miércoles, 26 de marzo de 2014

The Grand Budapest Hotel (2014, Wes Anderson)


Habitaciones que cuentan historias
 
Un coro de voces y personajes se entrelazan en el exótico hotel Budapest. Morada de fantasmas, de recuerdos felices, de sinsabores vitales. Las correrías de un Ralph Fiennes a la altura de las circunstancias. Otra muestra del cine personal y fabulesco de Wes Anderson.

 
Por Leandro Arteaga 

Sumergirse en el hotel Budapest es varias posibilidades a la vez. Reservar habitación allí es elegir una melancolía exótica, localizada en algún relato brumoso, de esos que solían ser compañía de infancia. Su nombre resulta tan irresistible como increíble, así como la mención sola de Casablanca. ¿Dónde está este hotel?
Está y no está. Al este de Europa, en un país imaginario, donde tienen morada sus habitaciones añejas, ya vacías, con sólo algunos inquilinos fieles, perseverantes en el recuerdo que sus paredes guardan. Entre las cuales supo haber, hace un tiempo, alguien cuyo nombre parece esconder varios secretos: M. Gustave, el conserje.
Para llegar a él, antes y como corresponde, “érase una vez”. Un cementerio conserva un busto etiquetado de llaves que cuelgan, cada una, en busca de la misma cerradura. La llave que inicia la historia, la primera página del libro abierto, revive al escritor. La voz alterna y el narrador aparece, para llevar a quien lee a su recuerdo de hotel. Pero, antes que narrar, dice él, mejor es escuchar.
La historia dentro de la historia, así, aparece sola. Por mera, e invencible, intuición. El viaje en el tiempo, con el escritor ahora esbelto, es posible; hacia él, por fin, converge el relato. De boca de quien se dice es el dueño de este hotel decaído. La cena opípara como instancia placentera. A escuchar, por fin, cuál es el misterio de M. Gustave.
El cine de Wes Anderson ha construido un mundo personal, al que revisitar resulta inevitable. De alguna manera, algo así como una tríada se ha constituido entre Viaje a Darjeeling, Un reino bajo la luna y El gran hotel Budapest. La fuga hacia mundos que son variaciones de uno solo, cada vez más extenso, imaginario, en el mejor sentido de esta bendita palabra. Escapismo que no renuncia a su lugar de referencia. Un viaje alterado, sonámbulo, pletórico de seriedad infantil, de cariz siempre crítico.
Mucho se habla de la simetría en (todos) los encuadres del cine de Anderson. Antes debiera pensarse en su puesta en escena, en que tal entendimiento del plano deviene de su comprensión del cine, de carácter preeminente. El mundo organizado, equilibrado, de Anderson marca un límite difuso ante el humor. Tal es su cine, propenso a incomodar ante su mezcla de slapstick, casi, incongruente. Si todo está tan equilibrado, ¿cómo es posible que los personajes hagan y digan de formas tan ridículas? En este sentido, nada está librado a azar alguno. Todo es consecuencia de la observación cinematográfica del realizador. Como si fuese un libro de imágenes troqueladas, el film de Anderson no esconde el uso de ilustraciones o de animaciones para su recreación.
En esencia, El gran hotel Budapest es la historia entre Gustave (Ralph Fiennes) y Zero, el botones (Tony Revolori). Entre ellos se comunica el afecto de un legado, la experiencia de una vida. Hay encuentros y desencuentros, hasta que llegan los momentos de sinceridad, del porqué de la soledad familiar de Zero. Ahora bien, nada de lamentaciones sórdidas o momentos musicales funestos, sino cine marca Anderson. Lo extraordinario es que la emoción surge, intacta.
Tanto como lo supone la corrida repentina, atildada, de Gustave ante el arresto policial. O la mirada pícara entre ambos para hacerse con la pintura millonaria. Porque hay un robo, o algo así; pero mejor, mirar la película. También con cárcel y fuga de reclusos. Un cúmulo de situaciones que remedan géneros cinematográficos como ecos que devienen plastilina multicolor en la mano hábil de realizador. En este recorrido alucinado –de historias dentro de historias, décadas transitorias, paisajes cambiantes– se suceden personajes variados, que son hallazgos porque ocultan, hábilmente, los nombres famosos que les interpretan. Todos, menos Ralph Fiennes (brillante, notable), con un maquillaje preciso, que los extraña, que les aleja de la marquesina de publicidad que les dice ser estrellas de cine. Otra vez, bienvenida, la manipulación precisa del cine de Anderson.
Entre ellos, entre ellas, Tilda Swinton es quien mejor expone –porque esconde- el nudo del film. Rostro agrietado de años, con el temor de un final planeado, le comunica a Gustave sus sospechas para luego, en plano y contraplano “simétricos”, decirse “te amo”. Lejos de suponer que Gustave sea un cínico, que se beneficia de los placeres de estas damas entradas en años, el dolor le persigue. A partir de allí, la herencia anunciada, el robo sucedido, las persecuciones inevitables. Entre ellas, un tren comunica lugares y reitera momentos horribles: la guerra aletea como buitre, pero cualquiera sea la situación, nunca dudará Gustave en defender a su querido Zero.
Sea por el afecto, pero también porque en él continúa la razón de una sociedad secreta, de “llaves cruzadas”, que honran un legado y mantienen un rasgo de civilidad aún en momentos tan oscuros. Civilidad que no es simple, que habrá de cuestionarse a sí misma, que se sabrá equivocada allí donde se supone mejor, de cara a un botones. Por eso, cuando la situación ya no pueda tener sostén sensible, cuando algo así como nazis decidan ocupar las instalaciones del hotel –Saló, de Pasolini, asoma como marca-, el conserje no podrá menos que reaccionar como debe, de cara a un futuro que debe quedar en manos de Zero.
Él, justamente, es el narrador último porque también es el primero. O, mejor aún, la voz de Zero es la conjunción de las distintas voces, una polifonía que reconstruye, entre capas y capas, un mismo relato.
¿Dónde queda el hotel Budapest? Mejor será dejar de preguntarse, y animarse a visitar sus habitaciones de sueños viejos, para hurgar en busca de algún posible relato. En alguna de sus tramas, seguramente el que escuche quede enredado. Lo que hará que la historia vuelva a suceder mientras el hotel, como luz que titila, continúe su albergue renovado.

