jueves, 20 de febrero de 2014

Álex de la Iglesia, crónica breve


Las brujas y la pelota de fútbol

El documental sobre Lionel Messi prosigue su rodaje. La parafernalia del cine en una callecita de barrio. Álex de la Iglesia, sus personajes estrafalarios, el fútbol de la calle.


Por Leandro Arteaga
Lionel Messi no podría haber nacido en una intersección de calles mejor. Al menos, cinematográficamente. El cruce entre Estado de Israel y 1º de mayo produce una curvita adorable. Seguramente, el paso del tiempo le haya modificado bastante, pero este tramo guarda encanto de barrio. Y si no, que los encargados de arte se ocupen. Para ello, nadie mejor: Marcelo Pont (Director de Arte de El secreto de sus ojos) está al mando, integrante del rodaje por expreso pedido del realizador: Álex de la Iglesia.
El cineasta español, de negro y con el rostro de Ben Grimm pegado a su remera, monitorea todo el tiempo, momentáneamente sumergido en algún estado de letargo. Las horas suelen ser elásticas o rápidas en un rodaje, a la vez que inversamente proporcionales a los pocos minutos –a veces sólo segundos- que demanda cada plano. El cine es un trabajo exhaustivo de coordinación técnica y emocional. De todos modos, al español se le ve tranquilo, hasta que por fin, exclama: “¡Vale! ¡A rodar!”
Antes de la acción, algunos ítems.
Resulta que sobre la calle Estado de Israel hay una pintada enorme con el escudo de Rosario Central. Se resuelve pintar sobre la vereda opuesta otro cartelón pero con la leyenda “Newell’s”. Los colores de los principales clubes quedan enfrentados. Un hallazgo permitido por un involuntario decorador futbolero.
La casa de los Messi es objeto de cuidado intensivo. Lo que importa es que convenga al verosímil. Se lustra y encera la madera de sus ventanas. Se simulan imperfecciones en las paredes a la vez que se recrean otras. El mismo Pont toma la esponja con cera y colabora en la concreción de sus directivas.
Los vecinos van y vienen. “¿Y vos quién sos?” Otro caso: se abre una puerta de pasillo, sale el hombre con el mate, el termo (de Boca) y la silla. (“¡Bien! ¡Pasó algo pasó!” recuerda el cronista como expresión feliz en alguna tira de Calé). El padre y dos hijos, con sus camisetas de Ñuls y sonrientes, se acercan a ver qué es lo que están haciendo con su ídolo. Como no podía ser de otra manera, hay pibitos que juegan a la pelota, bien al lado del rodaje. Dos señoras en una moto quieren ingresar por la calle ocupada, no pueden, y vociferan varias palabrotas como bendición al grupo de trabajo. Éstas, seguramente, algunas de las brujas que el realizador retratara en su última película.
A propósito, ¿qué será de este Messi en película? ¿Congeniará con la parafernalia del cine de De la Iglesia? ¿Será otro de sus personajes desaforados? Interrogantes bienvenidos, ya que se trata de un gran realizador, ya que se trata de un deportista de relieve internacional. Pero acá, sea documental o ficción, de lo que se habla es de cine. ¿Messi filmado por De la Iglesia? La curiosidad persiste.
De vuelta a la “acción”. En el monitor aparece, túnel del tiempo mediante, la familia Messi. Padre, madre, hermanos, recreados para la cámara. Leo, bien niño, en el centro del cuadro, llevando una bicicleta, vestido con los colores de Ñuls. El padre le habla, fascinado, arriesgando una mirada de futuro. La palabra “gol” se repite. De la Iglesia pide “¡corte!” y aclara, “es a Leo a quien tienes que mirar, sólo a Leo”.
Está claro, Leo es el centro del encuadre porque es el eje del relato. Todo pasa por él. El travelling es preciso, con detalles en primer plano (una columna, una pareja que se cruza) que logran una profundidad de campo más bella, mientras el grupo familiar camina la misma calle de todos los días pero, ahora sí, con la certeza de saber cómo va a terminar la historia.
Finalmente, De la Iglesia está satisfecho con la toma, despega la nariz del monitor. Alguien diría que se come las imágenes, lo que sería no sólo apropiado, sino condición necesaria a todo director de cine. Todavía le esperan largas horas de rodaje, en otras locaciones. Una de ellas en un cementerio, a través de una anécdota de niñez, en donde el pequeño Lionel visita la tumba de su abuelo.
Hoy a las 20, el cineasta español será declarado Visitante Distinguido de la ciudad. Su vuelta a España está prevista para el día de mañana. 

