lunes, 18 de febrero de 2013

Mala (2013, I.A.Caetano)


Flechas, dinero, silla de ruedas


Por Leandro Arteaga
Rosario/12 (18/02/2013) 

“Érase una vez…” dice la pantalla, pero el cuento de hadas ya no es lo que era. Aún cuando la imagen devuelva un primer trazo infantil, idílico, de familia. Rápidamente el viraje. Y la acción desplazada al arenero de plaza, con una mujer –otra madre- en vínculo telefónico, con órdenes precisas, para dejar el paquete con dinero, y formalizar el trato con la misteriosa Rosario.
Rosario mata hombres que maltratan mujeres. Algo que no se sabrá formalmente hasta dejar que la película avance. Porque, nada mejor, dejar que el personaje se construya de a poco, en interacción con lo que ocurre, desde la participación del espectador. Lo mismo, en este sentido, ante la pluralidad femenina de Rosario; a saber: Florencia Raggi, Brenda Gandini, María Dupláa, Liz Solari. Cuatro intérpretes para un mismo personaje, pero no para un mismo rol. Cada una, en este sentido, desde un aparecer puntual, que antes que sugerir un fácil “trastorno de identidad” es espejo deforme con el cual interactúan los demás. Así, Rosario será una u otra en función de quién la mire.
El abanico de la situación se despliega, argumentalmente, desde María (Ana Celentano), mujer de dinero y en silla de ruedas, que paga la fianza de Rosario para cumplir a través de ella su cometido: matar de a poco a su ex-marido (Rafael Ferro). Rosario se inmiscuye, a partir de allí, en la vida de Rodrigo, de su nueva esposa (Juana Viale), en su amor por los caballos, y el secreto de un Torino bañado de tierra. Como siempre, nada es lo que parece y nada mejor que dejar que el juego de espejos refracte de maneras imprevistas. En este sentido, como esencia del film, hay un objeto con el que María chantajea las emociones de Rosario. Que guarda en un sagrario, que contiene mucho más que lo simplemente parece. Más una capilla –o guarida aristócrata- que también encierra secretos, así como el emblema de un Cristo clavado en flechas de ballesta.
El delineado del mundo femenino que Mala propone es duro, inasible, fluctuante; cercano casi al que solía proponer Daniel Tinayre, con la cita que parece significar la María de Ana Celentano respecto de Tita Merello en Deshonra (1952). Son mujeres calcinadas de dolor, imparables, con ánimo sanguinario, pasión sexual perversa. Algunas sugerencias: cuando Celentano acaricia las piernas de Raggi; la hipnosis seductora de alcohol en María Dupláa; la masturbación múltiple/espejada de Raggi; Gandini bañada en sangre, lluvia, y orgasmos.
Entre ellas, el contraste de la madre en ciernes que significa Angélica (Juana Viale). Un desfile de nombres, notará el lector, de reminiscencia religiosa, de pecados compartidos, de crímenes por muertes, de amores caídos, de rezos malditos. Pero, como melodrama histérico, de cadencia noir, en Mala nadie es tan cristalino, nada es tan fácil de suponer, y ninguna familia o sus partes integrantes significan promesa de bienaventuranza. Todo ángel está, por eso, siempre a punto de caer.

Mala
Argentina/México/Francia, 2013. Dirección: Israel Adrián Caetano. Guión: Israel Caetano, Bruno Hernández, Luciana Piantadina. Música: Sebastián Escofet. Fotografía: Diego Poleri. Montaje: Israel Caetano. Intérpretes: Florencia Raggi, Rafael Ferro, Ana Celentano, Juana Viale, Brenda Gandini, María Dupláa, Liz Solari. Duración: 93 minutos.
Salas: Monumental, Showcase, Sunstar, Village.
8 (ocho) puntos
 

lunes, 11 de febrero de 2013

Lincoln (2012, Steven Spielberg)


  El respeto reverencial hacia un ícono

La indudable capacidad narrativa del director se pone al servicio de la figura política fundacional, sin cuestionarla.
 