El gran hotel Budapest
(The Grand Budapest Hotel)
EE.UU./Alemania, 2014. Dirección: Wes Anderson. Guión: Wes Anderson, Hugo Guinness, inspirado en obras de Stefan Zweig. Fotografía: Robert Yeoman. Música: Alexandre Desplat. Montaje: Barney Pilling. Reparto: Ralph Fiennes, Tony Revolori, F. Murray Abraham, Mathieu Amalric, Adrien Brody, Willem Dafoe, Bill Murray, Edward Norton, Saoirse Ronan, Jason Schwartzman, Tilda Swinton, Tom Wilkinson, Owen Wilson. Duración: 100 minutos.
Salas: Monumental, Showcase, Village.
9 (nueve) puntos

El pasado (Le passé, 2013, Asghar Farhadi)


La fragancia del recuerdo



Por Leandro Arteaga

Con El pasado se produce una réplica inevitable con La separación (2011), anterior film del iraní Asghar Farhadi. Nuevamente la problemática de pareja, ahora desde el nexo y desunión entre París e Irán, entre Marie (Bérénice Bejo) y Ahmad (Ali Mosaffa). Ella le solicita venir para el divorcio. Le hospeda en su casa –no le reserva habitación de hotel-, donde Ahmad descubre la nueva pareja –e hijo putativo- de Marie, junto a un tiempo que ha transcurrido y alterado la convivencia entre ella y su hija mayor.
Ese lapso sucedido, hiato desde el cual el film elige iniciar y eclipsar, esconde demasiado. No sólo entre ellos, sino también desde lo supuesto entre Marie y su nuevo prometido, Samir (Tahar Rahim, mismo actor de la formidable Un profeta). Lo que se antoja como demasiado complejo, entre tantos personajes, historias compartidas y desunidas, entre hijos cuyos padres y madres oscilan, de a poco sintetiza en algo mucho más profundo, que rebotará una y otra vez en lo sucedido, en lo pasado.
Cada una de las acciones, en cualquiera de los personajes, permite su contradicción. Marie aloja absurdamente a su ex en su casa, las peleas tiñen en risas de melancolía, los amores encontrados no pueden jactarse de auténticos, los padres y madres cambiantes tampoco. Si cada uno de ellos queda atrapado en una espiral sin fin, entre todos ofrecerán imágenes de referencia mutua, interdependientes. Marie entre Samir y Ahmad, tironeada. Pero también Samir entre Marie y su esposa, en coma, luego de un intento de suicidio.
Cada una de las piezas esconde subtramas, todas tan importantes porque ninguno de los detalles es, por pequeño, menor, sino decisivo sobre lo que sucedió y, sobre todo, habrá posiblemente de ocurrir. Ahmad se encuentra en una telaraña mucho más compleja que la solución supuesta por el trámite de divorcio. Ningún papel termina definitivamente con nada. Y él, de todos modos, tampoco renunciará a pasar unos pocos días en una casa donde supiera vivir, donde ahora mora otro.
Será padre de quien no lo es. Será pareja de quien ya no lo es. Será confidente y consejero. Y cuando sea momento tal vez oportuno de abrir un poquito aquel pasado, mejor cerrar la posibilidad, dejarlo allí. Como si fuese asunto concluido, mientras todo demuestra lo contrario. En este sentido, el desenlace que el film elige es notable. De ninguna manera debe leérselo como nota literal sino, antes bien, como nota poética.
El gesto último del film no es tanto lo que muestra, es lo que sugiere. El perfume de una fragancia puede ser más fuerte que cualquier otro remedio. Puede sanar pero, aludida la contradicción, también enfermar. El recuerdo, justamente, es también un perfume. El pasado, una tenaza.

El pasado
(Le passé)
