domingo, 31 de marzo de 2013

Game of Thrones antes de la Temporada 3


La mano del Rey

La saga de George R. R. Martin se convirtió en un éxito en números de audiencia televisiva y en cantidad de libros vendidos. Pero más allá del furor que despiertan sus aventuras constituye un desafío de juego intelectual, de referencias históricas cruzadas, de indagación en la condición humana. Además, tanto en el libro como en la serie, el entretenimiento está garantizado.


Por Leandro Arteaga

I.
A grandes temas, grandes personajes. Encarnaciones mayúsculas para dilemas mayúsculos. Así entendía Orson Welles a los reyes de Shakespeare y de igual modo, diremos, a los suyos propios. Teatro, Cine, Literatura. Y Televisión.
No se trata de situar analogías equivalentes. Pero es cierto que Game of Thrones, serie éxito de HBO, apunta por lugares de raigambre similar. Hay un espíritu u olor podrido que atraviesa tales instancias. Su autor literario se llama George R. R. Martin (Bayonne, New Jersey, 1948), de extensa carrera, productor televisivo, y con una espada que cuelga sobre sí respecto de la continuidad misma de Canción de hielo y fuego: serie de siete libros iniciada en 1996 sobre la que Game of Thrones descansa. El quinto título –Danza de dragones- salió de imprenta recién a mediados del año pasado.
No se trata de libros “pequeños”, sino de verdaderos bloques que oscilan entre las 700 y –tal es el caso de Danza de dragones– las mil páginas. Pareciera que, entre tanto revés del destino como el que sufren y procuran en aras del poder sus personajes, hay y habrá mucho de papel escrito por parte de G. R. R. Martin. Mientras, y según el propio autor, todo surgió a partir de una imagen inconexa, sin antes, sin después: cachorros de lobo huérfanos. A partir de allí, lo demás.
Y lo demás fue creciendo de manera gradual, entre lectores y escritor, junto a un mapa de fantasía/hechicería medieval cada vez más delineado, así como enrevesado y convulso. Tal es lo que supone la pugna constante entre los Siete Reinos de Westeros, suerte de no-lugar cercano a la vez que lejano de confines literarios similares como la Tierra Media de El Señor de los Anillos o la Era Hiboria de Conan el Cimmerio. “Creo que toda la fantasía moderna deriva de Tolkien”, dice Martin. “Ha sido imitado e imitado e imitado, y muchos de esos imitadores lo entendieron mal. Toman elementos de sus libros y eliminan los aspectos que los hacen interesantes. En mi opinión, terminan por producir trabajos muy inferiores.” (1)
El seguimiento de culto que los libros de Tolkien tuvieran –con los hippies como lectores de privilegio– despertó también en Canción de hielo y fuego. En el caso del primero, el film animado de Ralph Bakshi (1978) sumó colores lisérgicos e imaginería de cómic, hasta la aplanadora supuesta por las tres películas de Peter Jackson, cuya masividad y merchandising terminaron por dejar atrás aquel subterfugio inicial entre lectores y libros.
Las novelas de George R. R. Martin, en este sentido, son causal de una relación desigual, donde la masividad televisiva ha supuesto un aliciente mayor. Canción de hielo y fuego es a Game of Thrones tanto como esta última es a la primera. Entre uno y otro ámbito se ha establecido un ida y vuelta de continuará repartido, retroalimentado. Un juego semántico, de referencias cruzadas entre lector y espectador. Un diálogo estético –en suma– entre imágenes audiovisuales y literarias.
Y el resultado es feliz.


II.
Un repaso por algunas de las series mejores de la pantalla norteamericana arroja títulos como Los Soprano, Six Feet Under, Mad Men, Boardwalk Empire, Luck, y más. Todas de HBO. En otras palabras, la televisión toma hoy el relevo y da cuenta de una calidad que el cine estadounidense ya no tiene. Perdido en boberías teenagers, embriagado de artificios digitales, el cine ha perdido terreno o, por lo menos, hubo de olvidar aquel sabio rasgo por el que la televisión viene en su rescate: la artesanía narradora.
No se trata de señalar, como habitualmente ocurre, a la “virtud narradora” como definitoria del cine norteamericano, sino que, en todo caso, ésta se deduce de una comprensión particular sobre el montaje cinematográfico. (Este consejo nos lo da Deleuze, y viene bien aprehenderlo). A partir de allí, el storytelling característico. Vértigo narrativo que conjuga situaciones paralelas, que desordena y reordena. Simultaneidad narrativa que Game of Thrones traza de forma megalómana.
¿Cuántas historias? ¿Cuántos personajes? ¿Cuántos nudos argumentales? Muchas, muchos, y muchos. Más un cauce final que es el que tan preocupado tiene a los fans del escritor, dada la ausencia virtual de los dos últimos libros. Y en otras palabras, y ya como rasgo general: ¿Quién no se ha dejado seducir por el maremágnum narrativo que la mayoría de las series actuales propone? ¿Y las ganas latentes que el “continuará” provoca?
“Continuará” cuyas raíces –folletín, historietas, serials cinematográficos- encarna en las series y de manera justa con el público. El semana a semana procrea una familiaridad hogareña, de sapiencia puntual, de seguimiento incondicional. La inmediatez de Internet viene ahora a oficiar de otra manera en el asunto. Foros de discusión, blogs, debates sin fin, bravucones sin nombre. Nada mejor como parámetro del interés automático que las tecnologías permiten entrever. Si los antaño lectores corrían, literalmente, a recibir los nuevos capítulos del ingenio de Dickens, son ahora las correrías virtuales de la descarga digital las que ofician de modo simétrico (más de tres millones por episodio). Los personajes, en tanto, viven un tiempo que construyen a lo largo de sus capítulos así como los telespectadores en su día a día. Unos devienen con otros.
Término de temporada y, entonces, desespero de meses. ¿Cómo vivir sin saber qué habrá de ocurrir a los héroes?
¿Héroes? ¿En Game of Thrones? Sí. Héroes.