Por Emilio A. Bellon y Leandro Arteaga

Por E.B.
Tal vez, desde mi punto de vista, uno de los grandes méritos de este film es ese grado de definición, ya que tanto su realizador como su nueva criatura, confirman su posicionamiento con coherencia con el nuevo momento histórico; inédito, por cierto, desde una tradición, conservadora, puritana y racista, ya que Lincoln, nominada como tantas otras en ocho categorías, fue estrenada en el "New York Film Festival" un mes antes de las elecciones. Y el estreno oficial del mismo, presidido por otras exhibiciones y el aporte del mismo Spielberg de un millón de dólares para la campaña de Barack Obama a fines de octubre, tuvo lugar una semana después de la reelección del actual mandatario.
Desde una lectura coyuntural, esta tan esperada realización (que por cierto podríamos ubicar junto al panteón de John Ford y Frank Capra) goza de la posibilidad de plantear no ya el debate sobre la controvertida figura de un hombre político, de una figura-símbolo, sino de leer desde él una proyección de un ideario sobre los alcances del sistema democrático, expresado desde un sensible discurso, en la figura de un actor que construye desde su modo de ser y componer, independientemente del parecido físico, una gramática propia de interpretación. Nos referimos a Daniel Day Lewis, para quien su personaje no fue pensado desde el modelo del biopic tradicional, sino desde la voz del personaje, ya que para él "la voz de cualquier personaje que deba representar me lleva a pensar en uno de los aspectos más fundamentales, sutiles y profundos en el armado y construcción del mismo. Y es esa línea invisible entre objetividad y subjetividad la que debo tratar de captar".
Y este tal vez es uno de los tonos y matices que descansa en el personaje que brinda este actor desde una puesta en escena que ha elegido una iluminación evocativa de los daguerrotipos. Y que se propone en el orden de los hechos, un recorrido por los últimos cuatro meses de vida de Abraham Lincoln, el decimosexto presidente de los Estados Unidos. Estamos en 1865, en los años de los Guerra Civil y en esa lucha por aprobar la XIII Enmienda, que se transforma en un sueño de libertad para los que aspiran a una tierra libre de esclavos y en una amenaza para los opresores terratenientes del sur.
Pero, lamentablemente, desde lo que considero ya como proyecto cultural en una dimensión más amplia, Lincoln aleja toda posibilidad de interrogarse sobre el mismo personaje. Desde el inicio mismo, hay una declaración del propio Spielberg al ubicar una luz aurática elevando la cámara, la mirada, sobre su encrespado cabello y afilado rostro. Ese narrador, de la misma manera que lo confirmaba el Oliver Stone de JFK, deja al personaje en el lugar de una reverencial galería de figuras que han sido las fundacionales y que sale al encuentro, al principio de la cadena, del mismo John Ford con El joven Lincoln, en los años del New Deal, en la figura del personaje que compone Henry Fonda, quien, enmarcado, desde el plano general final, modela y confirma su estatura mítica.
A partir de Lincoln será, tal vez, más que necesario revisar otros films del realizador sobre la problemática de la esclavitud; tales como El color púrpura, del 85 y Amistad del 98, esta última un fracaso de público. Estos films, particularmente el primero, no estaban sujetos a esta retórica que cierto canon impone. Desde una solemnidad que por momentos inmoviliza y que sólo se desanuda en la segunda parte cuando tendrán lugar las elecciones y con ello cierto clima de "thriller" y vaivén de suspense, Lincoln padece de una aquilatada solemnidad y pulcritud, de un "un exceso de pudor", que marca feroces contrapuntos, como el que se da con el personaje que, admirablemente, compone Tommy Lee Jones.
A principios de los años 80, la editorial Fontamara publicó "La Historia y el Cine". Uno de sus textos críticos, La Guerra de Secesión y el cine norteamericano: un terreno difícil lleva la firma del gran maestro, ya fallecido, Homero Alsina Thevenet, que abre interrogantes sobre algunos aspectos de la conducta política de Lincoln que ningún film se atrevió a plantar. Y para ello se apoya en los estudios realizados por Richard Current para la Enciclopedia Británica.
Alsina Thevenet escribe: "El mismo Lincoln no estaba ciertamente a favor de la esclavitud, pero tampoco era un destacado abolicionista. En 1862, comenzada ya la guerra, expresó ya su posición con frases muy claras: 'Mi objetivo supremo en esta lucha es salvar a la Unión, y no el de salvar o destruir a la esclavitud. Si pudiera salvar a la Unión sin liberar a ningún esclavo, lo haría; su pudiera salvarla liberando a todos los esclavos, lo haría. Y si pudiera salvarla liberando a unos y no a otros, también haría eso'".
 
