introducido Nicolás. Parco, siempre responsable, parece percibir todo lo que le rodea pero con un atisbo de duda imperceptible. El whisky, la rubia elegida, no lo seducen; mientras el padre le mira, dentro del contorno que significa este rito masculino, machista.
Algunos momentos dejan entrever quiebres que crecen. Uno de ellos es la golpiza imprevista, que sacude al espectador y hace pensar, cómo no, en cierta huella scorsesiana (Martin Scorsese es productor ejecutivo del film); el otro es el karaoke de Rezo por vos, la canción de Spinetta y García: de a poquito, Nicolás suelta su estribillo rabioso, salta y grita.
Que su hermana esté culminando los preparativos de su fiesta de quince años, no es detalle menor, sino aspecto argumental que bascula de forma justa con el ánimo de Nicolás: mientras a uno se le asigna cierto rol sucesor, a la otra también: un rito pre-nupcial, que tampoco requiere de la presencia paterna, porque –tal como se refería– a nadie se le ocurre dudar del estado de las cosas.
De lo que se trata es de prepararse, en última instancia, para lo mismo de siempre: ser relevo social, estatuario, jerárquico. También hipócrita. Acá, finalmente, el quiebre último del protagonista.

La tercera orilla
(Argentina/Alemania/Holanda, 2014) 
Dirección: Celina Murga Guión: Celina Murga, Gabriel Medina. Fotografía: Diego Poleri. Montaje: Eliane Katz. Reparto: Alián Devetac, Daniel Veronese, Gaby Ferrero, Irina Wetzel, Tomás Omacini. Duración: 92 minutos.
Sala: El Cairo
9 (nueve) puntos

Pasión inocente (2013, Drake Doremus)


Con la comisura de labios no alcanza

Lejos de provocar, Pasión inocente hace foco en la relación entre un padre de familia y una adolescente. Sin embargo, el film recupera una temática que lejos está de agotarse. Hay grandes ejemplos. Y pequeñas actrices.

 
Por Leandro Arteaga

Tema espinoso, irresistible, el de las lolitas del cine. Expresión –“lolita” por todos dicha, aún sin el correlato presto que significan la literatura de Nabokov y el cine de Kubrick. Es que en ello radica el tacto justo que los dos supieron tener, al haber calado hondo en eso que dicen es el imaginario colectivo. Cada uno desde su lugar, literario y cinematográfico, construyeron un personaje que es muchos pero a la vez único.
Sue Lyon fue el rostro elegido por Kubrick para el devaneo del profesor Humbert Humbert (James Mason). Luego habría remake en 1997 (a cargo de Adrian Lyne) y si bien a nadie en su sano juicio se le ocurriría compararla con el film de 1962, lo cierto es que nada mal estuvo Dominique Swain, mientras Jeremy Irons era ahora quien tramaba las excusas (casi) perfectas para conseguir para sí, y sólo para sí, al motivo de sus desvelos; uno de sus momentos es perfecto, allí cuando Irons necesita sumergir su cabeza dentro del congelador de la heladera; también otro: cuando Irons mira estólido caer la espuma que limpia el parabrisas de su automóvil.
Lo también cierto es que la Swain y su chicle globo estaban pensados para Natalie Portman; pero no hubo caso, la irresistible Mathilda de El perfecto asesino (1994, Luc Besson) no dio brazo a torcer, aún cuando ahora ya se la vea más desprejuiciada. Los padres, parece, tuvieron que ver. Pero si de chicle se trata, nadie olvidará aquél que masticara, piano de por medio, una púber Winona Ryder ante la incontinencia gestual de Jerry Lee Lewis (Dennis Quaid) en Bolas de fuego (1989). O la sensualidad que desprendiera Juliette Lewis en Cabo de miedo, de Scorsese. Más ese rol de adultez prematura que cumple Jodie Foster en Taxi Driver. Junto a la candidez extraordinaria que destilara Mariel Hemingway en Manhattan, de Woody Allen.
¿Más? Tantas más: Brooke Shields (Niña bonita), Carroll Baker (Baby Doll), Marine Vacth (Jeune & jolie), Anna Paquin (Historias de familia), Mena Suvary (Belleza americana), así como la incorrectísima niña-vampiro interpretada por Kirsten Dunst en Entrevista con el vampiro. También, con sus curvas animadas, la caperucita roja despampanante que baila en el night-club de Red Hot Riding Hood (1943), el corto de Tex Avery donde el lobo chifla desesperado, se golpea la cabeza con martillos, y se dispara en la sien. Y por qué no, dada la selección, esa alma resplandeciente de vida que significa Clarisse McClellan, el contrapunto que Ray Bradbury introduce en la apocada vida del bombero Montag, en la novela Fahrenheit 451.
Tanto preámbulo para introducir a Felicity Jones y el film del que todavía no se habló. En verdad –el lector lo habrá sospechado–, se volvía mucho más seductor dar pie al recuerdo antes que toda la atención a Pasión inocente. Aquí es donde se inscribe esta nueva lolita y, atención, su mirada perspicaz, la sonrisa siempre a punto (la comisura de los labios de la Jones dicen lo que toda la película no puede), lejos están de causar indiferencia; pero de lo que se habla es de cine y sí, lamentablemente, la gracia oscura de la Jones poco agrega.
Para ser preciso, Pasión inocente recuerda las películas televisivas de Hallmark Channel. El argumento presenta a un padre de familia (Guy Pearce), profesor y músico, que lidia con la angustia que le acompaña. Una esposa conformista y una hija adolescente le completan el cuadro. Pero, lo que primero le parece una molestia, termina en verdad por seducirlo: una niña inglesa, de intercambio, viene a hospedarse en su casa. Y se arma.
Bueno, no se arma demasiado. Porque para que algo semejante suceda una película tiene que ser cine. Como acá no hay nada de esto, lo que se ofrece es una concatenación de situaciones insípidas. Tanto es así que la “seducción” referida no tiene eco alguno en la totalidad del film, tan banal que hasta indigna. Porque para que dos personajes fílmicos se seduzcan es necesaria una artesanía fílmica, preocupada por involucrar a ese tercero ansioso que es el espectador (así de turbias son las relaciones en el cine). Como nada de esto pasa, lo que queda es una exposición de estampitas explicativas, que no sólo enuncian lo evidente, sino que son subrayadas por un montaje previsible.
Por ejemplo: Sophie (Felicity Jones) esconde sus virtudes de pianista hasta que se ve obligada a tocar en la clase de Keith (Guy Pearce), y se despacha con un ejercicio de Chopin que no sólo es inverosímil, sino que sabe hacerse acompañar por el vértigo de las imágenes (como el de los videos aficionados en fiestas de quinceañeras). Otra: la hija sale de su desengaño amoroso para –¡acto seguido!– encontrar que su padre (ese otro hombre suyo) está con otra. Y también: allí cuando, al fin, podrá suceder lo que tuerza las barreras (auto)impuestas, siempre aparece el llamado al orden. Y nunca, nunca, la película transgrede nada.
Lo que queda es mera cobertura, satisfecha de sí misma por no tener la menor idea o atención hacia lo que el cine posibilita. Para el caso, y porque algo vale rescatar luego de casi dos horas de suplicio, bien viene devolver el rostro de Kyle MacLachlan a la gran pantalla. Si bien acá cumple el papel de esposo de un matrimonio de imbéciles, amigos de la pareja, su breve momento hace que aparezcan esperanzas de revuelo. Pero sólo desde la imaginación, ya que lo sucedido fue lo que sigue: la cabeza de este cronista otra vez prefirió divagar, tomar como excusa al gran actor, volver sobre la serie Twin Peaks y alcanzar otra de sus relaciones turbias, como la que virtualmente sostenían el agente Cooper (MacLachlan) con la precoz Audrey (Sherilyn Fenn). Mmmm, Sherilyn Fenn…