Francia/Italia, 2013. Dirección: Asghar Farhadi. Guión: Asghar Farhadi, Massoumeh Lahidji. Fotografía: Mahmoud Kalari. Montaje: Juliette Welfling. Música: Evgueni Galperine, Youli Galperine. Reparto: Bérénice Bejo, Tahar Rahim, Ali Mosaffa, Pauline Burlet, Elyes Aguis, Jeanne Jestin, Sabrina Ouazani. Duración: 130 minutos.
Sala: Cines del Centro.
8 (ocho) puntos

miércoles, 19 de marzo de 2014

Inside Llewyn Davis (2013, Joel & Ethan Coen)


El cine como borde de precipicio


Por Leandro Arteaga

 Balada de un hombre común tiene nexos con muchos films previos de sus realizadores. Si eso es posible, lo es porque ya hay un universo tramado, autoral. Volver allí es rasgo de distinción, que el espectador celebra. En este sentido, el último film de los hermanos Joel & Ethan Coen (Gran Premio del Jurado en Cannes) reincide en la poética del personaje solitario, extrañado. Cuya relación con los demás expresa, en tanto carácter alterado, una visión de mundo.
En este sentido, Llewyn Davis (Oscar Isaac) lidia con lo que sucede así como lo hacían Jeffrey Lebowski (Jeff Bridges en El gran Lebowski) y Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones en Sin lugar para los débiles). Entre ellos, el espíritu de Barton Fink (John Turturro) irradia, inserto en una decisión de vida, entre el escribir o no escribir, entre su literatura y el guión para Hollywood.
De mismo modo, Llewyn Davis atraviesa un camino que vuelve sobre sí. La semejanza con la pesadilla, con el sueño que toca fondo, hace que el tiempo se suspenda. Por eso, los Coen pueden trasladarse al pasado, a la Nueva York de inicios de los ’60, y quedarse allí cuanto deseen, con el folk como lugar vaivén entre la herencia musical y Elvis Presley en el ejército. No será tanto la posibilidad de que Llewyn sea escuchado y aceptado comercialmente lo que incide en el film, mientras que sí el trazo que surge del lugar nodal, único, instancia de un cambio de mundo, que el músico asume.
Es decir, en este cantor que insiste y se golpea se cifra una sensación de época, pero también de no lugar. Es un contexto delimitable, si bien podría ser cualquier otro. Así como en Barton Fink. Más allá del momento histórico preciso, lo que asoma –trastocadamente cada vez más– es la mirada de un Llewyn Davis que persiste. No interesa responder por qué, sino mucho más sentir su desvarío, su perplejidad, su empecinamiento.
Cuando suceden estas impresiones, el cine de los Coen se toca a sí mismo. Cuando las canciones que atraviesan la película se vuelven momentos de claridad dentro del whirlpool propuesto. Es comprensible que Llewyn Davis no sepa cuánto tiempo ha pasado entre un día y otro. Lo que importa, quizás, sea lograr cada una de las canciones que se le escuchan. Hundirse con ellas y sentir que algo anida allí, cuando lo que apenas se toca se hace inasible.
Que haya productores malsanos, que las canciones sean bastardeadas, que exista manipulación comercial, que las relaciones de pareja no son fáciles, que Bob Dylan esté (o parezca estar), que el folk sea o no comercial, todo ello es apenas pátina con la que revestir una sensación de angustia bella. El rostro, cuerpo y voz, del actor principal, Oscar Isaac, la asumen. Sólo así es posible escucharle cantar tal como lo hace, desde el espíritu coincidente de la musa que el film profesa -Dave Van Ronk-, para emocionalmente alterar lo que se entiende por mundo.