 La moderación de Spielberg


Por L. A.
La anécdota es conocida. El joven Steven Spielberg insiste en hablar con su venerado John Ford. Espera a que el director lo reciba en su despacho, durante el tiempo que sea. Finalmente frente a frente, el taciturno Ford le pide al joven insistente que mire, examine, las pinturas que están colgadas y le diga qué ve. Dada la artimaña, Ford le explica que la línea de horizonte nunca está en el medio del encuadre. Lección primera para ser director de cine. Adiós y buena suerte.
A partir de allí, y como integrante de una generación que –literalmente- cambiara la cara de Hollywood, Spielberg asumió muchas lecciones más. Si se trata de referirlo de manera rápida –pero no ligera-, puede decirse que es uno de los grandes narradores del cine norteamericano. Concepción sujeta a la comprensión que él mismo desarrollara sobre la cinematografía de su país. Que explica su interés por el cine de Ford (y el de Frank Capra, Michael Curtiz, y tantos más).
Spielberg hubo de abordar el cine desde su contagio de niño. Otro de sus recuerdos lo señala filmando con su cámara de Súper 8 trencitos de juguete. Jugando con el montaje, se daba cuenta de que si acortaba la duración entre toma y toma (entre tren 1 y tren 2), producía la sensación creciente de un choque inminente: allí está el germen de su primera película, Reto a muerte (Duel, 1971), con guión del gran Richard Matheson; film que será esencial, tanto para el terror de Tiburón o para la aventura de Indiana Jones.
Su actualización de un cine matiné –en tanto director y productor- marcó a los ’80, con éxito y grandes películas. Pero después hubo un “quiebre”. Algo que el mismo realizador supo señalar, al distinguir entre sus películas de “entretenimiento” y el cine “serio”. El segundo rótulo estaría compuesto por La lista de Schindler y Rescatando al soldado Ryan, aún cuando habría un correlato anterior con El imperio del sol y El color púrpura. En el meollo, cabría distinguir a Lincoln. Y en Lincoln, a su vez, la síntesis que el propio personaje/mandatario significa para el cine y la historia de Estados Unidos. De vuelta, entonces, con John Ford.
Acá lo curioso. El joven Lincoln (1939), de Ford, fue ejemplo de discusión para la celebérrima publicación Cahiers du cinéma durante los ’60, en donde se postulaba la preferencia por sus maneras narrativas (de un director tendiente, por otro lado, a una ideología conservadora) antes que las de otras, llenas de buenas intenciones y temas serios. Un análisis extraordinario, que ponía en cuestión el proceder revolucionario que, en todo caso, cabría al cine: ¿El tema o la puesta en escena? ¿Dónde la primacía?
La temática de Lincoln es “seria”. Su puesta en escena, bastante sobria. Sí es seductora, con su inicio escrito (casi un “érase una vez”), y los laberintos de diálogos constantes. Con momentos que responden al mejor suspense del director (la votación final). Hay algo de “incorrección” pero tampoco demasiada. El Lincoln de Spielberg respeta a su personaje: podrán verse miembros cercenados, pero siempre con sonrisas hacia el presidente.
El extraorindario Daniel Day-Lewis protagonizó al bestial “The Butcher” en Pandillas de Nueva York, de Scorsese. Allí, uno de sus cuchillos iba dirigido al retrato de Lincoln sobre un poste. Esa sola imagen parece querer decir (algo) más que la moderación spielbergiana.

Lincoln
EE.UU., 2012. Dirección: Steven Spielberg. Guión: Tony Kushner, a partir del libro de Doris Kearns Goodwin. Fotografía: Janusz Kaminski. Música: John Williams. Intérpretes: Daniel Day-Lewis, Sally Field, David Strathairn, Tommy Lee Jones, James Spader, Joseph Gordon-Levitt, John Hawkes. Duración: 150 minutos.
Salas: Monumental, Cines del Centro, Showcase, Sunstar, Village.
7 (siete) puntos

sábado, 9 de febrero de 2013

Entrevista a Malosetti y Aloras: Alma de diamante, homenaje a Spinetta

Lo hermoso y profundo de Spinetta

El Humberto de Nito será escenario para una lista de artistas extensa y variada, que darán voz al recuerdo. Javier Malosetti actuará junto a los rosarinos Gonzalo Aloras y Claudio Cardone. "Luis era un halo de misterio que te capturaba", señaló Malosetti.