Pasión inocente
(Breathe In)
(EE.UU., 2013) Dirección: Drake Doremus. Guión: Drake Doremus, Ben York Jones. Fotografía: John Guleserian. Música: Dustin O'Halloran. Montaje: Jonathan Alberts. Reparto: Guy Pearce, Felicity Jones, Amy Ryan, Mackenzie Davis, Matthew Daddario, Ben Shenkman, Kyle MacLachlan.
3 (tres) puntos

miércoles, 18 de junio de 2014

Aire libre (2014, Anahí Berneri)


Las caricias de un encierro cotidiano


Por Leandro Arteaga
 
Filmar el encierro –con la ironía supuesta por el título, Aire libre– es rasgo estético en Anahí Berneri. Ya en su anterior film, Por tu culpa (2010), se detenía de manera insoportable en roces de ambigüedad física, entre caricias que son golpes. Laceraciones también presentes en las miradas que atravesaban Encarnación (2007) y en el cuerpo de Juan Minujín en Un año sin amor (2005). El cine de Berneri se introduce en estos intersticios, en los detalles de una cotidianeidad brutal e invisible, cercana al espectador.
Hay un tacto perfecto en el modo de llegar a tal instancia. Un proceder pausado, que erosiona de a poco lo que rodea a los protagonistas porque son ellos, justamente, quienes alteran lo que les orbita. Acá, como fusible, el hijo. El niño que es vaivén entre sus padres (los admirables Celeste Cid y Leonardo Sbaraglia). Cuando están juntos, un zumbido insoportable los embarga. Como si fuesen dos globos que se hinchan de a poco, en cualquier momento prestos a explotar.
Así, las cosas se caen, se rompen. Es la lámpara que se estrella. Es la moto que se derrumba. Las casualidades quieren que nadie salga herido, sólo superficialmente. Las palabras apenas pueden decir lo que pasa porque es tan hondo el resentimiento que no hay posibilidad de encontrarlas. Eso sí, mejor es simular, que la argamasa no se note quebradiza, ante el hijo, ante los padres.
Ella, de hecho, es arquitecta. Y la casa donde deposita sus sueños de un living lleno de libros ya es otra, por fuera de la ciudad. Le pega al paredón con la masa de una manera que hace confundir risas con odio. Con un cuerpo varado entre el derrumbe y el erotismo velado. Celeste Cid brilla de manera inconmensurable, odiosa y perturbadora. Camina de modo enojado, drástico, a la vez que seductora dentro de su vestido pequeño.
Él, ingeniero, recupera la moto, en un ir y venir que le permita cumplir con las obligaciones de la ciudad, con el hijo como recado que entregar. Sumido en su silencio, introspectivo, adormecido en sueños de luces estroboscópicas, con noches recuperadas para hacerle hacer al cuerpo todo lo que ya casi no puede.
Las escenas de sexo son desaprensivas, los cuerpos desnudos de los intérpretes están cansados, sin deseo, con el goce puesto en un duelo perverso. Hasta allí es capaz de llegar Aire libre, con Cid y Sbaraglia que dan de sí de manera descarnada. Más aún ella, despegada por fin del figurín televisivo, de tarjeta postal sosa, ahora vuelta mujer inevitable.
La guía actoral con el niño protagonista (Máximo Silva) debe ser resaltada, capaz de lograr una zozobra de impaciencia, de gestos superpuestos, de movimiento continuo y, de pronto, de una quietud angustiante. Es en el niño donde se cifra lo que sucede, nadie tiene tan claro como él lo que sus padres no dicen aceptar.