Balada de un hombre común
(Inside Llewyn Davis)
EE.UU./Reino Unido/Francia, 2013. Dirección y guión: Ethan Coen, Joel Coen. Fotografía: Bruno Delbonnel. Montaje: Ethan Coen, Joel Coen. Reparto: Oscar Isaac, Carey Mulligan, Justin Timberlake, Ethan Phillips, Robin Bartlett, Adam Driver, Jeanine Serralles, John Goodman, Murray Abraham. Duración: 104 minutos.
Sala: Showcase.
9 (nueve) puntos

Errata (2013, Iván Vescovo)


La dama de los puntos suspensivos


Por Leandro Arteaga
 
No debiera importar demasiado el qué sino, antes bien, el cómo. Porque allí cuando Errata (se) explica, se desmorona. Comprensión argumental que acude en beneficio de una claridad sin falta, que da cuenta de la imposibilidad de sostener el desafío primero. Por ejemplo, los falsos raccords entre Alma (Guadalupe Docampo) y Ulises (Nicolás Woller) son sutiles; para luego alcanzar un rango explícito, subrayado de materia onírica. Que culminará por hacer despertar al personaje.
Antes de llegar a tal instancia, el film de Iván Vescovo urde una trama de paranoia: Alma es la dama fantasma, aparecida de una casualidad que la lleva, invariablemente, a desaparecer. Se cuelan personajes y situaciones al filo de lo verosímil, entre el aula de Letras y la librería, donde mora paciente una primera edición de El jardín de senderos que se bifurcan. El título del libro explicita tanto como el plano que lo detalla. Son esos momentos, cada vez más pronunciados, los que culminarán por hacer de Errata una película entendible, de trama criminal resuelta.
Por eso, antes que saber quién hizo qué, mejor prorrogar la cordura frágil de Ulises, la belleza lábil de Alma: cuando ella se desdoble, no será tanto un guiño hitchcockiano sino un forzamiento formal paradójico: ya no habrá paranoia, sino suspensión forzada de la incredulidad. Lo corroborará el comportamiento del propio Ulises. Será momento de comenzar a reunir los cabos sueltos, de reiterar lo sucedido para entenderlo.
Vale decir, Errata se desdice cuando se busca en el diccionario, cuando dice qué significa su título y cómo encastra entre buscadores de libros, amores perdidos, casualidades mentidas. Algunos momentos, gestos, son voluntariamente forzados. Sea desde la actuación, como así también desde la elección fotográfica.
En este sentido, el blanco y negro le acerca al espíritu del cine negro, como así también a otras damas de la noche, fatales, inasibles: Rebecca y Vertigo en Hitchcock, La dama fantasma de Siodmak, La mujer del cuadro de Lang. Con ellas comparte una filiación, que sabe sobre todo cómo sostener –a pesar de tanta explicación- la belleza última de Guadalupe Docampo. Los puntos suspensivos del film, le corresponden sólo a ella.