III.
Westeros permite una evocación histórica lo necesariamente difusa como para re-crear un mundo añejo, pretérito, casi parecido a un tiempo ido, de historia asible e inasible. También con la promesa de algún dragón al vuelo, visión a su vez mítica de este mundo de reinos en pugna.
En este sentido, Canción de hielo y fuego se encuentra cercana al espíritu de Michael Moorcock en Gloriana (de 1978, editada recientemente por Edhasa). Allí, el escritor inglés recrea una Inglaterra que es y no es la de Isabel I. Un clima ambiguo rodea a la reina, blanca como la luz, de sed sexual triste. Las paredes de Albión, reino de Gloriana, guardan secretos que, por olvidados, justifican su corona. Westeros, entonces y casi, como ese arrojarse al pozo de podredumbre, con un sustento de ecos lejanos que remiten a la Guerra de las Rosas, influencia histórica declarada por el mismo G. R. R. Martin. Con piezas de ajedrez en tensión constante. Más una gran muralla que se intuye como final de tablero, custodiada por guardianes y por relatos de nodrizas.
Cada género narrativo –y dejemos a un breve costado la hermandad y dicotomía entre géneros cinematográficos y televisivos– contiene un cúmulo de reglas y de lugares comunes. Las series los han abordado a todos y, al hacerlo, provocaron recreaciones felices (agreguemos, sin orden, Fringe, Deadwood, Boss, Breaking Bad, The Walking Dead, etc., con puntos sísmicos previos en Twin Peaks, X-Files, Lost). Game of Thrones, también, en esta lista grande de grandes títulos. “Creo que en su uso actual, la fantasía épica aparece como un rótulo con el que editores y librerías distinguen un producto que nosotros escribimos: historias con castillos, espadas y, algunas veces, con duendes y enanos; bueno, en mi caso con sólo un enano”, dice Martin. (2)
El “enano” es Tyrion Lannister (Peter Dinklage), quien consciente de su “diferencia” busca maneras que le permitan, así como Hobbes lo entendiera en su Leviatán, suplirla. Lee para adelantarse a los hechos, afila su lengua para las buenas réplicas. Como si fuese el alma de los reinos todos, hundidos como están en un pantano cada vez más movedizo, Tyrion parece atisbar algo más sobre lo que nadie sabe. Nadie tan bueno, nadie tan malo, o todos muy malos. Como señalara Willa Paskin en Salon.com: “Tyrion es el más cínico y manipulador, está mejor preparado para sobrevivir. Es la clase de personaje que la audiencia celebra dentro de la serie.”
El clan Stark como contracara de los Lannister, con el bueno de Sean Bean a la cabeza, llamado a ser la “Mano del Rey”. Lobos y leones. Con hijos de uno y de otro lado y por todos lados. Alianzas y traiciones en aras de una perpetuidad carente de escrúpulo. Todos héroes de un relato oscuro por raído, caído. Héroes que son ángeles sin alas, que chapotean en un barro de ciénaga colectiva. Más un rey, monarca de King’s Landing (Mark Addy), que revienta de ostracismo, de vino y de jabalíes.
La estela de fuego dice de la vuelta de los dragones. Las osamentas gigantes los recuerdan. Huesos que hablan desde un casi olvido. Pero que también descansan en la promesa de tres huevos. Daenerys Targaryen (Emilia Clarke) espera el vuelo del dragón adulto, lista para adueñarse del aire. Y esto, sólo una parte de la profusa caracterología que todo Game of Thrones dispara, con muchas apariciones repentinas, sin otra presentación que el conocimiento previo de los personajes. Una más: el niño y sus diez años de amamantamiento materno: ella, sobre el trono, altiva, ¡y en tetas!
A propósito de bebidas, en Game of Thrones, que se sepa, nadie bebe agua. Sólo cerveza, vinos. Jamón, mucho animal muerto, algunos manjares, abundan en mesas y en orgías de ingredientes bestiales, muy sexuales. Las escenas más calientes de la serie escapan a la tontería purista de la que se ha contagiado el cine. Y aún cuando los rostros y cuerpos vistos se adecuen a un prisma de belleza actual, la ilusión rápidamente se rompe en función de un poder corroído. Coitos simulados, vejaciones, manipulación, falsa sumisión. E incestos.
Entonces, y por fin, si el inicio mismo de Game of Thrones descansa en el descubrimiento de este último aspecto, motivo suficiente para una muerte que no es y para las sospechas que siempre han estado, ¿qué más decir de lo que a partir de allí deviene?
Una tercera temporada está en marcha. Faltan dos libros más. Y el invierno promete ser todavía peor.
Qué bello.


(1) “'Game of Thrones' Exclusive! George R.R. Martin Talks Season Two, 'The Winds of Winter,' and Real-World Influences for 'A Song of Ice and Fire'”, por Josh Roberts (01/04/2012), en http://www.smartertravel.com/

lunes, 25 de marzo de 2013

El árbol de la muralla (2012, Tomás Lipgot)


La construcción de la memoria


Por Leandro Arteaga

Una de las muchas ilustraciones de las que se compone el imperdible MetaMaus, de Art Spiegelman (sobre su historieta maestra, la única capaz –según Serge Daney- de hacer lo que ninguna película logró: retratar el horror), se titula “El pasado se cierne sobre el futuro”. Una litografía donde padre e hijo ratones –convención gráfica para emular los judíos- juegan en el living, con un muñeco de Mickey Mouse, trencito, televisor, mientras un gatito descansa sobre el sillón y unas sombras enormes de ratones ahorcados son proyectadas sobre la pared de fondo.
La transición generacional, histórica, es admirable. El pasado en las espaldas. Y el porvenir entre trencito y gatito (guiño gráfico a la convención animal que toca a los alemanes en Maus, amén de lo que significa el tren). En el medio, un padre que cuida a la hija e hilvana una historia porque, necesariamente, lega. Dolor compartido y, de nuevo, Maus como obra extraordinaria al respecto.
La cita viene a cuento porque, casualmente, el libro referido es reciente y coincide con el estreno en Rosario de El árbol de la muralla. Entre sus páginas y la película de Tomás Lipgot se enhebra un sentimiento afín, de sensibilidad compartida. Si para Spiegelman el móvil serán las memorias de Vladek, su padre; para Lipgot el vínculo estará en Jack Fuchs, otro padre: ambos, sobrevivientes de Auschwitz. También porque en esa imagen que media –entre las sombras de muerte y la hija- hay una responsabilidad que se cifra en el acto de contar. Decir para cuidar a quien viene después, como testigo de una memoria que habrá de volver a decirse.
Podrían destacarse momentos donde, justamente, el decir de Fuchs más impacta. Ninguno como su “ahora puedo morir”, luego de sobrevivir a Auschwitz. Ahora puedo morir porque ahora tengo una vida donde, porque de eso se trata, morir. Hay una condición humana recuperada. Y si bien todo esto es consecuencia del pensamiento y predisposición de palabra de Jack Fuchs –vida plena, de 88 años- también lo es desde la organización audiovisual de Lipgot, lo que es decir, desde la puesta en escena de la película.
En este sentido, Fuchs es inevitablemente personaje de Lipgot, y Lipgot sabe muy bien quién es Fuchs porque la sensibilidad permanece, se respeta, se escucha. Hay diálogos, hay momentos cotidianos, hay situaciones de humor, hay animaciones: allí donde lo referido no puede ser mostrado porque ¿cuál sería la imagen, cuál la palabra, que puedan apresar el horror? (Curiosamente, la elección del dibujo devuelve esta nota a la historieta que Maus es. También con dosis de humor, también con la complejidad suficiente como para dejar de lado los lugares comunes y la corrección política.)
El árbol de la muralla es una construcción sobre la memoria. Lo ha señalado el director a este diario. Y se comprueba porque basta con ser lo que la película pide: espectador. Mirar y escuchar. Luego decir sobre lo visto y oído. Así siempre.