Aire libre
(Argentina, 2014)
Dirección: Anahí Berneri. Guión: Anahí Berneri, Javier van de Couter. Fotografía: Hugo Colace. Música: Sebastián Bianchini, Nahuel Berneri. Montaje: Eliane Katz. Reparto: Celeste Cid, Leonardo Sbaraglia, Máximo Silva, Fabiana Cantilo, Lorena Vega, Marilú Marini, Erica Rivas, Juan Bautista Greppi, Pedro Merlo, Naim Sibara, Alejandro Catalán, Rodolfo de Souza. Duración: 95 minutos.
Salas: Monumental, Del Centro, Showcase, Village.
8 (ocho) puntos

domingo, 15 de junio de 2014

Payasadas (Kurt Vonnegut) + La parte inventada (Rodrigo Fresán)


Libros como juguetes a cuerda

La nueva edición de Payasadas, el clásico de Kurt Vonnegut, y la novela reciente de Rodrigo Fresán, La parte inventada, ofrecen un prisma a compartir. Un juego de lectura que es siempre mucho más. El lector, entre ellos, se sabe al amparo. ¿Al amparo de qué? ¡De los 140 caracteres!

Por Leandro Arteaga
Cruz del Sur, 11/06/2014

“Sin que nadie nos sugiriese nada, llegamos a la conclusión de que, si nuestros padres estaban en la casa, debíamos estar cerca de nuestro cumpleaños. Entonamos nuestra palabra idiota para cumpleaños, que era bolaños” apunta la traducción de Carlos Gardini, en el capítulo 8 de la más reciente edición de Payasadas (La Bestia Equilátera), de Kurt Vonnegut.
Una palabra puede cambiar el mundo. Su traducción también. El término original –Vonnegut dixit– es “Fuff-bay”. La licencia de Gardini, claro, es experta. Pero lo también cierto es que la traducción previa, de Gregorio Vlastelica (Pomaire), fue la que en su momento leyera un fascinado Guillermo Giampietro. Donde dice bolaños, decía cucaño. Así nacía el grupo surrealista rosarino, conformado junto a Alejandro Beretta, Sapo Aguilera y Carlos Luchesse.
Línea histórica rápida: Vonnegut publica su libro en 1976, la edición de Pomaire es de 1977, Cucaño aparece y desaparece entre 1979 y 1983.
Hi ho.

Las payasadas de Vonnegut

Dentro de las palabras siempre hay otras más. El título original de Payasadas o ¡nunca más solos! es Slapstick or Lonesome No more. “Slapstick” designa una manera de entender, de pensar, el humor y cierto tipo de cine. Vonnegut lo especifica en la dupla compuesta por Stan Laurel & Oliver Hardy. Su Payasadas, de hecho, nace desde esta filiación declarada: “Así es como yo siento la vida”, dice. Un lugar de encuentro en el que tantos devotos se inscriben: desde Jerry Lewis hasta Osvaldo Soriano.
En fin, una vida slapstick o lo imbécil que puede serlo, mientras nadie se toma el trabajo de darse cuenta. O sí. Por eso el libro, por eso sus hermanos protagonistas, de cabezas siamesas a voluntad, con rasgos mongoloides, presumiblemente idiotas pero, atención, inteligentes. A la inteligencia se la disimula y todos felices. Si no, problemas.
A Vonnegut se le disfruta desde la lectura sin freno, la que avanza despreocupada de continuidades ¡con saltos de raccord!, abierta al impacto repentino. Casi como con William Burroughs. ¿Cómo recordar un libro de Vonnegut si no es a través de imágenes yuxtapuestas? No es que el hilo del relato sea lábil, todo lo contrario, sino que mejor será retener esos momentos donde no está muy claro lo que sucede porque, afortunadamente, la lógica habitual se trastoca. Supuesto esto, no queda más que disfrute. Y sufrimiento.
Un manto de terribilidad siempre asoma en su prosa, aquí entre estos hermanos –Wilbur y Eliza– que se quieren como si de una unión sexual se tratara, que encuentran alias respectivos para el respeto del vínculo social. Lejanos tiempos, tal vez. Es decir, Wilbur Rockefeller Swain fue alguna vez presidente de los Estados Unidos, el último. Pero, ¿desde dónde se rememora lo que se lee? Allí el dilema. O el puzzle fragmentado.
Payasadas es también oportunidad de lectura que renueva el catálogo de La Bestia Equilátera. Con Gardini como partenaire en profesión de riesgo (bolaños donde era cucaño, todo un desafío), y Liniers con la responsabilidad del impacto visual primero, el de las tapa y contratapa. Hasta ahora, van tres libros –fundamentales– dentro de la bibliografía del autor de Matadero cinco, que se completa con los precedentes Cuna de gato (1963) y Desayuno de campeones (1973).
(De paso –a buscar, que YouTube la tiene consigo–, hay una versión maldita que el cine ha hecho de Payasadas con el título Slapstick (Of Another Kind) –1982, Steven Paul–, ni más ni menos que con Jerry Lewis y Madeline Kahn en los roles de Wilbur y Eliza. También con Marty Feldman y ¡Sam Fuller!)