Errata
(Argentina, 2013)
Dirección: Iván Vescovo. Guión: Fernando Regueira, Iván Vescovo. Fotografía: Emiliano Cativa. Música: Bauer. Montaje: Sebastián Mega Díaz. Reparto: Nicolás Woller, Guadalupe Docampo, Claudio Tolcachir, Arturo Goetz, Vanesa González, Federico D'Elía, Boy Olmi y Martín Piroyansky. Duración: 76 minutos
Sala: Cine El Cairo
5 (cinco) puntos

La guayaba (2012, Maximiliano González)


Cuando el mundo desaparece


Por Leandro Arteaga

El sabor de la guayaba es inolvidable. Tiene gusto a recuerdo de infancia. ¿Dónde conseguir guayabas que no se haya llevado el tiempo? Quizás éste sea uno de los móviles que guarda el mismo realizador, Maximiliano González, oriundo de Puerto Iguazú, a la vez que de afectos cercanos a Rosario, donde cursara sus estudios de cine.
En el fruto se intuye un vínculo de afecto, también de desarraigo. A Florencia (Nadia Ayelén Giménez) la guayaba se le deshace entre las estrellas que solía compartir con su hermano pequeño, durante las noches límpidas, en las afueras de Puerto Iguazú. Un ritual que soñaba mañanas, promesas. Ahora dibujadas en el techo de un cuarto putrefacto, donde sus 17 años reiteran otro ritual, el de su cuerpo vejado, ultrajado, víctima de la trata de personas.
El film de González se introduce en este otro mundo que no se sitúa en confines exóticos, sino apenas a kilómetros de donde se dormía, vivía, quería. Una propuesta de trabajo que no era, el convencimiento de una familia humilde, la desaparición del mundo tal como se lo conocía. Situación que La guayaba expone desde el cruce de un umbral, la transición hacia el otro lado del espejo, una frontera que se atraviesa para no volver atrás, en donde los ánimos cambian, los rostros se enrarecen, la violencia aparece.
Si las noches eran idílicas, asociadas con el silencio de los sueños, ahora se convierten en una sola e interminable. Paredes adentro –entre chicas de suertes similares, víctimas todas de un entorno hediondo–, de a poquito se le dibuja a Florencia el rostro de su nueva casa, con sus cancerberos e inquilinos. Lo que a ella se le borra de una vez y para siempre es la sonrisa. Hasta que un accidente automovilístico sucede, y un rostro le queda grabado mientras curiosea. No sólo a ella.
El relato de La guayaba se asume, por momentos, desde un cuidado que casi atenta con el verosímil construido. Frases y réplica de diálogos que aparecen sin nexo con el entorno, dichas para el espectador. Que subrayan lo que la situación ya expone, donde el rostro de Florencia suele ser suficiente.
Destaca Marilú Marini, capaz de internalizar un umbral que espeja, dispuesta a confundir a unos y otras desde una ambigüedad asumida, encarnado un límite que enhebra lo que sucede con lo ya vivido. No es la única, también está allí el “Oso” (Lorenzo Quinteros), cuyos conocimientos médicos han sido útiles en épocas pasadas, con torturas parecidas. Ahora dedicado a anestesiar y drogar niñas. Entre los dos hay miradas, y alguna exclamación que dice mucho sin necesidad de aclarar. Allí se cifra lo terrible del asunto. Y aún cuando Florencia pueda recuperar su vida arrebatada, la sonrisa le queda como un recuerdo ido.

La guayaba
Argentina, 2012
Guion y Dirección: Maximiliano González. Fotografía: Alejandro Pereyra. Montaje: Alberto Ponce. Música: Raúl Barboza, Osvaldo Aguilar. Reparto: Lorenzo Quinteros, Marilú Marini, Nadia Ayelén Giménez, Raúl Calandra, Bárbara Peters, Álvaro Sacramento, Gabriela Litch, Tamara Garzón. Duración: 87 minutos.
6 (seis) puntos

Dallas Buyers Club (2013, Jean-Marc Vallée)


En verdad, es una película que más recuerdo y menos me fascina. Cada vez menos. Pero, en fin, la crítica hecha es la crítica hecha.