El árbol de la muralla
Argentina, 2012. Dirección y guión: Tomás Lipgot. Investigación: Eva Puente. Montaje: Leandro Tolchinsky. Dibujos: Nahuel Ferreyra. Director de animación: Pablo Calculli. Duración: 75 minutos.
Salas: Arteón, El Cairo.
8 (ocho) puntos

domingo, 24 de marzo de 2013

Alejandro Grimson: Mitomanías: Entrevista


Ideas instaladas como verdad


Patria, nacionalismo, racismo, peronismo, algunos de los muchos mitos del libro de Alejandro Grimson. La búsqueda de raíces en una sociedad binaria. “Ensanchar el espacio de la crítica para poder avanzar en una politización del debate” señala.

Por Leandro Arteaga

“No hay sociedades ni culturas sin mitos, pero no todas las culturas están repletas de mitomanías. Tenemos mitos muy importantes o conocidos, como el de Evita o San Martín, eso es una cosa, pero otra son las mitomanías, pequeñas cápsulas que surgen en un momento histórico y que perviven en el sentido común como certezas indiscutibles. Creo que hay que desarmarlas, que son bombas de tiempo que nos van a explotar en cualquier momento” explica Alejandro Grimson a Rosario/12, horas antes a su presentación de Mitomanías argentinas. Cómo hablamos de nosotros mismos (Siglo Veintiuno) en el Espacio Cultural Universitario, invitado por la Facultad de Ciencia Política y RR.II. de la UNR.
Doctor en Antropología por la Universidad de Brasilia, investigador del CONICET, Decano del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín, Grimson ha escrito diversos libros vinculados a la construcción de la identidad política y cultural. Mitomanías argentinas indaga de manera didáctica, amena, con el fin de ahondar en la complejidad de apariencia simple que el uso de la palabra cotidiana guarda. También como instancia primera hacia el debate al que invita en www.mitomanias.com.ar, donde los lectores pueden aportar sus propios mitos.
“Lo que llamo Mitolandia no está integrada por esos grandes mitos argentinos –continúa Grimson- sino por esos obstáculos del lenguaje argentino. Necesitamos construir un país con menos mitomanías o sin mitomanías, desarmando esa jaula cultural que es Mitolandia, donde entramos por un laberinto que siempre nos lleva a los mismos lugares.”

-De manera general, puedo decir que tu libro propone una lectura de lo social. ¿Cómo lográs distanciarte de un objeto de estudio del que sos parte?
-El antropólogo tradicional iba a una isla de la que no sabía nada y trataba de aprender una lengua que no le era propia, y pasaba mucho tiempo haciendo eso para después poder entender cómo pensaba y vivía esa gente; yo hago más o menos lo contrario: en mi mundo, argentino, tomo distancia de mi lengua, a la que no sólo conozco sino que la tengo incorporada como sentido común y como segunda naturaleza. El movimiento que pretende ser Mitomanías es el de invitar al lector a tomar también distancia de las formas en las que hablamos, pero en las que hablamos de nosotros, los argentinos. Ese movimiento implica distanciarnos de ese sentido común para pensarnos críticamente, en el sentido de ¿de dónde salió la idea de que la Argentina es un enclave europeo?, ¿de dónde que estamos destinados o deberíamos ser Europa? Lo mismo con la idea de que todo tiempo pasado fue mejor, de que hay una nueva inmigración de los países limítrofes, o de que el único estúpido que paga impuestos soy yo. ¿Por qué esas ideas perviven entre nosotros? ¿Qué quieren decir? En ese sentido, el libro hace un recorrido acerca de cómo los binarismos argentinos se fueron conformando como estructura del lenguaje, en el sentido de que para nosotros la clave es el número dos: federales y unitarios, peronismo y antiperonismo. Nos cuesta mucho pensar los matices y los grises de las situaciones, nos resulta más fácil estar a favor o en contra de todo. “¿Vos qué sos? Si sos esto, ya sé todo sobre vos”. Lo más problemático de todo es el verbo ser, porque es allí donde está condensada la idea de que, por ejemplo, si sos crítico al kirchnerismo sos antikirchnerista, por lo tanto estás en contra de lo que el kirchnerismo hizo en ciencia, y si sos kirchnerista estás a favor de todo lo que el kirchnerismo haya hecho, incluso en áreas donde el kirchnerismo mismo quiere corregir cosas. Evidentemente, ahí hay una dificultad. El libro apunta a entender la lógica de esa dicotomía, que históricamente viene, para mí, de civilización y barbarie, de esa idea de Buenos Aires como corazón europeo y como metáfora de una nación que tiene que construirse a su imagen y semejanza. Esa dicotomía termina por ordenar el lenguaje político argentino y deja afuera a un cuarto de los argentinos que no viven en la capital o en el interior, sino en el gran Buenos Aires, y que según mucha gente de las provincias son de la capital, y según mucha gente de la capital son del interior, o quizás sean la zona gris que no está adentro del mito.

-Pensaba en cómo vincular la fascinación papal que tenemos en estos días.
-Podríamos decir que Mitomanías habla de “aquellas épocas”, “muy antiguas”, antes de que hubiera un Papa argentino, en las cuales la cultura política argentina era dicotómica, ahora ya todo ha cambiado, porque hay una sensación que todo ha suturado perfectamente, ¿no? Cuando veo el título de una revista que dice “Dios es argentino” -la confirmación de un mito-, y veo que todas las dicotomías argentinas quedan licuadas, me dije: “tengo que ir a Rosario no a presentar el libro, sino a comprarlos todos para levantarlos, porque habla de una cultura dicotómica de la que ya se ha salido; pero después pensé que no, que lo podía presentar como un libro de historia, sobre cómo fue el país antes… (risas). La ironía apunta a que en un país donde los tiempos políticos son tan vertiginosos, vos podés convertirte en el nuevo referente político o podés licuar tu capital político en seis meses, lo único que no podés hacer es tener paciencia, porque el tiempo es una dimensión crucial de la política. Conozco muchos políticos que quisieran ser el Lula argentino, pero a muy pocos que estén dispuestos a esperar todo el tiempo que esperó Lula. Acá se cometieron grandes errores políticos pensando desde el punto de vista cortoplacista, de allí la ironía, si Mitomanías tiene razón de ser es porque, para bien o para mal, creo que los lenguajes dicotómicos van a regresar a la política argentina, en parte porque son realmente estructuradores desde hace muchas décadas y porque generan un tipo de coacción cultural sobre los actores que protagonizan los conflictos. 

sábado, 23 de marzo de 2013

Tomás Lipgot, El árbol de la muralla: entrevista


"La memoria es una sola y es compleja"


Sobreviviente de Auschwitz, Jack Fuchs es testimonio de vida y memoria en El árbol de la muralla. El realizador, Tomás Lipgot, dialogará con el público en la función de mañana en Cine El Cairo.