La parte inventada de Fresán

Vonnegut mediante, la mixtura con el libro reciente de Rodrigo Fresán, confeso admirador del estadounidense, aparece desde la confluencia o coyuntura de caprichos libreros. La parte inventada (Literatura Random House) suma sus más de 500 páginas a la lista de títulos que Fresán ensaya desde su célebre Historia argentina (1991). Nueve libros que no pueden convivir sin la práctica periodística que le hace ser también leído entre artículos y contratapas. Hay un mundo Fresán que se dibuja a sí mismo, que crece (todavía más) entre nombres ya inseparables, a la manera de esa tapa tan celebrada –no sólo por él, de acuerdo, pero ¿cuántos más lo han hecho tan apasionadamente?– de Sgt. Pepper.
El vínculo Vonnegut no sólo lo es por vía admirativa, sino porque hay formas que repercuten, que rebotan. Que fragmentan el recorrido narrado, que pendulan entre tiempos narrativos alternos, como si a una revista de historietas se la paginase para el placer de la vista, con todos sus tiempos, espacios y personajes, conviviendo en simultaneidad. Un placer visual, un trabajo lúdico, que se traduce en lectura.
Así, La parte inventada es Bob Dylan, 2001: A Space Odyssey, John Updike, Wish You Were Here, The Kinks y, como siempre, Tender Is the Night. Entre mucho más. Tiene que ser esto porque Fresán no puede ser sin ellos. O también, ¿cómo pensarse sin las canciones, películas, libros, de toda una vida? En serio, ¿hay alguien que sea capaz de pensarse sin The Beatles?

“Y son jóvenes.
Y brillan como el sol.
Y no hace falta recordarlo.”

Está en la página 406. Tiene la fuerza de decirlo todo, hacen falta palabras para recordar. Todo un esfuerzo, todo un engaño. ¿Cómo recordar fiablemente? ¿Cómo creerle a un escritor? ¿Por qué no creerle? En todo caso, que la sinceridad sea desde lo que debe ser: literaria. Acá, entonces, lo que vale: La parte inventada es un libro sentido.
Sentido en cuanto a hacer profundo lo que dice, nunca gratuito sino hundido y dicho/escrito desde el centro mismo y profundo que significa el marcador de lectura en la mitad de un libro. Cuando se ha llegado allí, ¿de qué manera (infructuosa) salir si no es al llegar a la página última? Importa nada cuánto de verdad hay en el Escritor personaje y en Fresán, el escritor. Cuánto de la vida personal. Lo que sí impregna es la sinceridad literaria, porque hay veracidad, y porque logra que lo leído sea cierto.
Por todo esto poco más podrá sonsacarse de las varias entrevistas que a Fresán le han hecho por estos días. ¿Es o no un despotricar furibundo el que sus páginas destilan contra la dictadura de los 140 caracteres? ¿Es él? ¿No es él? ¿Se divierte con esto porque lo hace, en última instancia, con su personaje? Poco importa responder, más preguntarse. Así como literariamente pensarse. ¿Pensarse literariamente es escribir? También lo es leer. Y Fresán es, siempre, lector.
Cuando el libro concluye, las ganas de más literatura fluyen. ¿Cuántos escritores convocan de una manera tan generosa?
Las partes inventadas, las únicas ciertas. Como aquel juguete de cuerda que todavía se guarda, en algún lado. Hay uno en la tapa del libro de Fresán. Sólo hay que dar cuerda.
Etcétera.


Payasadas o ¡nunca más solos!
Kurt Vonnegut
La Bestia Equilátera
224 páginas
Traducción: Carlos Gardini

La parte inventada
Rodrigo Fresán
Literatura Random House
568 páginas

viernes, 13 de junio de 2014

El crítico: entrevista con Hernán Guerschuny y Pablo Udenio.


El crítico sigue en cartel (El Cairo), con una concurrencia de público que la hace persistir. Qué bien, porque se trata de una de las mejores últimas películas argentinas, de una mirada con sorna, ironía, mucha cinefilia. El gran Rafael Spregelburd en la piel de este crítico caído dentro de sí, entre muletillas gastadas (las películas “fallidas”!!!!) y una redacción desganada.
Entrevista con sus responsables, de visita por Rosario: Hernán Guerschuny (director) y Pablo Udenio (productor).