miércoles, 19 de febrero de 2014

RoboCop (2014, José Padilha)


Policía de pocas ironías

 
Por Leandro Arteaga
 
Desde el vamos, hay algo que este RoboCop asume mejor que Tropas de Elite: el modelo narrativo. En aquel film, su realizador –el brasileño José Padilha- se adentraba a través de un grupo de tareas parapolicial en territorio de favelas. Un periplo sórdido, de violencia terrible, que no terminaba por sensibilizar sobre el descalabro cruel que retrataba. Es decir, un film que se valía de artimañas verosímiles en el cine estadounidense, en donde la acción puede ser móvil de aventuras y, cuando es buen cine, lugar reflexivo. Por eso, su Robocop es más adecuada.
En tanto remake, la virtud de la puesta al día de Padilha está en el diálogo que establece con muchas de las alertas presentes en el film original (1987), de Paul Verhoeven. Se habla de drones así como de una inminente –el “futuro” del film es bien inmediato- vigilancia robótica urbana. Lo notable es cómo lo expuesto guarda diferencias mínimas con el acontecer actual, con cámaras de vigilancia ciudadana, cuyas imágenes digitales son fuente de datos primordial para el accionar de este nuevo poli-robot, muy semejante a Juez Dredd, el otro poli-juez –también norteamericano- de la historieta inglesa.
Este RoboCop anuda varias cuestiones ligadas al crimen y castigo: gobierno, policía, empresas. El más importante de estos actores: los medios. Con un showman/periodista  que es síntesis perfecta de tantos. Que sea negro (Samuel Jackson) no deja de ser un guiño irónico a los tiempos de Obama. Peor aún cuando lo que exprese sea la mirada más reaccionaria.
Pero en este entramado hay una intención que culmina por ser didáctica. Algo de ello, vaya a saberse, tendrá que ver con su calificación atenuada –mayores de 13 años–, lo que obligaría, por un lado, a un ejercicio de violencia contenido y, por otro, a explicar en demasía de lo que se habla. Mientras Verhoeven fuera tan visceral –nada explicativo- como para provocar escándalos todavía presentes.
La violencia del film es, por momentos, de hipnosis. Aceleración digital, precisión de tiro, luz estroboscópica, tomas subjetivas, muertes por cantidad. Si son máquinas o humanos poco importa; es éste otro de los aciertos del film, al tocar una fibra sensible a estos tiempos, donde la diversión de algunos video-juegos consiste en disparar a cuerpos –soldados, zombies, lo que sea- a los que prolongar su agonía.
Hay algunos buenos momentos. En particular, el consistente en el atentado al policía con la bomba en el automóvil, a la puerta de la casa familiar. Reminiscente del de Glenn Ford en Los sobornados (1953), de Fritz Lang. En ambos casos, antihéroes que deberán hacer un camino propio para sortear la corrupción inserta en la misma policía. Algo noir, en última instancia, anida en este nuevo RoboCop. De todos modos, mientras Lang destrozaba –para siempre el modelo de familia feliz, a RoboCop le espera alguna especie de redención donde, pese a ser un puñado de órganos, reunirse otra vez con su hijo. ¡Y su esposa! 

RoboCop
(EE.UU., 2014)
Dirección: José Padilha. Guión: Joshua Zetumer. Fotografía: Lula Carvalho. Música: Pedro Bromfman. Montaje: Peter McNulty, Daniel Rezende. Intérpretes: Joel Kinnaman, Gary Oldman, Michael Keaton, Abbie Cornish, Jackie Earle Haley. Duración: 108 minutos.
Salas: Monumental, Showcase, Sunstar, Village.
6 (seis) puntos

miércoles, 12 de febrero de 2014

12 años de esclavitud (2013, Steve McQueen)


Mucho más que una película de esclavos

Algo más turbio que la historia que retrata es lo que se respira en 12 años de esclavitud. Un mismo malestar ya presente en los títulos previos del realizador. Lograr momentos límite, casi insoportables, como manera de caer en lo insondable.