Por Leandro Arteaga

Mañana a las 20, con entrada libre y gratuita, El Cairo Cine Público (Santa Fe 1120) proyectará El árbol de la muralla, documental de Tomás Lipgot –quien estará presente para dialogar con el público- sobre Jack Fuchs, pedagogo y escritor, sobreviviente del campo de exterminio de Auschwitz. Dentro de una programación dedicada al Día de la Memoria, la película de Lipgot complementará la función previa y también gratuita, a las 18, de Verdades verdaderas, donde Susú Pecoraro regala una interpretación tan bella como la que significa la figura de Estela de Carlotto.
Lipgot no es presencia desacostumbrada en Cine El Cairo, donde el año pasado acompañara a su film anterior: Moacir (2011). Entre aquella película y El árbol de la muralla, se trasluce una elección de personajes con características coincidentes: vitales, profundos, sobrevivientes. Una marca de cine que seguramente el realizador habrá de continuar. Uno de los primeros diálogos de la película nos presenta a Fuchs en compañía de su amiga Elsa Oesterheld, viuda de Héctor Oesterheld y madre de cuatro hijas, todos desaparecidos durante el terrorismo de Estado. Allí se cifra mucho, en tanto historias de vida compartidas, donde se entrevé lo demasiado que se quieren. Entre ellos, a su vez, dos momentos históricos se enhebran.
En este sentido, Lipgot dice a Rosario/12 que “los paralelismos entre lo que pasó en Alemania y acá durante la dictadura son obvios, hay una relación muy grande. La memoria es una sola y es una cuestión compleja. Jack tiene un libro que la problematiza -Dilemas de la memoria. La vida después de Auschwitz- donde da cuenta de todos los vericuetos en esta lucha, porque la memoria es una lucha contra el olvido, para que este monstruo tan grande no lo devore todo. El olvido es automático, sucede todo el tiempo. Por eso, esta memoria que estamos celebrando es una construcción.”

-¿Cómo fue el proceso que significó lograr la aceptación de Fuchs para el documental?
-Si bien él no tiene mucho problema en aparecer ante cámara, ya que cuando empezó a hablar fue a todo programa televisivo que lo invitara, lo que costó un poco más fue lograr que quisiera participar en un documental sobre su propia vida, a partir del interés de alguien a quien no conocía. Inicialmente, el interés vino dado a partir de Eva Puente, la autora del libro de mismo título –consensuamos en el nombre-, quien conociendo mis películas me dice que Jack era alguien que me iba a interesar. Cuando lo conocí, cambió todo. Como se ve en la película, Jack es muy especial, tiene un punto de vista muy distinto de todo, muy único. Pero para llegar a la película no fue tan fácil, hubo todo un tiempo, unos meses, donde tuve que ganarme su confianza. Cuando vio que mis intenciones eran buenas, fue generoso conmigo y me dejó hacer lo que quisiera, lo único que me solicitó fue que pusiera en la película a Elsa Oesterheld.

-Hay un momento muy sensible, que muestra a Fuchs en Lodz hablando en varios idiomas a la vez, sin darse cuenta; cuando lo nota, se excusa y dice que no sabe qué pensar.
-Es muy fuerte, como si fuera una especie de despersonalización, donde se le mezclan todas las lenguas. Él tiene cuatro o cinco lenguas, entre ellas la materna (el ídish), el polaco, el inglés que aprende en Estados Unidos, el castellano en Costa Rica, y después viene a Argentina. Tiene muchos idiomas pero todos forzados, y esa parte es muy conmovedora. Él fue tres veces a Polonia, lo que se ve en la película es el viaje que hizo con la hija, donde él lleva la cámara, desde un registro en primera persona que es muy conmovedor, es muy fuerte, hay momentos en donde también se pone a cantar.

-El humor tiene un lugar importante en la película, y logra que vos aparezcas también como personaje, como cuando Jack te pregunta si tenés hambre.
-Es algo que también me pasaba con Moacir y otros documentales, el nivel de involucramiento que tengo con los personajes provoca un vínculo fuerte y permite que sucedan momentos distendidos, que me interesa exponer, pero no desde una cuestión narcisista sino en cuanto vínculo con ellos. El humor, a su vez, permite descontracturar, descomprimir, algo de lo que fuimos muy concientes con el montajista. Y te digo que podrían haber sido muchos más los momentos similares, porque ese rasgo Jack lo tiene todo el tiempo, tengo un montón de situaciones con él cantando, haciendo chistes, él es así.

-Su explicación sobre la frase “ahora puedo morir”, que recuerda decir al salir de Auschwitz, es extraordinaria.
-Él tiene esa capacidad reflexiva. A mí me emociona mucho su nivel de sinceridad. Todo el tiempo es muy conciente acerca de qué es lo que le sirve contar porque, después de todo, la clave para la transmisión también está en no contar ciertas cosas que no permitan construir, más allá de si se las recuerde o no.
 

viernes, 22 de marzo de 2013

The Master (2012, Paul Thomas Anderson)


