sábado, 7 de septiembre de 2013

Cine de Ripstein en el FLVR20


Arturo Ripstein: melodrama y desgarro

La posibilidad de exhibir algunas de las películas de Arturo Ripstein, así como de contar con la presencia de Paz Alicia Garciadiego, hacen de la 20ª edición del Festival Latinoamericano de Video y Artes Audiovisuales un acontecimiento todavía mayor. Una celebración de cine en la figura y obra de uno de sus más destacados realizadores.

Por Leandro Arteaga
Publicado en el Diario del
Festival Latinoamericano de Video y Artes Audiovisuales 2013

Sumergirse en el cine de Arturo Ripstein es abrigarse de un abismo conocido. Porque hay algo que se palpa sensiblemente. Que cala hondo en alguna fibra íntima. Reconocible en gestos al pasar o desde el decir casual. Palabras, miradas, cuerpos en celo, en vilo. Tan profundo es, por eso, su misterio, lleno de una sencillez sabida donde lo insondable espera. Puede ser el horror. Puede ser el amor. Ambos.
Se presagia angustia y ésta aparece. Cuando lo hace, surge una sabiduría que es conciencia fílmica. ¿Cómo se logra? No puede explicarse, sí sentirse. Seguramente tenga que ver con las astucias del relato, con sus enigmas. Allí donde, se decía, el espectador se sumerge, en la historia que se le dice, que se le cuenta. En la fábula que es mundo de hadas de verbena, de ferias con luces roídas y casas de citas. Mundo de espacios amablemente sórdidos, por donde deambulan personajes en pena, ahogados de amores, acosados por fantasmas familiares, buscando la promesa de un más allá que esté por acá.
Melodramas que acosan el alma, con la imposibilidad como consumación empecinada. El llanto en carne viva; entre gritos, muchos gritos. Tantos como para no soportarlos. Con la necesidad de hablarlos, sin consuelo. Es el destino, es la vida, se les escucha lamentar. Concientes, a veces, de que será lo que debe ser. Pero otras veces, también, como mandatos siniestros.
La familia, en este sentido, como núcleo del funcionar social, que abraza en su santidad, que tiñe de malestar, que circunda porque se protege a sí misma, inmaculada como se sabe. Con un panteón de estatuitas a las que ofrecerse, a las que dar regalías, sacrificios. La unión sacramental como dogma que atender, que inculcar; a los hijos, eso sí, de manera distinta que a las hijas. Ellos, esperanza salvadora, razón de ser de lo demás. Ellas, en tanto, trabajadoras de la casa, oportunismo sexual del macho, prostitutas como mamá.
Pero también la mujer como desgarro existencial. Como grito que se anuda hacia dentro. Y cuando logra salir para afuera, aunque sea apenas, un sismo de alerta toma precauciones rápidas. Al grito se lo calla y, a veces, la vida misma se va en él.