Linterna mágica (23/05/2014)

miércoles, 11 de junio de 2014

Charles Berberian en Rosario


Berberian, maestro de la línea clara


La presencia de Charles Berberian en Rosario es acontecimiento para todo amante del noveno arte. La trayectoria y experiencias del dibujante de Monsieur Jean en una charla libre y gratuita.

Por Leandro Arteaga

La “línea clara” alude a un concepto de historieta, a una manera específica de pensar la bande dessinée. Se corresponde con la maestría franco-belga, cuyo recorrido editorial en Argentina ha estado siempre sesgado, si bien ejemplificado por obras maestras como Tintin y Astérix, apenas punta de lanza de un mundo extraordinario.
Entre sus artistas célebres, es justo señalar al dibujante Charles Berberian (Bagdad, 1959), cuya presencia esta tarde, a las 18.30 en Escuela para Animadores (Isla de los Inventos, Corrientes y el río), es imperdible para todo amante de las historietas. La actividad, organizada por Centro Audiovisual Rosario y Alianza Francesa de Rosario, será oportunidad para que el artista –merecedor del Gran Premio del Festival de Angoulême– dialogue con los asistentes acerca de su obra y trayectoria. La entrada es libre y gratuita.
Leer historietas de Berberian era una tarea casi imposible, hasta la aparición feliz que significa el primer volumen de Monsieur Jean (Editorial Común, 2012). Se trata, tal vez, de su historieta más famosa, realizada desde 1990, así como de la consagración supuesta por la dupla compuesta, a partir de 1983, junto a Philippe Dupuy. Dupuy & Berberian son indisociables, y si bien han tenido trayectoria individual, el nombre de cualquiera imbrica necesariamente al del otro.
Puesto que ambos son dibujantes, ¿dónde comienza y termina la tarea de cada uno? No es algo que valga contestar, sino antes bien disfrutar. Dupuy y Berberian dibujan y escriben a la vez, desde un estado de gracia compartido. Quienes hayan sido lectores de la revista española Cairo (donde desfilaran nombres como Moebius, Tardi, Franquin), recordarán varios de sus unitarios, entre los que destacaban las desventuras del trío adolescente Red, Basile et Gégé, junto a la brillante Le journal d'Henriette, donde la pequeña “Enriqueta” soñaba con ser escritora, si bien a merced de un mundo adulto cuanto menos imbécil.
Esta mirada impiadosa sobre el comportamiento social, plena de humor, es una de las marcas indelebles del dúo. Monsieur Jean es, así como un escritor angustiado, el prisma desde el cual mirar pasar el tiempo, el disparador para hacer hablar a otros personajes, la excusa para indagar en miedos propios o compartidos. Su estructura episódica le vuelve un personaje de construcción pausada, pensante, sapiente de sí mismo, con simpatía cada vez mayor en el lector. Jean se interroga, no está seguro de sus decisiones, mientras fuma un cigarrillo o ahoga otra noche en una fiesta.
Además de Monsier Jean, la lista de trabajos de Dupuy y Berberian supera los veinte títulos. Entre ellos, destaca Un poco antes de la fortuna (Dupuis, 2008), donde la dupla dibuja a partir del guión de Jean Claude Denis. El protagonista es el estado de ánimo del personaje, suspendido ante la incredulidad supuesta por haber ganado la lotería. La noche puede ser tan larga como la indecisión, y nada es tan tortuoso como el cuidado ansioso con el billete ganador. Los sueños confunden pesadillas. Mientras tanto, un amor perdido revolotea otra vez. ¿Será por el dinero?
Jukebox (Audie-Fluide Glacial, 2011), realizado por Berberian en solitario (hay edición de La cúpula), se vuelve un ejercicio libre con la música como lugar a compartir. Puntualmente el rock, o específicamente algunas de sus figuras: Elton John, Phil Collins, David Bowie. En todo caso, de lo que se trata es de elegir con cuáles canciones quedarse y por qué. Ya que nadie en su sano juicio pensaría en Phil Collins. Es que el sonido no le es indiferente al dibujante, dadas sus colaboraciones musicales junto a Jean-Claude Denis o Ludovic Debeurme.
El último trabajo de Charles Berberian a la fecha es Paris (Lonely Planet-Casterman, 2013), junto al guión del periodista Olivier Bauer. Concebido como una guía turística, el Paris de Berberian indaga en lugares por descubrir, con la atención editorial puesta en el dibujante como elección seductora. Más atractiva, con seguridad, que toda una multitud de fotografías postales. Por aspectos como éste, la historieta franco-belga goza de la mejor salud, con un reconocimiento institucional que por estos lares parece impensable.