Correcta pero fascinante

 
Por Leandro Arteaga
 
El inicio de El club de los desahuciados es convenientemente incómodo, así como síntesis: sobre negro, los gemidos prefiguran lo que luego se revela (apenas) distinto. Lo que parece ser un lamento es de placer. Sexo y enfermedad. Una instancia se resuelve en la otra. Mientras, la bandera estadounidense, a caballo en el rodeo.
Establecido el ámbito, su personaje, la enfermedad, el film de Jean-Marc Vallée fluye “fácilmente”, como si no le costara atravesar el periplo que le espera. En verdad, de facilismo hay poco, mientras su construcción se vale de cámara en mano, elipsis, pocos personajes, sonido diegético. Todo esto, también, revestido por una claridad argumental que se sostiene desde: “basada en hechos reales”, didactismo médico, qué es AZT, qué no es AZT, cómo funciona el sistema de salud, cuáles impedimentos, Rock Hudson y la “peste rosa”, etc.
Inevitablemente, un film como éste debe situar a sus espectadores, aún cuando lo haga de manera reiterativa o desde la explicación o desde la confrontación entre personajes estereotipados: lo son tanto los médicos como el mismo protagonista, el Ron Woodroof de Matthew McConaughey, cuyo VIH le lleva a la conformación del club de drogas, con cuota mensual y provisión de medicamentos que el Estado no permite. En este sentido, la dupla conformada por un homófobo texano y un socio transexual (Jared Leto) es irresistible.
De todos modos, el planteo fílmico de El club de los desahuciados vale en varios sentidos. Por actualizar el debate sobre la enfermedad y su manipulación farmacológica, por el nivel de compromiso físico asumido por McConaughey en su caracterización: no se trata solamente de lograr una delgadez cinematográficamente extrema, sino de sobrevivir a un estrago físico similar. Hay sinceridad en la tarea del actor, algo que la cámara captura así como el montaje narrativamente compone. No es oportunismo ni nada parecido. Que sea un papel atinado para el Oscar y sus circunstancias, no le quita mérito alguno. Quizás sea al revés.
Otro tanto significa la labor de Jared Leto. Alguna vez será un transexual de verdad quien componga un papel similar. (Al menos en Hollywood; el cine de John Waters no sólo ha hecho esto, sino muchísimo más). Mientras tanto, no puede achacársele al actor el papel que sobrelleva: apropiado en lo suyo, contraparte justa para el dueto que compone junto a Woodroof.
En rasgos generales, el film es correcto, redentor, justiciero: el desenlace borra un poco el gusto amargo, hace de su personaje un héroe. De hecho, la caracterización de McConaughey es arrolladora. La película es él, su proeza. Cuánto de todo lo expuesto ha sido verdaderamente así, no es lo que importa. La cuestión es cómo organizarlo dramáticamente, desde las convenciones del cine estadounidense. La película, entonces, funciona. Dentro de todo, para bien.

Dallas Buyers Club: El club de los desahuciados
(Dallas Buyers Club)
(EE.UU., 2013). Dirección: Jean-Marc Vallée. Guión: Craig Borten, Melisa Wallack. Fotografía: Yves Bélanger. Montaje: Martin Pensa, Jean-Marc Vallée. Reparto: Matthew McConaughey, Jennifer Garner, Jared Leto, Denis O'Hare, Steve Zahn, Michael O'Neill, Dallas Roberts, Griffin Dunne. Duración: 117 minutos.
7 (siete) puntos

sábado, 1 de marzo de 2014

Nebraska (2013, Alexander Payne)