Por Leandro Arteaga

"Vamos a tocar un poco de música nuestra, lo de siempre, pero después arranca lo que será un tracklist especial para homenajear a Luis Alberto" dice Javier Malosetti a Rosario/12 en vistas de lo que será Alma de diamante, homenaje al Flaco Spinetta, que tendrá lugar esta noche, a partir de las 21 y con entrada libre y gratuita, en el Anfiteatro Municipal Humberto de Nito (parque Urquiza).
Muchos artistas para lo que será una fiesta de la música, porque Malosetti y su banda Electrohope son apenas una de las presencias, cuya grilla suma los nombres de Víctor Parma, Ike Parodi, Mavi, Mamá Pájaro, Adrián Monzón, Fabián Gallardo. Por separado y compartiendo escenario, en función de un repertorio que tendrá videos y testimonios. Y también: "los dos invitados de lujo que tengo: Claudio Cardone y Gonzalo Aloras, dos artistas rosarinos que admiro mucho y que están linkeados de alguna otra manera también con Luis" agrega Malosetti. "Cardone tocó muchos años con Luis y está en varios de sus discos, cuando yo me fui él siguió años y años, desde Exactas; y Gonza que es un artista con una vena muy afín a lo que es Luis. Así que va a estar muy bueno. Luego de tocar con la banda, entra Claudito. Quiero que toque en el piano algún tema de Luis, con sus arreglos. Sólo el piano, es hermoso lo que hace, así que le pedí que se explaye; después tocamos algo en dúo, y luego lo invito a Gonza para tocar en trío. Después vuelve la banda y terminamos todos haciendo nuestros temas".
Javier Malosetti es uno de los bajistas más increíbles -palabra fácil de escribir pero precisa sólo en él- de la escena musical argentina. A Luis Alberto Spinetta lo unió una colaboración de ocho años, donde se ubica su participación en "Los socios del desierto". Su carrera solista se compone, hasta el momento, de once discos. El último de ellos, Envés -el tercero junto a la banda Electrohope-, es doble y está dedicado al registro en vivo y la grabación en estudio, instancia en la que el músico incluyó dos homenajes: por un lado a Gustavo Cerati con "Primavera cero", y por el otro a Spinetta con "Credulidad", preciosa versión de la canción con la que elige cerrar el disco.

-El Anfiteatro me recuerda una actuación de Spinetta rodeada de un silencio bellísimo. Lleno de gente, todos escuchando. Él se dio cuenta y lo agradeció.

-Eso es lo que produce un artista. Cuando Yupanqui toca un poco la viola como para probarla, o por la afinación, vos ya estás hipnotizado, viste. Luis tenía eso también, nosotros terminábamos de ensayar, íbamos a tomarnos un mate a la cocina, y él cazaba una viola acústica y empezaba. Mientras mirábamos la tele, con música fuerte o cagándonos de risa, escuchabas los acordecitos de algo nuevo que estaba a medio componer o cualquier cosa, balbuceado en parte en castellano, en parte en inglés, y te juro que te ponías a temblar. Lo veías al Flaco con el porro en la boca, boludeando, o salir del baño, y tenía ese halo de misterio que capturaba toda tu atención, te embrujaba. Por ahí uno se hacía el boludo, porque si él veía que uno estaba tomando el lugar del fan eso ya lo cortaba un poco, no lo quería, entonces nosotros ﷓con Claudio﷓ seguíamos boludeando, haciendo como si nada, tomando mate, hablando pavadas, pero por dentro yo me estaba muriendo. Te juro que te agarraba un ataque, parecía que no lo ibas a soportar.

-Es muy sensible lo que decís. Escucho tu disco, Envés, y aún cuando haya un registro en vivo hay algo imposible de capturar, que sólo ocurre estando entre el público.

-Hay una forma de verlo. El artista y quien disfruta de su arte de algún modo se parecen porque tienen que conmoverse ante las mismas cosas, porque hay un lazo muy fuerte donde la emotividad se toca del mismo modo en las dos personas, en el que está poniendo la viola y en el que está disfrutando de ese momento con el arte de ese tipo.

-En ese sentido, me gusta ver al músico poseído por su instrumento. En el escenario vos te transformás, como en esas fotografías a músicos de jazz...

-Y bueno... a veces en algunas fotos parece que soy down, o que estoy haciendo fuercita en el baño, pero algunas salen lindas. La verdad es que uno entra medio en trance y entonces cuando te sacan una foto seguramente salgo con una expresión en donde la cara se me pone así, cuando toco, y no en otro momento de la vida.

Si Malosetti -que compartió intimidad y música, extraordinaria música, con Spinetta- dice que Gonzalo Aloras tiene vena spinetteana, el reconocimiento hacia el rosarino tiene un fundamento que no esconde cariño: "Tiene que ver con su lirismo al cantar, con el buen gusto que tiene para frasear; es un artista muy influenciado por Luis, y un gran amigo también. Me encantó que los dos invitados sean locales, mi sonidista también, Guillermo Palena, que es un gran amigo, laburamos mil veces juntos, y ya que voy a Rosario a ese lugar (el Anfiteatro), donde él me hizo sonido infinidad de veces, le pedí que venga a operar".
Desde su mirada, Aloras -quien abarca un recorrido que va de Mortadela rancia a la banda de Fito Páez y discos propios: Algo vuela, Superhéroes- explica a Rosario/12 que "con la música de Spinetta pasan dos cosas: por un lado, hay algo que sucede con los grandes autores, y que tiene que ver con la influencia en determinadas generaciones, la famosa influencia que tiene un músico importante sobre los otros, algo que Spinetta como Charly, Litto, Fito, han provocado; por eso, yo me siento también parte de ese primer grupo, influenciado por su música. Pero después hay otra cosa, más particular en el caso de Spinetta, y es que ha sido un artista, en el sentido de lo completo de su creación. Spinetta abre un mundo, un universo, como posibilidad y no como gestus musical. Creo que ahí está lo hermoso, valioso y profundo, que ha dejado Luis, que no tiene que ver específicamente con su influencia ﷓que es positiva, porque eleva, enriquece﷓, sino con la invención de un mundo, algo mucho más complejo, difícil, que te lleva toda una vida e implica una ética muy fuerte. Hay toda una creación ética y filosófica, te diría, en todo lo que Spinetta hizo.