Por Leandro Arteaga
Rosario/12, 10/02/2014 

 Seguramente, 12 años de esclavitud deba lidiar con la mirada torva que sus nominaciones al Oscar (nueve) concitan. A su vez, inevitable, con la corrección política que caracteriza al premio. Ni qué decir de la incidencia directa de la Casa Blanca: Michelle Obama fue la encargada de entregar el Oscar 2013 a Argo, de Ben Affleck. El panorama de Hollywood nunca fue tan pobre. Si 12 años de esclavitud gana su premio, poco interesa al autor de esta nota. El Oscar es irrelevante desde hace tiempo, tanto como hoy lo es Hollywood.
Más interesa pensar por dónde pasan las preocupaciones de su realizador, el inglés Steve McQueen, cuyos films previos permiten completar una mirada autoral: Hunger (2008), Shame (2011). Los dos con protagónicos insustituibles de Michael Fassbender; en el primer caso, desde la caracterización de Bobby Sands, integrante del IRA fallecido en la prisión de Maze, a partir de una huelga de hambre; en el segundo, a través de una de las mejores caracterizaciones que el último cine ha dado sobre la alienación en la gran ciudad (con Carey Mulligan interpretando la versión más triste de “New York, New York”).
Ambos, un tour de force que sumerge al espectador en una dolencia aparentemente física. Es decir, McQueen propone momentos explícitos, a veces terribles, donde los cuerpos culminan por llegar al límite. Una vez allí, la percepción ya es otra, se arriba a algo distingo, casi sonámbulo, de dolencia espiritual. No porque ésta aparezca una vez alcanzado este umbral, sino porque es allí cuando finalmente puede percibirse que el drama ha sido siempre esencial, profundo. El dolor, por eso, como calvario. Cuya exposición no es laudatoria, sino de denuncia; esto es: el mecanismo del dolor como justificación que la sociedad encuentra para sí, ritualizado de maneras simbólicas y religiosas. El cine, otra de estas expresiones, acusa recibo y plasma la violencia física. Pero el cometido es otro.
Lo predicho replica en 12 años de esclavitud, film que no sólo vuelve sobre tales temáticas, sino que encuentra su móvil en otro personaje cierto: Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor), ciudadano del estado de Nueva York que fuera secuestrado y vendido a plantaciones sureñas, años antes de la Guerra Civil. Más allá del relato histórico, sintetizable en una sinopsis, lo que inquieta del film es la manera a través de la cual encuentra allí su fundamento. Y lo que expone no es ninguna lección de manual –algo que, de todas maneras, fácilmente podría también extraerse y reprochársele al film- sino un descenso hacia la oscuridad, hacia lo bajo, amparada en la direccionalidad misma que la relación norte-sur señala. Abismarse, en una palabra. Y tratar de encontrar, antes que una respuesta, la pregunta: ¿la violencia es evitable?
Por ello, además de ser un film sobre el esclavismo, 12 años de esclavitud es una película que refiere preocupaciones temáticas, distinguibles en su director. Allí es donde importa la propuesta, preocupada por algo mucho más profundo, que culmina por exceder el tema que retrata: cuando se alcanzan los momentos límite, cuando ya no queda por ver más que la carne desgarrada por el látigo. Imagen que el film expone y que podría confundirse con gratuidad, pero nada de esto hay en la película sino, antes bien, una confluencia de situaciones, de posibilidades de montaje, que obligan al paso último. Luego de ello, ya no habrá más que ver porque, de lo contrario, no sólo habría gratuidad sino también obscenidad. En este sentido, fue curiosa la animadversión que, en su momento, provocara el desnudo frontal de Fassbender en Shame, cuando el film sucedía, precisamente, de manera vasta –nunca particular-, con conciencia de su totalidad, de su montaje.
En el caso de 12 años de esclavitud se asiste a un despojo progresivo, de movimiento alternado. Progresivo en el sentido del ir dejando atrás lo que ya no es (libertad, ciudad, familia, vivienda, afecto, música), alternado en cuanto a la imbricación narrativa que del montaje resulta: Solomon inicia a los ojos del espectador como esclavo y no como hombre libre. Éste no es un detalle menor, sino una decisión: la postal de los negros esclavizados –Solomon entre ellos, el espectador lo reconocerá luego-, con la voz del hombre blanco como sonido primero. Así comienza el film, luego habrá tiempo para desandar lo visto y explicar cómo se llegó hasta allí. Lo que implica un desafío: el grupo de esclavos –de negros amontonados- no escandaliza, así como a nadie interesa distinguir sus rostros. La película, entonces, es una propuesta compleja.
Ahora bien, allí cuando ya no se pueda retratar lo que subyace entre tanto desprecio, lectura bíblica, sistema económico, guerra incipiente, aparecen las palabras. Quizás algo evidentes, pero suficientes: el cruel amo de la plantación (Fassbender) –punto último en una escalada que incluye a otros, más o menos benévolos, pero todos engranajes concientes de un sistema perverso- culmina por azotar a su esclava dilecta, mientras Solomon le reprocha el pecado cometido. La respuesta de Fassbender es perfecta: nada de pecado, “con mi propiedad puedo hacer lo que quiera”.