Una película maestra


Por Leandro Arteaga

The Master es y no es sobre la cienciología. O, puede argumentarse mejor, la cienciología es su base argumental, la excusa que le permite ahondar. ¿En la cienciología? Sí, pero también en tantos otros estados sonámbulos, teñidos de predicciones, místicas varias, palabras salvadoras. Entonces, y por eso, The Master es todavía mucho más que una película sobre el movimiento religioso norteamericano. De lo contrario, y fácilmente, no sólo podría deducirse un argumento llano o simple, sino también una explicación amena sobre algo tan complejo como lo significa esa suspensión de la voluntad, esa hipnosis masiva, que suscitan adhesión y profesión de varios tipos de fe. Y The Master, por eso y más, es una gran película.
Hecha la salvedad, a no pensar entonces que los delirios visionarios en los que se enreda a los fieles sean exclusividad de este fenómeno religioso, surgido durante la posguerra norteamericana. Es más, The Master nunca señala a su profeta, Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), como conciente de revelaciones únicas, sino en todo caso como un gran prestidigitador, cuya magia le llevará a expandirse más allá de las aguas (la secuencia final, lo corrobora). Y más allá del tiempo, porque la cienciología –o tantas otras prácticas similares- siguen presentes y bien activas. Si no, pensar en la incidencia publicitaria que significan adeptos célebres como John Travolta y Tom Cruise.
Así como en Petróleo sangriento, el realizador Paul Thomas Anderson sintetiza de manera admirable en dos personajes. Maestro y discípulo, o padre e hijo, o bestia y santo. Lancaster Dodd y Freddie Quell (Joaquin Phoenix). Este último, soldado que sobrevive a la guerra pero no a los trastornos psíquicos. Una bomba de tiempo que amenaza con explotar en cualquier momento, alimentada con el mismo combustible de los torpedos (esto es literal). Phoenix –actor enorme, ignorados él y la película por el Oscar- compone un rostro partido, de cara doble: mitad rígida, mitad móvil. Encorvado. Rasgo adecuado, en tal sentido, a los trabajos que pueda conseguir o le esperan: fotógrafo de galería, recolector de repollos, súbdito del profeta.
Entre uno y otro, el entramado: el encuentro en un barco (a bordo de otro barco transcurría la guerra para Freddie), la ira adiestrada, la verdad en las vidas pasadas, la hipnosis como vía mística, la represión inducida, los folletos para el gran show, un primer congreso, un segundo libro, la alteración conveniente de algunas “verdades” (ya no “recordar” sino ahora “imaginar”), y los ajustes de cuenta necesarios: desde la violencia verbal (Lancaster), desde la violencia física (Freddie). En el medio, el gran conglomerado que crece, que ha sobrevivido a las penurias de una guerra, que sonríe para la foto publicitaria familiar.
En otras palabras, Paul Thomas Anderson construye un fresco extraordinario de la Norteamérica de los años ’50 pero también de la de estos días. Un film que es una plasmación visceral, que trama desde un vínculo patriarcal y religioso que tendrá un correlato mayor, ambiguo, contenido en el diálogo último entre Freddie y su conquista, en plena cópula. Lancaster, en tanto, escribe muchos libros más. Gran, gran película.

The Master
EE.UU., 2012. Dirección y guión: Paul Thomas Anderson. Fotografía: Mihai Malaimare Jr. Música: Jonny Greenwood. Montaje: Leslie Jones, Peter McNulty. Intérpretes: Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams, Laura Dern, Ambry Childers, Rami Malek. Duración: 144 minutos.
9 (nueve) puntos
 

martes, 12 de marzo de 2013

Villegas (2012, Gonzalo Tobal)


Recuerdos odiosos y cariñosos

 
Por Leandro Arteaga
Vale destacar que Villegas tuvo su momento de exhibición en el marco de la última edición de Bafici Rosario, organizado por Calanda Producciones. No sólo por lo que significa la presencia de la película, sino también por la de su realizador, Gonzalo Tobal, quien en mesa de diálogo con el público hubo de compartir experiencias junto a otros realizadores de cine “independiente” (un mote, se sabe, que genera hoy más discrepancia que acuerdo). Es un dato de relieve, porque junto con Mauro Andrizzi, Maximiliano Schonfeld y Luis Ortega –cuyas películas bien vendrían también a la propuesta de la cartelera comercial-, Tobal hubo de exponer su parecer, problemas y búsquedas cinematográficas, desde una modalidad de actividad –la de mesa redonda- casi inédita para el quehacer audiovisual local.
Precedida por premios en Bafici 2012 y de un recorrido internacional, Villegas es título así como locación para la ópera prima de su realizador. Desde lo inmediato, distinguir argumentalmente que se trata de dos primos (Lamothe y Bigliardi) que deciden volver al pueblo a raíz del fallecimiento del abuelo. Primero, entonces, la gran ciudad, Buenos Aires y sus ritmos; luego, la road-movie de paisajes cambiantes, que ralentiza de a poco la aceleración inicial; finalmente, la llegada a Villegas, el reencuentro con familiares, y la propia historia de los personajes que entra en crisis, de cara a un conflicto que tendrá desenlace pero que, sobre todo, posibilitará puntos suspensivos.
Para llegar a tal instancia, cada una de las secuencias contiene momentos de tensión, que se conectarán hacia un rumbo imprevisible. Presentes, por ejemplo, en las maneras de vestir y hablar de los dos primos, en el viaje y sus paradas –plenas de recuerdos cariñosos u odiosos-, en las frases que esconden alguna broma y, en ellas a su vez, alguna bronca que parece no tardar en estallar para poder, así, calmarse. Un vaivén emocional que tendrá conexión de esencia con lo que cifra la palabra Villegas, sea como ciudad, sea como prócer a quien debe su nombre, sea como escenario donde las decisiones habrán de ser tomadas porque es allí, justamente, hacia donde todo remite.
Así las cosas, el fallecimiento del abuelo pude ser oportunidad de reencuentro, pero también camino inevitable; Villegas reclama a los primos y éstos, quiéranlo o no, deben volver. Por eso, la travesía es en automóvil pero también interna, como máquina del tiempo que los devuelve a un mundo de gestos y de complicidades. Ir a Villegas, en este sentido, también significa volver de Villegas. Cualquiera sea la resolución, no habrá por ello de eludirse que hay algo más, que hay mucho más, que a los protagonistas les acompañará siempre.

Villegas
Argentina/Holanda/Francia, 2012. Dirección y guión: Gonzalo Tobal. Fotografía: Lucas Gaynor. Música: Nacho Rodríguez Baiguera. Montaje: Delfina Castagnino. Intérpretes: Esteban Lamothe, Esteban Bigliardi, Mauricio Minetti, Paula Carruega, Lucía Cavallotti. Duración: 99 minutos. 
Salas: Village. 
7 (siete) puntos

lunes, 4 de marzo de 2013

Broken City (2013, Allen Hughes)


Una cáscara con forma de película


Con una puesta en escena frívola, Broken City es un recitado de lugares comunes que aleja lo que dice pretender: ser cine negro. El noir como esencia y pesadilla. Nada de esto en el film.