-La música, de hecho, es una concepción de mundo, una manera de entenderlo.

-Creo que fue Deleuze el que decía que los artistas, los músicos, son también pensadores, pero que expresan sus pensamientos a través de la música, de los libros; en el caso de Spinetta también tenés otra situación, y es que cuando ha tenido la oportunidad de hablar, sea en reportajes, durante los conciertos, o en su casa tomando una cerveza, era consistente. Es cierto que si nos escuchara ahora se cagaría de risa, porque una de las cosas fundamentales de su universo era el humor con el que él se tomaba a sí mismo. Un tipo que constantemente se desmitificaba, que se corría del lugar del genio, del maestro. Ese movimiento de su persona también forma parte de esa filosofía: concebirse a sí mismo como algo que fluye entre las demás cosas. Algo que lamentablemente no tiene manera de decirse con palabras más simples, es muy difícil. La singularidad de sus canciones, de sus discos, está sostenida con todo eso, por toda una vida que fue desarrollando gesto a gesto, con la tranquilidad, la alegría, la liviandad, de alguien que baila.

-Creo también que es injusto forzarlos a ustedes a decir algo sobre Spinetta, cuando lo que piensan está en la música que hacen.

-Es cierto, pero fijate que Spinetta es también alguien que trabajó mucho con las palabras. Uno podría estar toda la vida no sólo escuchándolo, sino también leyéndolo, todo ese material tiene un vuelo, una filosofía, una ética, es emocionante. Algo que destaco mucho, porque es lo que lo diferencia del resto. Luis ha podido encontrar la manera de decir, de hablar, sin estar en contradicción con lo que hacía musicalmente. Muchas veces un músico fabuloso no parece ser el mismo cuando lo escuchamos hablar, porque no tiene necesidad de expresarse como orador; ahora bien, el caso de Spinetta es el de alguien que le puso a uno de sus discos Artaud. Su universo se ha expandido siempre. El joven que lo admire y escuche, a través de él va a terminar leyendo a Castaneda, es decir, abre la posibilidad de meter todo el mundo en su música. Por eso es que a quienes nos influenció lo hizo para toda la vida, y no sólo musicalmente.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Django Unchained (2012, Quentin Tarantino)


Sangre muy roja y bien spaghetti


En un registro capaz de emular el western italiano y la mirada crítica sobre Estados Unidos, Tarantino despliega un cine de cinefilia, con diálogos prolongados y acción rojísima.