A Million Ways to Die in the West (2014, Seth MacFarlane)


Nada de western, nada de cine

 
Por Leandro Arteaga

 No llamarse a engaño, que la música primera y sus reminiscencias a Elmer Bernstein (Los siete magníficos) nada parecido presagia. En verdad, nadie vinculado con el cine –o el western, su sinónimo– va a estar desprevenido ante A Million Ways to Die in the West. Tampoco buscará nada de western –o de cine– quien vaya a ver un film de Seth MacFarlane, algo parecido a un niño mimado dentro de la difusa “nueva comedia americana”.
Lo que sí puede destacarse es que MacFarlane es coherente consigo mismo, con el mundo de chistes animados de las series Family Guy y American Dad!, y con el sesgo escatológico que destila Ted (2012), su largometraje anterior. Es decir, su cine tiene una manera de entender el humor que es literal: no es suficiente con aludir a la flatulencia, sino que se la escucha y, corolario, se la ve. El chiste (su cine) es eso, nada más.
Que A Million Ways sea un “western” es accidental, podría ser cualquier otra cosa. Que sea “paródica” no es dato que la disculpe. Una parodia puede ser gran exponente del género aludido: El joven Frankenstein (1974, Mel Brooks), Crimen por muerte (1976, Robert Moore), Rápida y mortal (1995, Sam Raimi); en esta última, el western (el cine) está desde el primer hasta el último plano. En la de MacFarlane, no hay nada.
Lo que en todo caso hay es televisión. Si el parecido con los diálogos “afilados” de Family Guy se nota es porque lo que se ve –se escucha– es televisión. Acá con Charlize Theron y el propio MacFarlane en réplicas que, evidentemente, hasta guardan algo de espontaneidad. Pero sólo eso, aportan tanto como las imprevistas sucesiones de muertes accidentales, molestas no por inconexas, sino por dispersoras, aún cuando una de ellas (en la feria, con el toro) tenga una dosis surreal imprevista.
Además, o sobre todo, el recorrido que propone el film no es más que el previsible: Albert (MacFarlane) se debate consigo mismo para superar su cobardía, vencer al malvado, recuperar su mujer. Hace cada una de las tres cosas; no confundir: que la mujer cambie de rostro no altera lo sustancial: esposa y familia. Si el camino propuesto es éste, no se entiende dónde habría transgresión o cosa parecida en cine o comediante semejante. Por eso, A Million Ways se encuentra decididamente cercana al espíritu edificante de series como Bonanza y La familia Ingalls, no es más que uno de sus retoños.
Pareciera que lo “subversivo” radicaría en ver hasta dónde tensar la cuerda del “mal gusto”. El mal gusto –así como el gore, otro aspecto que el film maltrata- no es para cualquiera, hay artesanos que saben muy bien qué hacer con él (John Waters), mientras que otros (MacFarlane) lo integran con moño de torta como adorno.
 Un punto a favor, de todos modos, para el actor Neil Patrick Harris, cuya composición odiosa, con mostacho ladino, es mucho más que la diarrea que le victimiza.

A Million Ways to Die in the West
(Estados Unidos, 2014)
Dirección: Seth MacFarlane. Guión: Seth MacFarlane, Alec Sulkin, Wellesley Wild. Fotografía: Michael Barrett. Montaje: Jeff Freeman. Música: Joel McNeely. Reparto: Seth MacFarlane, Charlize Theron, Liam Neeson, Amanda Seyfried, Giovanni Ribisi, Neil Patrick Harris, Sarah Silverman, Wes Studi. Duración: 116 minutos.
3 (tres) puntos

miércoles, 4 de junio de 2014

El cielo elegido (2010, V.González) + El décimo infierno (2010, Giardinelli y Méndez) + entrevista


Primeras películas para ver

El nuevo ciclo on-line de Cine El Cairo tiene su eje en las óperas primas. Destaca la incursión cinematográfica de Mempo Giardinelli así como la mirada cruel, religiosa, de El cielo elegido.


Por Leandro Arteaga

La disponibilidad fílmica que ofrece la plataforma virtual de Cine El Cairo -www.elcairocinepublico.gob.ar- continúa una tarea que se posiciona de manera prácticamente inédita: películas de estreno reciente, con disponibilidad gratuita para el visionado por parte de cualquier usuario y espectador del país.
Más de quince títulos se suman hasta la fecha, con una cadencia de estreno (acumulativo, las películas siguen on-line) quincenal. El ciclo más reciente es “Óperas Primas Argentinas”, compuesto por los films: Franzie (2010, Alejandra Marino), El cielo elegido (2010, Víctor González), El décimo infierno (2010, Mempo Giardinelli y Juan Pablo Méndez), Las mujeres llegan tarde (2012, Marcela Balza).
El recorrido por los títulos permite un buen ejercicio de cine desde el nudo vital que es el logro del primer largometraje (excepción hecha con González, cuyo primer film fuera Ciudad de Dios, de 2003). Las dos películas que merecen una mejor atención, que las desampare del maltrato o mirada desafectada que gran parte de la crítica tuvo en su momento, son El décimo infierno y El cielo elegido.
El primero de estos films lleva a la pantalla la novela homónima de Giardinelli, con guión del propio autor. Ambientada en Resistencia, la película de Giardinelli y Méndez no sólo comparte el espíritu B de tantas producciones norteamericanas de tono noir, sino que es una película serie B de hecho. Tal distinción resulta esencial para un film que no necesita de meros guiños cinéfilos, sino que asume su discurso modelo. Porque es una película de bajo presupuesto, El décimo infierno puede ser el relato negro que pretende.
La simpatía por tanta novela y cine negros, donde el crimen anuda el mundo que se describe, traza un vínculo obligado con el análisis que Giardinelli desarrollara en su libro emblema: El género negro, recientemente rescatado por Capital Intelectual. Por otra parte, y por ser una película negra, El décimo infierno es un comentario feroz, sarcástico, sobre las relaciones sociales. Y porque es un noir latinoamericano, la semántica que desprende no puede menos que ser tan cínica como cercanos son los personajes que por allí desfilan. El décimo infierno combina pareja fugitiva (Patricio Contreras y Aymará Rovera), voz en off, femme fatale, cigarrillos lyncheanos, y una Peyton Place de cuño chaqueño. Todo un hallazgo.
El caso de El cielo elegido, por su parte, resulta extraordinario. Hay una delectación evidente en el retrato que de sus personajes y mundo religiosos el realizador, Víctor González, lleva adelante. Podría decirse, entre tanto más, que se trata de un triángulo amoroso entre tres sacerdotes. El más joven (Juan Minujín) oscila como péndulo, como lugar de desencuentro entre tantos cielos e infiernos como se puedan conjurar: las palabras o la Palabra, el vino o la sangre, la comida o la antropofagia, el alma o el cuerpo.
Las secuencias de inicio y desenlace de El cielo elegido son brillantes, crueles, demenciales. En lugar de tanta preocupación por qué significa qué cosa en la película de González, mejor sería atenerse a qué cuerdas o fibras sociales se tensan. Porque cuando se ve lo que se ve, no importa tanto qué es lo que le pasa al joven cura como sí la perturbación que emanan del rostro lacerado, de la carne muerta, del cuerpo cremado, del fuego, del sexo, del dinero. ¿Para qué saber quién hizo qué y por qué? Mejor quedarse con el ánimo intenso, con la preocupación no resuelta, con los secretos inconfesados. Por todo eso, El cielo elegido es notable. 