Por Leandro Arteaga
Rosario/12 (04/03/2013) 

¿Será posible el cine negro? ¿Todavía? Esta nota prefiere creer que sí, que hay maneras formales válidas, que el noir es –antes que una época- una construcción discursiva y práctica, que permite pensar el cine y que permite al cine pensarse. Lejos está de agotarse, siempre aparecen variables, grietas, fisuras por donde la mirada oscura, de tinte neo-expresionista, persiste.
En este sentido, toda una estela de películas se ha propagado, ramificado, como consecuencia de una fascinación que ha trascendido su manto epocal. Se trata de los años ’40, con la sabiduría e intuición que significa situarse entre la Gran Depresión y el Macarthismo. La Segunda Guerra, el éxodo europeo, el gran cine de Hollywood, 1944 como cónclave fílmico: Laura (Otto Preminger), Pacto de sangre (Double Indemnity, Billy Wilder), El ministerio del miedo (Ministry of Fear, Fritz Lang), El enigma del collar (Murder, My Sweet, Edward Dmytryk). Héroes caídos, herrumbre moral, calles llovidas, luz de luna, cigarrillos, paranoia, alcohol, crisis institucional (dice Noël Simsolo, teórico en el tema, que una película negra no puede serlo si habla bien de la policía).
Ocurrido el momento genial, ahogado por el clima de delación ante el peligro rojo, cuyo signo de ocaso será la cárcel para el escritor Dashiell Hammett, desprovisto de los derechos sobre su obra (ver: Tiempo de canallas, de Lillian Hellman), el cine negro -definición francesa para un ánimo fílmico americano, antes que un género- rubricaría su mundo de películas en el dilema de frontera mexicana, de falibilidad moral, que entre Shakespeare y Orson Welles propone Sed de mal (Touch of Evil, 1958, Welles). Hammett, alma y paradigma, moría en 1961.
 Excusando las excepciones (desde Blade Runner a ¿Quién engañó a Roger Rabbit?), decir que a partir de allí al cine negro le quedaron dos posibilidades, todavía presentes: remitir a la iconografía pasada o reelaborarse desde otros contextos. Cualquiera de las dos elecciones tiene ejemplos muy buenos y no. Sin hacer la lista extensa, sintetizar en la clave maestra que significa Contacto en Francia (1971, William Friedkin), la implosión de los hermanos Coen en Simplemente sangre (1984), el abismo de David Lynch en Terciopelo azul (1986), la puesta al día à la Ellroy de Los Angeles al desnudo (1997, Curtis Hanson), sus variaciones hitchcockianas en La dalia negra (2006, Brian De Palma), la melancolía solitaria de Drive (2011, Nicolas Winding Refn). Todo un mundo vuelto a nacer y renacer. Entonces…
Llegar al film en cuestión, estreno local, con ínfulas de série noir. Algo parecido promete. Porque su argumento es afín: el alcalde de Nueva York contrata a un detective para que investigue los amoríos de su mujer. La tríada es: Russell Crowe, Mark Wahlbert, Catherine Zeta-Jones. Política y policía se dan de la mano desde la figura de la alfombra que tapa la tierra. El primero ayuda al segundo para que después la situación se espeje. Porque el detective que encarna Wahlberg tuvo que dejar el cuerpo policial luego de un asunto que no ha quedado del todo claro. Pero la memoria persiste en tanto pacto, para reaparecer cuando corresponda, allí donde puedan devolverse favores pero, argucia de toda trama noir, nada culmine por ser como aparentaba. Dicho así, parece todo bien. Más el aliciente supuesto por ser la primera película en solitario de Allen Hughes, hermano de Albert, con quien dirigiera, entre otras, Desde el infierno (2001), a partir de la historieta de Alan Moore sobre Jack el Destripador.
Pero, se decía, nada es lo que parece. Porque para ser noir una película tiene que tener espíritu noir. No basta con la neo-oficina de private-eye, la secretaria avispada, el político corrupto, el alcohólico reincidente, el desamor, las trompadas, y el etc. Todo esto puede ser no más que un baño de repostería. Lo que importa es que la torta esté podrida. Que su gusto sea malsano y que la boca hieda luego de escupirla. Para asumir que el destino será trágico porque lo es. Condena con la que se carga pero, a pesar de todo, se camina. En víspera de un fantasma fatal que no será, empero, nadie más que el mismo protagonista. Amanecer de un relato que desfallece, de sol sin gracia, que anhela una luna de desgarro, que espera como canto final su lápida olvidada. El cine noir es estado poético alienado.
Nada de esto en Broken City. Sino sólo una trama tonta que enuncia al cine negro desde lugares comunes. El desafío está en asumir lo que se expone. En animarse a caer dentro del abismo, en bajar una escalera de caracol, en dibujar una sombra insondable. Puesto que no es éste el propósito, lo que queda es una cáscara más que tiene forma de película, que responde a los parámetros de una intriga convencional, para recaer en una resolución con vuelta de tuerca final. Las interpretaciones son, por eso también, convencionales, sin ganas de ser lo que dicen, puestos a recrear lo que la letra del guión les pide, sin el alma lo suficientemente sucia como para quedar atrapados en la vorágine oscura.
No es tarea fácil. Se trata de un estado del alma hecho cine. Provocarlo voluntariamente es tarea ímproba. Lo constata el cúmulo de películas de los años ’40, ninguna de ellas desde el rótulo conciente que el noir habrá de significar. ¿Cómo entonces conjurarlo? Otra verdad: el alma negra estuvo en la producción B norteamericana. Esta estela parece que se ha mudado a la televisión, en algunas series. El alma del cine en la televisión. La pantalla grande queda sin esencia, se difumina, pero no como un sueño, sino como trivialidad. Pero, también verdad, la televisión no permite soñar. El cine sí. Es hora de que vuelva el sueño a las salas de cine. Sueños bellos, también pesadillas. Estas últimas, el mundo onírico del cine negro. Quizás sea, ésta, una época desalmada. Sin alma. Sin sueños.

Broken City
EE.UU., 2013. Dirección: Allen Hughes. Guión: Brian Tucker. Fotografía: Ben Seresin. Música: Atticus Ross, Leopold Ross, Claudia Sarne. Montaje: Cindy Mollo. Intérpretes: Mark Whalberg, Russell Crowe, Catherine Zeta-Jones, Jeffrey Wright, Barry Pepper, Griffin Dunne. Duración: 109 minutos.
Salas: Monumental, Showcase, Sunstar, Village.
4 (cuatro) puntos

La chica del sur (2012, José Luis García)