Por Leandro Arteaga

¿Quién puede acordarse del italiano Sergio Corbucci sino Tarantino? En verdad, la pregunta tiene respuesta y alternativa: el cineasta Alex Cox (Repo Man, Sid & Nancy) ha dedicado al spaghetti western una oda literaria imperdible: 10.000 formas de morir (Fan Ediciones, 2011), donde detiene la mirada en Django (1966) y explica su “cruel nivel de violencia surrealista”, así como “el simbolismo religioso del héroe con las manos heridas situando el enfrentamiento final en un cementerio”. Fue el gran protagónico para Franco Nero, descubierto en esta película, a la par de su antológica imagen de ataúd con metralleta. Un montón de problemas con la censura inglesa, molesta por el tono anticlerical, acompañaron el film de Corbucci junto a una difusa circulación por Estados Unidos, merced –parece- al retrato del Ku Klux Klan.
Entonces, ¿cómo no generar también un clima convulso con Django sin cadenas? Logrado esto –y siendo Django uno de los personajes más veces revisitados por el cine- hay una tecla justa que Tarantino pulsa. Que comunica con una esencia, digamos, “corbucciana” en consonancia con las maneras cinematográficas del propio director. Porque el Django de Tarantino tiene lazo de continuidad con Bastardos sin gloria (2009) y su despiole histórico, que tanto ha alterado a muchos: si en aquélla se acribillaba a Hitler, aquí se ajusticia a los esclavistas. Mixtura delirante que, atención, nunca traiciona al cine. ¿Por qué?
En Bastardos sin gloria no hay una sola referencia cinematográfica –dicha, mostrada, o aludida desde la narrativa- que no sea cierta, que no respete el momento histórico y que no exprese, por ello, el parecer de Tarantino: el cine nazi de Leni Riefenstahl, el colaboracionismo de Emil Jannings, la admiración por Henri-Georges Clouzot. En Django sin cadenas no sólo se asiste a la puesta al día –melancólica, postmoderna- del spaghetti western (“amo la manera de contar de estas películas” refirió el director) sino su asunción como manera de entender el mundo o, lo que es lo mismo, el cine.
Es decir, no se trata solamente de “copiar” recursos, resoluciones, vistas en tantas películas que Tarantino disfruta, sino de asumir lo que significan, de entramar un discurso. En este sentido, observar el proto-Ku Klux Klan que en su Django el cineasta delinea es también espejar la construcción del encuadre desde David Griffith y El nacimiento de una nación (1915), película fundacional para el cine así como celebradora de la primacía blanca. Con la diferencia de que en Django sin cadenas el KKK no será heroico sino, palabra del film, “cobarde”, sumiso a sus esposas, ridiculizado.
Por las dudas, recordar que la nueva película de Tarantino propone un Django negro (Jamie Foxx), esclavo liberto con una venganza que cumplir (nudo del cine de Corbucci). Su compañero de andanzas es el doctor King Schultz (Christoph Waltz), falso dentista en quien se esconde un caza recompensas taimado, que encuentra en el esclavo la posibilidad de identificar a varios forajidos. A partir de allí, el acuerdo para la ayuda con Django, el rescate de su esposa, los ajustes de cuentas. En medio de ello, el cruce al que obliga la figura de Calvin Candie, un adicto a los mandingos (referencia obligada, aquí, hacia la película Mandingo, 1975, de Richard Fleischer) que Leonardo DiCaprio interpreta con finura grosera, de dientes manchados de tabaco.  En él se cifran, así como en el notable Christophe Waltz, muchos de los diálogos casi interminables del film. Que han encontrado en el cine de Tarantino una suspensión temporal rara, demasiada, que anuncia un efecto estallido de duración corta.
Cuando la explosión aparece, los cuerpos revientan como bolsas de tomate, con sonidos semejantes. Tan delirantes como el soplido sonoro que acompaña cada zoom de la cámara, tan frecuentes en aquellos westerns. Respecto del primer aspecto, señalar que sí, que la película es violenta, pero desde la referencia hacia un verosímil de sangre imposible, cowboys interminables, balaceras dementes; en cuanto al segundo término, podrá argüirse con razón que una película no es “B” ni “spaghetti” si lo que hace es emular de manera pretendida aquellas formas, consecuentes con un contexto irrepetible.
Pero, a esta altura, en Tarantino hay una obra dentro de la cual su Django sin cadenas es un eslabón más, acorde con una época distinta, y en la cual cada vez más brilla, capaz como es de abordar –desde el rejunte, la mixtura, la cinefilia- el cine noir, el surf, las artes marciales, el blacksplotation, la guerra, el western. Su violencia es, ahora sí –antes quizás ambigua- nada ingenua, encarnada en la figura de un héroe oscuro, que sabe muy bien “cómo son los norteamericanos”.
La música, que pasa por Luis Bacalov (Django), Franco Micalizzi (Trinity) y, por supuesto, Ennio Morricone, incluye una composición original de este último, notable músico.
En suma, un disfrute que contagia porque, se nota, quien ha disfrutado con cada encuadre, transición entre toma y toma, y salpicaduras de sangre, ha sido el propio director.

Django sin cadenas
(Django Unchained) EE.UU., 2012. Dirección y guión: Quentin Tarantino. Fotografía: Robert Richardson. Montaje: Fred Raskin. Intérpretes: Jamie Foxx, Christoph Waltz, Leonardo DiCaprio, Samuel L. Jackson, Kerry Washingto, Don Johnson, Franco Nero. Duración: 165 minutos.
Salas: Monumental, Showcase, Sunstar, Village.
8 (ocho) puntos

La noche más oscura (2012, Kathryn Bigelow)


Una artesanal caza del terrorista

 

Por Leandro Arteaga
Rosario/12 (04/02/2013) 