Entrevista con Víctor González: Un diálogo ensimismado en el abismo de El cielo elegido

Linterna mágica (23/05/2014)
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martes, 3 de junio de 2014

BK & Basta!


Un corazón no sólo lleno de boludeces


El fallecimiento de José María Beccaría es una sorpresa de dolor. Su mirada chispeante, las palabras a cuentagotas, la irreverencia. En él se cifra un capítulo de fundamento para la historia de la animación en la ciudad.

Por Leandro Arteaga

 Hay un vacío que no encontrará consuelo. Cuando la noticia comenzó a correr, a nadie se le podía pasar por la cabeza que el animador José María Beccaría, cuya salud se sabía afectada pero sin complicaciones mayores, fallecía. Sucedió el jueves pasado, en su pueblo natal de Arequito. BK & Basta! –así prefería llamarse– tenía 42 años, su talento seguirá inextinguible.
El vacío que deja es cierto. En él se cifra un capítulo entero dentro del cine animado de la región: parte motriz de la actual Escuela para Animadores, de la Cooperativa Animadores Rosario, y del envío televisivo Cabeza de Ratón. Habiendo cursado estudios en la Escuela Provincial de Cine y Televisión de Rosario, su quehacer ha sido profuso, de ello dan cuenta tales instancias.
Es por el empecinamiento de artistas como BK que se puede hablar de cine animado en la ciudad, es gracias a su tarea apasionada –la pasión, la vida, van de la mano; BK ha sido siempre animador, nunca nada diferente– que puede historizarse un recorrido. Porque en él hay síntesis de lo hecho, puede entonces seguir contándose lo por venir: es mucho lo que se le debe.
Al referir a BK uno debe mencionar –entre tantos nombres más, a los que este periodista pide disculpas– a Pablo Rodríguez Jáuregui, Diego Rolle, Esteban Tolj. Ellos cuatro, entre fusiones, amistades, diferencias, persistencias, son el núcleo más coherente que ha dado la tarea señera de Luis Bras, el padre de la animación en Rosario, refugiado entre sus alumnos en el taller-sótano de calle San Lorenzo 1453.
Como eco y homenaje, Tolj, Rolle y BK conformaron El Sótano Cartoons, un trío irreverente dado a la tarea de producir animación. Cortometrajes, videoclips, publicidades, hicieron allí nido creativo a la par de una distribución casera, que se valía del VHS como herramienta. Corría el año 2000, y las nuevas posibilidades tecnológicas impactaban de lleno en el cine animado. Durante esta trayectoria, Tolj/BK/Rolle ensayaron un abanico de delirios, con dos producciones –presentadas por Walt Disney y Martín Karadagián- que fragmentadamente todavía circulan por los entresijos de la web.
Pero lo de BK era todavía más. El mismo Jáuregui –hoy coordinador de la Escuela para Animadores– sabe referir, reiteradamente, que era en BK donde continuaba el legado auténtico de Bras. Es decir, así como el maestro pionero rayaba el celuloide y experimentaba con soluciones artesanales, inspiradas en el cine de Norman McLaren, BK hacía lo propio con películas de 35mm. que lavaba y pintaba, tal como lo demuestran Buscando el horizonte (1994), Vade retro (1995) y Créeme (1997).
A partir de allí, hay todo un mundo estético que el animador supo abrir, entre historietas y soluciones plásticas de intuición musical, aceitadas desde el compás por él mismo pergeñado con el sello Mamá nos pegaba. Todo esto desde un roce irreverente que ha sido constante. Porque todo trabajo de BK siempre fue personal, algo desaliñado, de furibunda ironía, así como conciente de sí, con una ridiculez asumida.
En este sentido, la reconocida decisión de BK de ser un border, un equilibrista a gusto, sumido en su silencio, le vuelve inolvidable. En él, el rótulo “independiente” –con el que hoy se adornan tantas producciones o cosas parecidas– ni siquiera era pensado. Él lo era porque no conocía, ni le interesaba, otra manera.
Quien escribe estas líneas recuerda una tarde en la Escuela para Animadores (Isla de los Inventos), donde le buscaba infructuosamente. Hasta que, como si de un aparecer invisibilizado se tratase, le llamó la atención una figura recortada contra una de las ventanas. Era BK, espiando –cual “rear window”– con su camarita fotográfica. ¿A quién, a qué? Presto, el animador descubierto se disculpó al mostrar la instantánea obtenida: un balconcito adornado de banderines.