El encanto de perderse en un film

 
Por Leandro Arteaga

Desde lo inmediato, hay un recuerdo de cine que en Nebraska este cronista revive: las ganas de que la película no termine. Otro tanto sucedía con Entre copas, del mismo Alexander Payne. En aquel caso, Paul Giamatti era uno de los motivos. Aquí pasa otro tanto con Bruce Dern. No por ser exclusivamente admirables –de hecho, lo son–, sino por aparecer como el eje perfecto de sus películas.
Nebraska, esencialmente, es una historia de padre e hijo. Hay un millón de dólares que Woody (Dern) insiste haber ganado. Para ello, hay un viaje a realizar al que uno de sus hijos, David (Will Forte), finalmente accede. No es ningún millón de dólares, sólo un anuncio de publicidad tramposa. Pero Woody está algo perdido, y no hay modo de hacerle entender lo contrario. Le complementa una esposa de ceño fruncido, voz chillona, temperamento desatado (June Squibb), quien le recrimina lo loco y viejo que está. El viaje a Nebraska, entonces, como túnel del tiempo.
Porque antes de llegar, será menester atravesar el pueblo de toda la vida, con sus amistades y amores pretéritos. Un reencuentro del que no se sabe hasta qué punto Woody es conciente –tan ambigua, brillante, es la caracterización de Bruce Dern–, mientras quien descubre el pasado, así como a su propio padre, es David. Algo similar ocurría, dado el caso, en ese otro viaje de vida –narrada desde la voz amorosa de Albert Finney– que es El gran pez, de Tim Burton.
Entre el silencio obcecado de Woody y el parloteo de su esposa se cifra algo complejo, sólo posible de ser alcanzado en este periplo de reencuentro, en este intento –para David– de develación. Porque, ¿cómo puede ser que estén juntos? “A mí me gusta coger, ella es católica”. Ése es el cálculo y justificación que el propio Woody hace de su historial como padre, de su cantidad de hijos. David, atónito. Pero nada es lo que parece, porque hay algo muchísimo más enorme, que la caricia sobre el cabello despatarrado de Woody ella profesa.
En medio de todo esto, Woody aparece como luminaria devuelta a su ciudad, a pesar suyo, incapaz de ocultar el premio que le aguarda. Y despierta, así, las intenciones peores, a veces mejores, de quienes le rodean.  Su silencio inmaculado, de pocas palabras, enaltece una dignidad que la película se ocupará –como sólo el cine puede– de validar.
Nebraska está filmada en blanco y negro, con lo cual recuerda que la elección del color debiera ser siempre estética. No hay modo de pensarla diferente. Con sus planos encontrados en el azar, entre fachadas, árboles, graneros, rutas, bares. Dan ganas de estar allí y de irse de allí. La apacibilidad figurada no es necesariamente atractiva, finalmente develada como ciénaga donde quienes quedan, parece, gustan de chapotear.

Nebraska
(EE.UU., 2012)
Dirección: Alexander Payne. Guión: Bob Nelson. Fotografía: Phedon Papamichael. Música: Mark Orton. Montaje: Kevin Tent. Reparto: Bruce Dern, Will Forte, June Squibb, Bob Odenkirk, Stacy Keach, Mary Louise Wilson. Duración: 114 minutos.
Salas: Showcase.
9 (nueve) puntos

Álex de la Iglesia: ¿Eternauta?


Del desborde a la armonía documental


De un estilo distinguible, donde proliferan los personajes estrafalarios, Álex de la Iglesia tiñe de incorrección todo lo que toca. Un universo de locos, un mundo de cine, que traza una obra personal. Entre medio, también la figura de un futbolista. Pero en manos de un director que, de fútbol, nada.