Aún cuando se hayan suscitado discusiones alrededor de las torturas contenidas en La noche más oscura, lo cierto también es que su retrato de la violencia escandaliza en un nivel más profundo. Tal vez remitido a la institucionalización que de su uso el film hace, donde el resultado obtenido –la resolución dramática- será consecuencia de un hacer necesario, más o menos violento, según corresponda.
La noche más oscura no sólo es la puesta en escena de la caza de Osama bin Laden, sino segundo capítulo para la prédica de progresismo tibio de la oscarizada Kathryn Bigelow. Con Vivir al límite (2008), el retrato de un desactivador de bombas en Irak se disfrazaba de preocupación para glorificar –desde el post-western- la necesidad del héroe: psicópata o no, héroe al fin.
Ahora, los cowboys son más y nunca mejor retratados que durante el operativo final para dar con el jefe terrorista, para el cual los 120 primeros minutos nos preparan. Héroes de uniforme, multi armados, que son también correlato del torturador astuto, que sabe vestir de traje, con chistes intelectuales (Jason Clark): capaz de (casi) ahogar al prisionero, patearlo, trompearlo, sangrarlo, jugar con monitos, y entender el significado del término “tautología”.
Señalar que el desarrollo del film responde a un ordenamiento secuencial preciso, precedido de subtítulos, con una construcción de personajes desde puntos suspensivos, con incorporación de grabaciones reales, de gradación dramática pausada, hasta una concreción última con dosis bélicas, de terror, casi ciencia ficción, no significa para este cronista estar en presencia de un gran film. Antes bien, y sin deshacer el nexo entre forma e ideología, La noche más oscura es un canto guerrero, de armonía norteamericana, con notas de “corrección política”, ladrado hacia los cuatro vientos.
En este sentido, habrá lugar para el repaso histórico y la necesidad de la acción, desde Bush a Obama: el primero desde alguna mención irónica a las armas nucleares fantasmas, el segundo desde la atención a su discurso de la no-tortura. En el medio, sujeta a los vaivenes políticos, la CIA y el comportamiento ejemplar de Maya (Jessica Chastain), eje del relato, impulsora de la investigación hasta sus consecuencias últimas, responsable del descubrimiento y ajusticiamiento de bin Laden. Pero la mirada “crítica” hacia el funcionamiento de la CIA no significa su invalidación, sino antes bien una observación de burocracia inmanente. En donde puede que se requiera de medios difíciles, de muertes, abordados desde un fuera de campo impreciso: Guantánamo existe desde su pronunciación casual, así como ninguna bala “equivocada” será disparada por los soldados.
El film de Bigelow aplasta a otros, los ignora: desde Fahrenheit 9/11 de Michael Moore, hasta Samarra (Redacted) de Brian De Palma, pasando por la sensibilidad justa de Vuelo 93, de Paul Greengrass. Cumple, de esta manera, un derrotero ya alertado intelectualmente, ahora con un ejemplo histórico: la muerte de un enemigo del Imperio presentada desde, primero, el rostro del presidente de Estados Unidos; segundo, desde el diseño de un film digital simulado; tercero, desde una película con nominaciones al Oscar 

La noche más oscura
(Zero Dark Thirty) EE.UU., 2012. Dirección: Kathryn Bigelow. Guión: Mark Boal. Fotografía: Greig Fraser. Montaje: William Goldenberg, Dylan Tichenor. Música: Alexandre Desplat. Intérpretes: Jessica Chastain, Jason Clark, Kyle Chandler, Mark Frost, James Gandolfini. Duración: 157 minutos.
Salas: Cines del Centro, Monumental, Showcase, Village.
5 (cinco) puntos

Mentiras mortales (Arbitrage, 2012, Nicholas Jarecki)


El patriarca y sus súbditos


Por Leandro Arteaga

Aún cuando lo que suceda pueda indicar un peligro cada vez más real hacia su persona, hacia su fortuna, el empresario Robert Miller (Richard Gere) sabrá vociferar un discurso maníaco, ególatra, a su propia hija y en el medio de Central Park: “soy un oráculo”, le dice; “soy el patriarca”, grita. Todos giran alrededor mío, explica. Cerebro de las finanzas. Expresión mayúscula del entramado económico. No podrá ser herido de muerte sin un reemplazo capaz. Nadie cerca que le pueda disputar tanto como para que caiga de su trono en Wall Street. La hija entiende, allí, que no se trata de que quien le habla sea su padre ni de que los papeles la deletreen como su socia, sino que ella no es más que otro de los muchos empleados de este gran jefe. El mundo es cruel, será otra de sus máximas. La experiencia, dice, le acompaña.
Robert acaba de cumplir 60 años. Se encuentra en el pináculo de los números. Es tapa de Forbes. Da el dinero que sea a su esposa (Susan Sarandon) para cualquiera de sus obras de caridad. Impulsa el futuro artístico de su amante. Da trabajo a toda su familia mientras sostiene a las de la gran cantidad de gente que de él depende. En su comportamiento hay una naturalización de lo que le rodea. El mundo es así porque no puede ser, justamente, de otra manera. Todos, en este sentido, son como él. Podrán ocupar distintos lugares dentro de la gran pirámide, pero aún desde el estrato más bajo habrá respeto y sumisión hacia el dios que Robert expresa como verbo.
Un imprevisto cumplirá en el film un lugar traumático, fatal, que será el nudo en el cual incida todo lo que viene sucediendo. La pirámide podría desmoronarse. Si algunos deben morir para que se sostenga, que mueran. Detenerse en las decisiones mayores de los personajes de Mentiras mortales será coincidir, en este sentido, en una misma actitud reaccionaria. Todos buscan, finalmente, un rédito. El encarnizado detective (el gran Tim Roth) también. Basta con ver cómo tira su automóvil sobre el sospechoso de color, y cómo se cubre las espaldas ante el que tiene “mucho dinero”.
En verdad, el accidente del millonario es un catalizador, una situación límite que cristaliza lo que le rodea en un thriller, en un juego peligroso donde el espectador es también introducido. Es por ello que el suspense hará que las decisiones mayores, las que definen a los personajes, sean también cuestiones morales que deriven hacia quienes miren la película.
El gran desenlace no es lo que parece: el hastío de una hija o el “descubrimiento” del engaño del marido, sino la comprensión mayor de que el mundo, justamente, es como es: un nido de relaciones hipócritas en las que el dinero cumple lugar de esencia. Revelado esto, Robert entonces continúa con otro discurso victorioso. Y su familia, y todas las familias, le acompañan.