Lo genial en BK era que, así como con los banderines, se trataba de eso pero de algo más. Atraía de manera graciosamente torva. En todo caso, sus producciones son testimonio de una mirada: esa lente que el artista tiene, con la que transforma todo lo que toca. Por ese talento, es que BK siempre tuvo algo de niño malvado. Nunca fue ingenuo, sino que disfrutaba en destilar, entre dibujos amenos, un ácido de alegría malsana.
 En La Señora Calabaza (1996), son los asesinatos de esta señora los que introducen al espectador en un delirante “mundo-calabaza”: mansión de telarañas, piscina, muertos, y bailarinas salidas de algún musical rotoso de la Metro. Mundo-calabaza que es, trompe l'oeil, Mundo-BK: lugar multiforme que conoce una de sus mejores galerías en la Familia Rivas, protagonista de Las aventuras del Osito que ve accidentes (1999), un hallazgo que se parece a todo y también a nada. El Osito no es más que uno de los integrantes de esta troupe, donde sobresale un Margarito Tereré que no es más que el disfraz de la mamá Jovita. Situaciones improbables se suceden hasta el momento final, donde la maldición de ver accidentes persigue al osito. No se trata de desenlaces siempre coherentes, por momentos el vuelo de BK lo llevaba a provocar situaciones más próximas al sentir surreal que a una explicación.
El BK más desatado encontró sus mejores vehículos en El club de los corazones sucios (1998) y Trulalá City (2001). La primera es “interpretada”, entre tantos más, por Albert Olmedo, Susan Giménez, una Heidi crecidita y los enanos de Blancanieves. Trampas, traiciones, persecuciones, que en el caso de Trulalá City sabrán sumar tanto a extraterrestres como a un músico muy parecido a Charly García. Entre uno y otro trabajo hay (algo parecido a la) nostalgia y mucha irreverencia, con muerte de Pichichus incluida, más su resurrección a manos de… ¡Trapito!
El cine de BK se desenvuelve desde una suerte de caos premeditado, con escenas casi inconexas, saltos de raccord, montaje paralelo, abundantes réplicas verbales, y el retro-sarcasmo como guía y compañía. Elementos que funcionan de manera fragmentada y perfecta en su Cartelera amera de espectáculos (2002), un disparate extraordinario, con los trailers más obvios por parecidos a los que usualmente dejan ver las pantallas comerciales.
De este mundo peculiar supo participar la misma guitarrista y cantante Gabriela Epumer, quien junto a la Familia Rivas protagonizara el video-clip de su tema Foxtrot (2000). Hay también un clip del remozado Sui-Generis y su canción Cuando te vayas, así como participaciones animadas con Fernando Kabusacki. De la relación con este músico se desprende el film colectivo The Planet (2001), donde BK aportó su mano maestra, así como lo hiciera en trabajos posteriores, entre los que sobresale Guía de Rosario Misteriosa (2009).
El programa televisivo Cabeza de Ratón es en donde más hubo de volcar sus últimos aportes, entre dibujos, música, voces. En una entrevista con este diario, el animador supo definir al programa “como una especie de parodia a los programas de cable, donde un grupo reducido hace todo. En Cabeza de Ratón, la misma gente que hace de público es la que hace de protagonista, de artista, de técnico.”
La Escuela para Animadores, que depende del Centro Audiovisual Rosario, le tuvo desde el inicio de sus actividades, en 2006. Al amparo de Pablo Rodríguez Jáuregui, BK ofició allí de manera pedagógica, en paralelo a la tarea de coordinación docente que el propio animador llevara adelante con los talleres del programa municipal Ceroveinticinco.
¿Un corazón lleno de boludeces? Sí, es el nombre de uno de los temas de Mamá nos pegaba. Seguramente, a BK le haya gustado ser recordado así o parecido, sin tanta solemnidad. Quienes lo conocieron lo llevarán pegado en el alma, con ese rostro de picardía en silencio, tan sospechosamente parecido al de Harpo Marx.
Es demasiado lo que se ha perdido con él. Ahora, seguramente esté aleteando y con el culo al aire, mirando lo que otros ignoran, planeando algún cortometraje con el que amenizar la abulia de un cielo sólo celeste. Es por gente como él que los colores se multiplican.