Por Leandro Arteaga
Cruz del Sur, 26/02/2014
 
Palabras más o menos, ¿qué tiene que ver Lionel Messi con la filmografía de Álex de la Iglesia? “Te respondo con total franqueza, esto es un encargo que me ofrece una productora maravillosa como Mediapro, y me da la oportunidad de desarrollar un documental, algo absolutamente ajeno al cine que hago habitualmente” responde Álex de la Iglesia a este cronista, luego de ser declarado Visitante Distinguido de Rosario. “Desde luego, como la hago yo tendrá, digamos, ‘una impronta’, pero no hay una intención a ese nivel, no quiero mancharla con mis manías.”
Al espiar –en rodaje– el travelling compuesto por el grupo familiar, con el eje en la figura del niño Messi, caminando por calle Estado de Israel, todos mirándole, con cara risueña de futuro… bien debiera recordarse que se trata del mismo director de Mirindas asesinas (1991), cuyo cine es, por lo menos, antítesis de tanta “armonía”.
Si de “manías” se trata, mejor destacar el amor confeso del realizador por el cine de géneros. Terror, humor negro, suspense, western (spaghetti), policial, con la dosis justa como para ser indefectiblemente obra de autor. En este sentido, el español tiene una puesta en escena que le distingue, que le hace discernible. Ése es un merito mayor, más allá de cuánto gusten sus películas.
Ahora bien, lo también cierto es que suelen gustar, y sostener diálogos profundos con su contexto. Acción mutante (1993) es, por eso, una suerte de manifiesto. Los feos al poder o, mejor aún, quiénes se creen los ricos y bonitos. ¡A por ellos! Con una dosis de ciencia ficción de pacotilla que es perfecta, por esencial con el asunto del film y sus actos terroristas. En este sentido, la incorrección política aparece como aspecto de relieve, que el realizador continuará –con mayor o menor suerte– en su filmografía. Una de sus cumbres, grotesca, la significa el crucifijo gigante que se desploma durante El día de la bestia (1995). Allí, Santiago Segura interpretaba a un satanista (¡José María!) que de música sabía aunque de anticristos poco y nada, en procura de ayudar al cura en la piel de Álex Angulo (el Tubular Killer de Mirindas, también en Acción mutante).
Es decir, el Álex de la Iglesia más disfrutable es al que se le salta la cadena. Capaz de mantener un ritmo perfecto, de dosis gore gradual, hasta ya no poder reprimirse. No se trata de una recurrencia dada por el no saber cómo dar desenlace –algunos comentarios sobre su obra han apuntado en esta dirección–, sino todo lo contario: ésta es marca de fundamento en su puesta en escena. Así, vale relacionar los tramos finales de Muertos de risa (1999), 800 balas (2002), Crimen ferpecto (2004), Balada triste de trompeta (2010). Variaciones de una misma búsqueda, donde el arribo al desborde es liberación de un corsé casi autoimpuesto.
Lo predicho ya lo expone Mirindas asesinas: el rostro loco, de nervios caídos, de Saturnino García, luego de asistir a la matanza del bar, luego de haber salvado de milagro su vida. Rostro que tiende un puente con el de Carlos Areces sobre el final de Balada triste de trompeta. Se ha atravesado una situación límite para llegar hasta allí. Si los personajes están quebrados, lo están tanto como el mundo que les rodea. En este sentido, ¿cuántas películas españolas han retratado a la Guerra Civil y al Generalísimo Franco con el desparpajo de Balada triste? Allí también, otra cruz gigante –entre muchas, muchas más– revienta.
Cuando el desparpajo queda en entredicho es, por oposición, cuando poco se disfruta. Desde este criterio, pueden encontrar analogía Perdita Durango (1997) y Los crímenes de Oxford (2008). La primera esboza un desprejuicio que finalmente no sostiene, y la segunda se muestra contenida, prolija: igualmente, habrá de celebrarse el plano secuencia con el que enhebra el aquí y ahora de todos los protagonistas, al momento del crimen. Un trabajo de relojería.
Como rasgo general, apreciable, puede señalarse que De la Iglesia no necesita bajadas de línea, le basta el artificio de los géneros cinematográficos. Hereda, así, una tradición feliz, en la que el cine español tuvo una de sus válvulas de escape. Por ejemplo, a través del terror, desde la tarea ejemplar de realizadores como Chicho Ibáñez Serrador, a quien el cineasta admira.
A propósito, la puesta al día del éxito televisivo de I. Serrador, Historias para no dormir, lo contó entre sus directores con la notable La habitación del niño (2006); mientras que la reciente La chispa de la vida (2011), dice De la Iglesia concebirla como parte de una tríada, compuesta por los capítulos televisivos El asfalto (1966, I. Serrador) –donde Narciso Ibáñez Menta se hundía ante la vista curiosa de los peatones– y La cabina (1972, Antonio Mercero) –con temática similar, pero con José Luis López Vázquez atrapado en una cabina telefónica–. Referencias cruzadas, en última instancia, con Cadenas de roca (Ace in the Hole, 1951) de Billy Wilder; es decir: una mirada cáustica sobre el mundo mediático pero, acá el acento incómodo, desde el acuerdo tácito por parte de sus víctimas. Esto, a recordar, en plena crisis española.
Su último film, Las brujas de Zugarramurdi (2013), le muestra en estado de gracia, feliz, pleno de cine; pocas veces pudo una película mostrarse tan misógina y ser tan celebrada (ocho premios Goya). Será porque le distingue la incorrección que tanto se le admira, acá de nuevo en ebullición paulatina, finalmente desquiciada.
De su documental sobre Messi no se sabe ni el título. ¿Qué tiene que ver Messi con su cine?, pensaba este cronista –conciente de su remera– antes de hablar con el cineasta admirado. “Maravillosa y suculenta camiseta de El eternauta”, alabó Álex de la Iglesia. Y luego: “Una de las razones por las que siempre he querido conocer Argentina es por (Héctor) Oesterheld. Llevo muchos años intentando hacer esa película.”
Ahora sí. El cierre de nota promete. Estaría bueno.