Mentiras mortales
(Arbitrage) EE.UU., 2012. Dirección y guión: Nicholas Jarecki. Fotografía: Yorick Le Saux. Música: Cliff Martinez. Montaje: Douglas Crise. Intérpretes: Richard Gere, Susan Sarandon, Tim Roth, Laetitia Casta, Nate Parker, Brit Marling. Duración: 107 minutos.
8 (ocho) puntos

Stand Up Guys (2012, Fisher Stevens)


Reencuentro con la aventura


Por Leandro Arteaga

El relato paralelo inicial marca indicios, provoca incertidumbre, expectativas, de cara al encuentro entre quien sale de la cárcel (Al Pacino) y quien va a recibirle (Christopher Walken). Dos ¿amigos? que se confunden en un abrazo raro, forzado, o como dirán ellos mismos, “extraño”. Qué es lo que esconden, cuál el pasado que los vincula, qué les ha separado, será motivo para proseguir con la atención predispuesta. Porque el sólo hecho de reparar en estos gestos pequeños, de dos intérpretes como Walken (Doc) y Pacino (Val), ya es buena manera de recibir al espectador.
Hay un encargo de por medio -que aquí no se revelará-, bisagra entre la obediencia a la orden impartida y el recuerdo de los buenos viejos tiempos. Han pasado veintiocho años de estadía en la cárcel. Muchas cosas han sucedido paredes afuera para el viejo de Val. Pero el recibimiento en el sofá/cama del apartamento de paredes grises de Doc, amontonado y sin más vida que unos cuadros de amanecer, no marca demasiada ruptura. Uno estuvo entre rejas, pero el otro sin más que la rutina del día a día.
Y hay un tercero: Hirsch (Alan Arkin) es quien descansa sonámbulo en un sueño eterno de geriátrico, con respirador adosado. Cuando ve llegar a sus antiguos camaradas, sabe que vienen a rescatarle para que, ahora sí, la aventura reinicie. En este sentido, no sólo se celebra el disfrute de a poquito mayor con el que los personajes se sumergen en lo que siempre han hecho –bandidos de armas tomar, con códigos internalizados- sino también con la forma que la película tiene de inyectar al espectador adrenalina justa: tanto desde el viagra consumido impulsivamente como desde el acelerar veloz del auto robado. Pero, eso sí, sin golpes de efecto que hagan olvidar que lo que se está viendo es, justamente, una historia de tres amigos, por lo menos, melancólicos.
En esta travesía habrá lugar, entonces, para un juego de engaño suficiente al espectador. Hay una hora señalada, y es en virtud del avanzar del reloj cómo el argumento deviene. En una noche/día que, mientras sea el primero de los casos, podrá durar tanto como se quiera, pero que invariablemente se trastoca cuando el sol aparece. Tanto como para explicar qué es lo que hace una empleada de bar sin haber conciliado sueño. Como así también para devolver la atención a los cuadros con color de amanecer que Doc gusta de pintar.
Persecuciones, entierros, balas, aire western, amores perdidos, chicas alegres, para el reencuentro feliz de estos bandoleros que gustan de repetir sus frases muletilla, concientes de que el tiempo puede haber pasado pero sin haberse llevado las ganas de vivirlo como se quiso.

Tres tipos duros
(Stand Up Guys) EE.UU., 2012. Dirección: Fisher Stevens. Guión: Noah Haidle. Fotografía: Michael Grady. Música: Lyle Workman. Montaje: Mark Livolsi. Intépretes: Al Pacino, Christopher Walken, Alan Arkin, Julianna Margulies, Lucy Punch, Addison Timlin. Duración: 95 minutos.
7 (siete) puntos