Sobre la persistencia de un recuerdo

Por Leandro Arteaga

Hay obsesiones o aguijones que persisten. Es lo que deja entrever José Luis García al desempolvar imágenes en vhs, de un fortuito viaje a Corea del Norte en 1989. La casualidad quiso que él estuviese allí, sin ser periodista ni militante, en el estertor que significara uno de los últimos festejos megalómanos del comunismo; y para ser testigo de la presencia impactante de Im Su-kyong, la joven estudiante surcoreana que desafiara la tan temida frontera, al decidir cruzarla a pie para volver a su hogar. El hecho fue noticia internacional, y los videos –refiere el realizador- le acompañaron a pesar de divorcio, mudanzas, y viajes por varios países.
De esta manera, La chica del sur es película sobre la activista coreana, pero también historia particular de José Luis García. Para recordarla a ella tiene el director que recordarse primero. La textura del vhs ya tiene impronta ganada en cuanto a paso del tiempo, y éste es rasgo semántico que García aprovecha. Su voz en off es otro dato, fundamental, puesto que señala desde el ahora. El montaje permite, así, una puesta en escena que contextualiza, presenta personajes, abre incógnitas, y se resuelve narrativamente. Lo que equivale a distinguir un ejercicio de cine admirable.
Hay capacidad para la síntesis –la exposición conflictiva de Corea, el papel que hubo de jugar Im Su-kyong-, y para la puesta en juego de una complejidad necesaria, con interrogantes hacia el espectador. Porque bien podría pensarse en ¿qué es lo que lleva a un realizador argentino a interesarse por un personaje coreano? Quizás la película sea lo que anida en esta pregunta, además de todo lo que concierne a la mujer en cuestión, personaje fascinante.
Décadas después, investigación virtual mediante, García logra contactar a Im Su-kyong y establece agenda para una entrevista personal. El derrotero en Corea del Sur es toda una película dentro de la película. Con la incógnita que supone el paso del tiempo en la estudiante que supo ser bautizada como “la flor de la reunificación”. Primero, a destacar, la sorpresa que en ella provoca el conocimiento sobre su persona; segundo, la develación –nunca completa, allí lo mejor- que de ella se provoca: inasible, seductora, odiosa, amable, iracunda. Todo un desconcierto.
Junto a los testimonios recopilados apenas entre transeúntes, que parecen esquivar sus propias ideas sobre la otrora “flor”, por temor –parece- a despertar fantasmas viejos. Lo que surge es un sabor a desazón, a oportunidad histórica perdida, a resabio agridulce, con el tiempo como anestesia bienvenida.
El anterior largometraje de José Luis García fue el notable Cándido López. Los campos de batalla (2005); éste es el segundo, y obtuvo premios en Torino y en Bafici 2012 (Premio del Público y Mención Especial del Jurado). En algún momento, entre las frases que el montaje permite escuchar, es él quien dice de sí ser un director “absolutamente independiente”. Algo similar se deduce de la conflictiva Im Su-kyong.

La chica del sur
Argentina, 2012. Dirección: José Luis García. Guión: José Luis García, Jorge Goldenberg. Fotografía: José Luis García. Música: Axel Krygier. Montaje: Alejandra Almirón, Alejandro Carrillo Penovi y José Luis García. Intérpretes: Im Su-kyong, Alejandro Kim, José Luis García. Duración: 94 minutos.
Salas: El Cairo Cine Público.
8 (ocho) puntos
 

domingo, 3 de marzo de 2013

Gerardo Balsa: entrevista


"A la historieta hay que amarla"

Radicado en Barcelona, el rosarino Gerardo Balsa dibuja historietas que publica en Francia, Bélgica y Suiza. La historieta histórica y la atención a la documentación. “Dibujar fue mi sueño desde chico y ahora es realidad” dice a Rosario/12.

Por Leandro Arteaga

Aviones, submarinos, con una puesta en escena de precisión histórica, en el marco de un género que Francia cultiva de manera tradicional en sus historietas. El artista a cargo es Gerardo Balsa (1973), rosarino devenido español, quien tras casarse en Barcelona y dispuesto a vivir allí, tuvo la idea pertinente de lograr en el mercado europeo lo que sabe y siempre quiso: dibujar historietas.
“En el 2008 me fui a buscar a mi mujer que vivía en Barcelona para casarnos. Tenía que buscarme un medio de vida; su apoyo afectivo, la llegada de mi hijo, hacían que no me dispersara. Por eso le dedico todos los libros a ella, porque fue un motor muy grande” comenta el dibujante a Rosario/12. “En algún momento tuve muy en claro que iba a coincidir mejor con la historieta franco-belga que con la norteamericana; estudié francés, y comencé a buscar un acercamiento con guionistas y editoriales franceses. Tomaba el tren a Angoulême y me iba a poner la cara, el dibujo, el cuerpo, con la carpetita bajo el brazo y en otro idioma. Tuve que pasar varias instancias, muchos me rechazaron, otro me dejó colgado con muchas páginas hechas. Por eso, el que se dedica a la historieta la tiene que amar, porque puede ser muy ingrata. Ahora tengo la suerte de tener una serie. Oscar Zárate me decía que uno cuando dibuja, si el editor le paga, compra tiempo para seguir dibujando. Y puedo decir que es muy lindo, porque fue mi sueño desde chico y ahora es realidad.”
Entre su trabajo previo, en Balsa destaca La nuit des paras, que transcurre durante la noche del Día-D, cuando paracaidistas ingleses se arrojan sobre Francia: “Está todo documentado, todos los paisajes que se ven son reales; el guionista -Philippe Zytka-, que es de Normandía, hizo el tour correspondiente, sacó fotos, iba por cada rincón haciendo reportajes sobre los paracaidistas que habían caído esa noche”, comenta Balsa. La serie que ahora le mantiene ocupado, que ya conoce tres álbumes y espera un cuarto, es U-47, sigla que identifica al submarino alemán Unterseeboot 47, también en plena Segunda Guerra Mundial y con guiones de Mark Jennison. “Compartimos documentación, y eso es muy importante, porque ahora con Internet ponés ‘torpedo G7A’ y salen 200 fotos, y a los lectores les gusta mucho la documentación, lo que es casi una marca de fábrica de la historieta histórica francesa, uno tiene que estar muy atento. Cuidamos mucho la inmersión del lector en la época y en el lugar, y en base a ello construimos una atmósfera, en este caso desde el trabajo del colorista (Nicolas Caniaux), que es muy bueno.”

Es un género curioso, si bien el cine lo trabaja mucho.
-Es muy tradicional y sólido en Francia, con tipos que se especializan en ciertas épocas, como el siglo XVIII, la época napoleónica, etc. El editor (Zephyr Éditions) contó con que había muchos fanas de los submarinos y decidió incorporar al libro un dossier. Ahora está publicando la historieta con el dossier, el dossier solo, y la historieta sola, porque parece que caminan bien las tres cosas.

¿Sólo en Francia?
-Cuando sale en Francia también sale en Bélgica, Suiza y Quebec. Está la posibilidad de que se publique en España y cruzo los dedos para que alguna de estas ediciones españolas llegue a Argentina, lo que me haría muy feliz.