12 años de esclavitud
(12 Years a Slave)
EE.UU./Reino Unido, 2013. Dirección: Steve McQueen. Guion: John Ridley, basado en el libro de Solomon Northup. Fotografía: Sean Bobbitt. Montaje: Joe Walker. Música: Hans Zimmer. Reparto: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Benedict Cumberbatch, Paul Giamatti, Paul Dano, Lupita Nyong'o, Sarah Paulson, Brad Pitt. Duración: 134 minutos.
Salas: Monumental, Showcase, Sunstar, Village.
8 (ocho) puntos

Esto no es un film (2011, Jafar Panahi)


El cine a pesar de todo


Por Leandro Arteaga
Como consecuencia del arresto domiciliario que el realizador iraní Jafar Panahi debió cumplir, en vistas a una condena mayor, con una prohibición de no filmar más durante veinte años, aparece esta pequeña obra maestra de 2011. Que hoy Panahi esté libre es un motivo de festejo que replica en la oportunidad que ofrece El Cairo Cine Público, la de poder acercarse a uno de sus últimos y polémicos films.
Panahi puede ser, con justicia, comparado con esa otra artista extraordinaria que es Marjane Satrapi, cuya historieta Persépolis –también llevada al cine animado por su mano hábil- es mirada interior hecha explosión, entre infancia y adultez, entre exilios y la historia de un país que es mucho más que la inmediatez epidérmica de los medios de comunicación. Se lo señala porque Esto no es un film expone no sólo la situación de prohibición, las ganas de filmar irrenunciables, sino también un propósito discursivo que enuncia mucho más que un pedido de ayuda –el film llegó clandestinamente a Cannes, Persépolis obtuvo ediciones europeas y estadounidense, vuelto bestseller-. Ambos artistas apelan a la grandeza de un país caído en manos autoritarias, con un fanatismo religioso que amenaza con descomponer cualquier atisbo racional.
 Si Satrapi puede realizar Persépolis desde el exilio, Panahi hace su cine desde el encierro. Por eso el título, pero también la evocación a Magritte, dúctil a su vez de vincular con la novela-experimento de David Markson: Esto no es una novela (2001, editada por La Bestia Equilátera). Lo visto no es lo que parece y sin embargo sí. De manera tal que a no confundir lo dicho por Panahi mientras tribula, descansa, conversa con su amigo el realizador Mojtaba Mirtahmasb. Hay un fuera de campo que se dibuja desde los rostros, los gestos, que traen quienes ingresan al departamento de Panahi, o los llamados telefónicos con voces más allá de las paredes. Son las que traen noticias sobre el resultado de la apelación de Panahi, cuyas novedades son recibidas por el cineasta mientras la cámara registra.
Registro hecho, justamente, desde recursos hogareños, cercanos, inmediatos. Lo que expone la ventaja extraordinaria que las nuevas tecnologías han aportado al discurso audiovisual, a la vez que ratifica el saber necesario para un lenguaje articulado. Esto no es un film es pura puesta en escena. Hay conciencia de cine. Ni qué decir cuando lo que se dramatiza es el guión de la película que no podrá filmarse, entre cintas de papel en el suelo –que dibujan un escenario imaginado, así como hiciera Lars von Trier en Dogville-, mientras se evocan líneas de diálogo nunca dichas por los intérpretes elegidos. En síntesis, es una lección de cine, hecha cine.
Sobre el desenlace habrá un atisbo del afuera, a partir de la visita del encargado de la basura del edificio. Un pequeño viaje descendente, en el ascensor, hacia un exterior esbozado entre los fuegos de artificio del año nuevo iraní. Toda una ironía, genial, encontrada allí, delante de la cámara. Lo que importa, por eso, es saber cómo filmar. La película es pequeña y a la vez enorme. Admirable.