Cuatro películas

La obra de Arturo Ripstein (Ciudad de México, 1943) se extiende de manera enorme. Tan grande es su cine. Desde el western mexicano Tiempo de morir (1966) hasta la reciente Las razones del corazón (2011). Su filmografía supera los treinta títulos, hay cortometrajes y largometrajes, repartidos entre ficción y documental. Así como trabajos televisivos numerosos.
Con el alma primera en Luis Buñuel –“A los quince años, después de ver Nazarín, tuve un ataque de Buñuel que me decidió a ser director”[1]-, Ripstein aparece como nombre progresivamente destacado dentro de la nueva generación cinematográfica de su país. A lo largo de sus películas, habrá de tejer lazos –entre guiones y transposiciones– con el trabajo, entre otros, de Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Manuel Puig, Elena Garro, Rafael Solana, Luis Spota, Silvina Ocampo.
A partir de El imperio de la fortuna (1986) el nombre de la guionista Paz Alicia Garciadiego será indisociable del cine –y de la vida– del realizador. Más de diez películas juntos, con la compañía de premios internacionales a una persistencia creadora que se sostiene de manera inagotable, sensible, bella.
El Festival Latinoamericano de Video y Artes Audiovisuales ofrece cuatro de los títulos del cineasta mexicano, como parte de una celebración que encuentra en Arturo Ripstein uno de sus mejores motivos de festejo.
Se proyectará en pantalla una de las piezas claves dentro de la consolidación de Ripstein como cineasta de relieve. Se trata de El lugar sin límites (1978), a partir de la novela de José Donoso, con colaboración en guión de Manuel Puig. Considerada una de las mejores películas mexicanas de todos los tiempos, El lugar sin límites nos ofrece la sensualidad descarnada de Manuela (el excepcional Roberto Cobo), víctima masculina de sus ganas femeninas, así como de la atracción y confusión que provoca. El escenario es un prostíbulo de pueblo, entre guirnaldas y mucha tierra, colores chillones y sonrisas que se vuelven muecas. La Manuela es toda vida, pero también fusible donde hacer estallar la ruindad. Entre la gracia y el ridículo, ella se ofrece, capaz como es de hacer torcer la burla en ánimos de deseo. Conciente como es de saberse a merced de los pecados ajenos.
El imperio de la fortuna (1986) –inicio de la colaboración con Paz Alicia Garciadiego– aborda la nouvelle El gallo de oro, de Juan Rulfo[2]. El derrotero de Pinzón (Ernesto Gómez Cruz) comienza cuando coincidentemente –insistentemente– muere su madre y renace el gallo. Detrás del dinero de la riña parte entonces el pregonero de pueblo. Oportunidades mayores aparecen, a la par de una mujer fatal que es cancionera de feria, seducción que no se borra, amenaza de amuleto (Blanca Guerra). Un juego de reveses o de fortunas altera los lugares sociales, presagia también malos tiempos. Mientras tanto, un ciclo se cumple porque otro nace.
Con Profundo carmesí (1996) –función apertura de este Festival– Ripstein y Garciadiego obtienen uno de sus títulos más celebrados. Inspirado en los asesinatos de los “corazones solitarios” de los años ’40 en manos de Martha Beck y Ray Fernández, el film les reformula bajo los personajes de Coral Fabre (Regina Orozco) y Nicolás Estrella (Daniel Giménez Cacho). Ella, enfermera voluminosa que reza a estampitas de Charles Boyer; él, con disimulo de peluquín y acento de caballero español, atisba en busca de viudas y solteronas. Los dos, pareja grotesca de amor apasionado, encuentran al crimen como consecuencia o sin querer. En una rueda que girará hasta morderse la propia cola.
El recorrido Ripstein se completa con Las razones del corazón (2011), inspirada libremente en Madame Bovary, de Flaubert. Así como con Maupassant en La mujer del puerto (1991) o con Eurípides en Así es la vida… (2000), Garciadiego y Ripstein inscriben un recuerdo de cine en donde lo que prima es una puesta en escena que se condiga, justamente, con la obra propia. La cámara de Ripstein –sus largos planos-secuencia, signos de puntuación que le refieren estéticamente– atraviesa el vientre de un edificio tras los pasos desfasados de Emilia (Arcelia Ramírez). Escaleras que separan pisos, pero quizás también acerquen lo que parece ya un imposible, tal la distancia entre quien ama y quien ya no. Hay puertas que guardan miradas. Amenazas de un embargo. Zapatos comprados con amor de esclava. Sexo furtivo que no es nada. Amor caído que lo es todo. Y un dolor en forma de grito que ya no puede soportarse.
Dueño de una mirada autoral, capaz de indagar en lo más profundo, desde la entrega afectiva que significa contar historias, Arturo Ripstein es cine encarnado, alguien en quien –se presume– no podría distinguirse al cine de la vida.
Tanto es lo que se le admira.



[1] Arturo Ripstein habla de su cine con Emilio García Riera, Universidad de Guadalajara, 1988, p. 17.
[2] Llevada al cine también en otras tres oportunidades: El gallo de oro (1964, Roberto Gavaldón), El despojo (1960, Antonio Reynoso), La fórmula secreta (1965, Rubén Gámez).

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