Las máquinas que dibujás son una belleza. ¿Tenés un gusto particular por este tipo de dibujo?
-Sí, me gusta, pero también me encontré “empujado” por el vaivén de las cosas hacia ese lado. Siempre me gustó el género de aventura, el bélico, el policial. Durante estos años, España me ha aportado mucho a mi cultura como lector, a través de las bibliotecas públicas, donde encontré muchas cosas valiosas. En Francia, por ejemplo, todas las librerías tienen su anaquel o sección de bande dessinée (NdR: como se conoce a la historieta en Francia), es una alegría ver que la historieta allí es una industria, y que esa industria da la oportunidad a gente de muy diferentes estilos, no hay un mainstream que lo come todo. Si bien el contacto con el público es siempre limitado, uno puede ir a los festivales o a las convenciones. En un festival de Bruselas me traían álbumes para firmar y yo les ponía a todos “gracias”, no podía creerlo. Lo que me alegró mucho en Bruselas es que el público es variado, muy popular, de toda edad, familias, jubilados; es decir, la historieta no es para un grupito ni una élite. En las convenciones españolas veo ahora una cosa más especializada.

Una realidad muy diferente a la que vive la historieta en Argentina.
-En Francia hay contención desde lo institucional: las universidades, el estado, las empresas privadas también. El ferrocarril que auspiciaba el Festival de Angoulême ponía en las salas de espera de las estaciones álbumes –atados con una cadenita- que podías hojear y leer. Hay un reconocimiento de la tarea. Acá, por ejemplo, la historieta no tiene nada que hacer en la universidad, mientras que allá hay becas, cursos. Los belgas tienen una industria impresionante, mezclan dibujantes franceses con guionistas belgas, y el apoyo que tiene la historieta es importante: hay escuelas, maestros, hay un marco que te va a contener. En Francia es una política de estado ocuparse de esto, cuidan a sus artistas, también porque es una industria.

La última gran figura editorial fue Columba.
-La que más se mantuvo, criticada por todos, pero todos la leímos. Yo iba de un primo de mi viejo que las compraba semanalmente y que tenía pilas de revistas; yo iba fascinado, entraba a otro mundo. Cuando uno es chico, adolescente, uno da lo mejor de sí como lector, se engancha, se fascina, y las limitaciones técnicas no se ven.

Algo de ese gusto por los géneros debe estar también en tus trabajos.
-Siempre aparece el género de una manera clásica, al que tenés que pasar por un filtro. En el caso de U-47 se adopta la óptica de los alemanes, algo que inauguró la película El barco, de Wolfgang Petersen. Ahora estoy terminando el Libro 4; la serie se prolongará en función de la respuesta económica, si bien el editor le tiene paciencia a las series, porque no significa que al salir a la venta una serie ya funcione, sino que tiene que horadar en el gusto del público. Por suerte, U-47 ya tiene segundas ediciones.

¿En qué consistió tu participación en el colectivo Emergency?
-Es un álbum dedicado a historias reales sobre accidentes aéreos, a mí me tocó una historia corta sobre el accidente que tuvo Glenn Miller. Hay una versión que dio un ex-navegante de avión inglés, sobre un grupo de bombarderos que volvía sin haber podido bombardear el blanco, y que soltó toda la carga de bombas en un lugar predeterminado. El avión en el que iba Glenn Miller a París estaba justamente en esa zona, y parece que ese gran bombardeo afectó el avión y lo derribó con las ondas expansivas. Es un relato en paralelo, a partir de un personaje que va al cine a ver Música y lágrimas, la película sobre Glenn Miller, y la relacionaba con lo que él sabía.

sábado, 2 de marzo de 2013

El abanico secreto (2011, Wayne Wang)


Un amor a través de los tiempos


Por Leandro Arteaga
Rosario/12 (25/02/2013) 

A Wayne Wang se le ha perdido un poco el rastro –no por dejar de filmar-, y si se recuerda su nombre es y será por Cigarros, la notable película con guión de Paul Auster que realizara en 1995. Su último film no ha conocido exhibición comercial y es una pena, que se suma a la larga lista de injusticias que supone la distribución para la gran pantalla.
El abanico secreto inicia desde el pulso femenino de un pincel sobre un abanico que será esencia del argumento. Primero desde la lejanía de una historia que, se sabrá, responde a los tiempos de una madre lejana, en la China del siglo XIX. Luego en el presente, en una Shangai híper tecnificada, donde habrá lugar para el éxito y la tristeza. Estas dos caras tendrán el rostro de mujeres distintas, de lejanía aparente, que habrán de reencontrarse a partir de un accidente de tránsito.
Desde este lugar, El abanico secreto comienza a desanudarse, para vincular la historia de ellas desde flashbacks sucesivos con la razón de las imágenes primeras, lejanas en el tiempo. El abanico aparece como consecuencia de un ritual que ha unido a estas mujeres antes, en otras vidas, o así lo parece. Puede ser, como también no. No interesa a Wayne Wang subrayar esto, sino sólo dejar que las vertientes de la historia se imbriquen, para que refracten una sobre la otra, con el acento fuerte que significan las composiciones duales de las actrices principales, Bingbing Li y Gianna Jun, repartidas entre un siglo alejado y el presente.
En una sociedad de presencia masculina incuestionable, el juramento de las almas gemelas –laotong, se explica en la película- permitía a las mujeres ser hermanas para toda la vida. Un amor profundo que trasluce tintes lésbicos, que comunica de maneras sugeridas, donde el abanico referido será vehículo de transgresión. Sus dos caras son también expresión de las dos vertientes temporales del argumento, que discurren juntas, como una sola: así como el detalle nada casual de la puerta de hospital que Nina (B. Li) abre de manera crítica: dos hojas de vidrio, apoya-manos circular, de dos mitades exactas: se abre una de las hojas sólo para volver a reunirse con la otra.
Si el abanico es el elemento que desafía, el calzado y las vendas para el pie femenino diminuto son su opuesto. En el pie pequeño se depositaba antiguamente la suerte del casamiento futuro, pero también la persistencia de una misma organización social: obediencia ante los golpes del marido, ante los retos de la suegra, la madre, la madrastra. Cuando Nina acaricia sus pies descalzos, hay un diálogo cifrado, que juega también con la muestra fotográfica que se exhibe, que niega el dogma heredado: “para ser feliz es necesario sufrir”.
El clima de El abanico cerrado es el de un anverso y reverso fluctuante, que sabrá encontrar el equilibrio preciso en su imagen última: ojos abiertos, ojos cerrados; la muerte, la vida.

El abanico secreto
(Snow Flower and the Secret Fan) EE.UU./China, 2011. Dirección: Wayne Wang. Guión: Angela Workman, Ron Bass, Michael Ray, a partir de la novela de Lisa See. Música: Rachel Portman. Fotografía: Richard Wong. Montaje: Deirdre Slevin. Intérpretes: Bingbing Li, Gianna Jun, Hugh Jackman, Russell Wong, Vivian Wu, Archie Kao. Duración: 104 minutos.
Sólo disponible en DVD
7 (siete) puntos