Esto no es un film
(In film Nist)
Irán, 2011. Dirección: Jafar Panahi, Mojtaba Mirtahmasb. Guión: Jafar Panahi. Montaje: Jafar Panahi. Reparto: Jafar Panahi. Duración: 75 minutos
Sala: El Cairo
10 (diez) puntos

Escándalo americano (American Hustle, 2013, David Russell)


Sólo cuando la mentira causa daño
 

Por Leandro Arteaga

La sobrevalorada El lado luminoso de la vida hacía temer suerte fílmica con su director, David O. Russell. Aquella película pendular, que oscilaba entre una mirada lúgubre para derivar en comedia de situaciones con piezas de fácil encastre, podría ser vista a la distancia como manera de amalgamar un cariz ácido con intención de película para toda edad. Nadie sale afectado luego de un film semejante. Pero con Escándalo americano no pasa lo mismo. La comedia, o cierto grotesco, la atraviesa de inicio a fin, y si bien puede lánguidamente evocar el film previo, lo que hace es agudizar una propuesta.
El inicio mismo es lugar de síntesis para el derrotero a seguir, con la cabeza calva de Christian Bale, con un pelo diligentemente distribuido. La calvicie disimulada dará pie a una sucesión escalonada de disfraces. Nadie nunca será lo que diga ser, en una trama que, más allá de la referencia verídica que la articula, es puesta en escena sobre lo aparente, sobre lo falso, sobre lo cierto.
Bale (brillante, mejor que nunca, también muy gordo) es aquí un timador de poca monta, o por lo menos de fraudes calculados. Sabe hasta dónde puede llegar. Encuentra, como pareja dúctil en la faena, a la bella Sidney (Amy Adams). La elección es también bifurcación mayor. Si Irving (Bale) tiene una esposa loca (Jennifer Lawrence), la pregunta por lo que esconde no sólo cabrá a Sidney, sino que adquirirá ramificaciones con la aparición de Richie (Bradley Cooper), un agente del FBI que está, cuanto menos, también loco.
El nudo aparece desde la intención de Richie de hacerse con las habilidades de la pareja engatusadora. Utilizarles para pescar peces gordos, cada vez más gordos. Lo que establecerá un juego de gato y ratón donde, cuidado, a no confiar nunca en nadie. Entre ellos, aparecerá el rey del tablero, el alcalde (Jeremy Renner), también con un look capilar que es más que un símbolo de época, la de los ‘70. Es que el pelo hace de las suyas en esta película, en donde el mismo “afro” es simulado por el agente federal, quien pretende saber bailar como Travolta en Fiebre de sábado por la noche.
Lo que se entreteje es una trama de engaños, sin intención de trampear tontamente al espectador, sino en hacerlo partícipe de algo que va más allá del juego de simulaciones, y que tiene que ver con una manera de entender las relaciones, afectivas o políticas, lo mismo da. Lo curioso es cómo se perfilan justificaciones morales, alianzas de palabra, pactos sinceros, cuando la base que da cimiento refiere precisamente a su opuesto.
Escándalo americano se detiene en esa línea difusa, nunca demasiado clara, como lazo que parece, de una u otra manera, necesario. El problema es cuando la mentira afecta, si provoca algún daño, mientras esto no suceda nadie tiene por qué –ni tampoco desear- desocultar lo que es. Cuando ello sucede, los gestos de comedia se desvanecen.

Escándalo americano
(American Hustle)
EE.UU., 2013. Dirección: David O. Russell. Guión: Eric Warren, David O. Russell. Fotografía: Linus Sandgren. Montaje: Alan Baumgarten, Jay Cassidy, Crispin Struthers. Reparto: Christian Bale, Amy Adams, Bradley Cooper, Jennifer Lawrence, Jeremy Renner, Louis C.K., Jack Huston, Michael Peña. Duración: 138 minutos.
8 (ocho) puntos