sábado, 3 de marzo de 2012

Fito y Bicentenario (24/02/2012)


Una bandera oruga, con gotas del Paraná



La noche del monumento como escenario de música para el público, para el río, y para la bandera. Fito Páez, su mejor y más aplicado alumno.

Por Leandro Arteaga
Rosario/12 (26/02/2012)

Es diferente, raro, muy hermoso, dar cuenta en determinado momento de que lo que sucede es –justa la expresión aquí- parte del mismo aire. Cuando la música se funde como oxígeno a lo que la circunda. Pero no desde el escenario acostumbrado, cerrado por paredes o populares, sino desde un espacio abierto, donde los límites visuales sean las referencias de la ciudad.
Algo parecido recuerda de manera puntual este cronista, cuando varios años atrás Luis Alberto Spinetta embriagara una noche de música desde la plaza San Martín: los colectivos corrían como siempre pero nada era como siempre. Las melodías se adherían a lo cotidiano, lo citadino adquiría una piel suave.
En la noche del viernes la mención a Spinetta fue también momento de pausa, justo antes de que Fito Páez introdujese al público en las notas de “Las cosas tienen movimiento”, canción suya que fuera parte del repertorio habitual de la almendra y de su vida. Vida que es “un río, que como viene también se va” decía Páez.
Río que corre, siempre cambia, con colores marrones y testigos de la bandera argentina primera. Doscientos años antes, y ahora con música y poemas que le cantan a su memoria y presente. El arrullo de aguas del Paraná oficiaba como cortina sonora. Primero junto a una voz que brota, tantas veces de manera querida, como su afluente para cobrar forma como garganta en Jorge Fandermole. Luego con el gesto vocal de litoral, que es también mixtura de otros muchos ritmos, de Liliana Herrero. Todo un segmento de apenas ocho interpretaciones compartidas, con ganas de que se escuchara más, pero con la ansiedad latente de “¿lo llegaremos a ver a Fito?”.
Hora más o menos, pasadas ya las 22, y Fito Páez entonces sobre el escenario, durante casi dos horas más, y en la compañía feliz que suponen los Killer Burritos de Coki Debernardi. Rock bien rock, con una primera parte que supo sumir en los discos de años atrás –discos de siempre, bah- a la mejor noche de verano que tuvo Rosario en mucho tiempo. Banda redonda como la mejor, con la cuerda puesta en el sostén del Páez más esencial.
Saquito, corbata celeste, más cambios posteriores que incluyeron otros lentes y remera con lengua stone. Sobre el escenario Fito Páez se ha vuelto una mezcla difusa entre el Charly García de alguna época y el Capitán Piluso. Hay algo en sus movimientos y/o gestos que recuerdan tanto a uno como al otro, así como a la vez definen una manera personal, que es musical. Gracia física que, el propio músico señaló, estuvo dispuesta a la exigencia en virtud de las dotes de su masajista (Fito Páez contracturado, toda una imagen…).
Como en todo recital de Páez, Spinetta estuvo presente porque también lo estuvieron Piazzolla y el mismo García. Sea desde la cita verbal, los gestos musicales de “Giros”, o el cover de “Cerca de la revolución”.
Por otro lado, es curioso ver cómo la respuesta del público se manifestaba de una forma más bien mansa, tranquila. Si bien desde franjas diferenciadas. Más cerca del escenario, está claro, quienes más saltaban o bailaban. Quizás porque los tiempos, como las aguas del río, cambian y han traídos otros ritmos, más inmediatos para el baile. En este sentido, este cronista asegura haber visto una pareja intentar comulgar el baile típico de la cumbia al compás de “Polaroid de locura ordinaria”.
Lo que equivale también a decir que era tanta pero tanta la gente repartida y mezclada. No faltaron reposeritas, mate en mano, familias completas con cochecito más suegros y padres. Así como adolescentes caídos de no se sabe bien qué litera: reunidos entre sí, cinco o seis, de ropa parecida o igual, con el habla a los gritos, celulares en mano.
Si la sensibilidad despertaba con la cita a Spinetta, los otros dos grandes momentos fueron la música compartida entre Páez, Liliana Herrero y Monchito Merlo (“Yo vengo a ofrecer mi corazón”), así como la bandera regalada al público por ex-combatientes de Malvinas. Se desplegó larga, y como oruga comenzó a caminar sobre la gente hasta desaparecer como horizonte.
El momento bisagra en la presentación del músico rosarino fue su intervalo de piano, con un paseo entre varias canciones, más la posibilidad de equilibrio que permitió el momento en solitario de Coki & The Killer Burritos. Luego más Páez y con más vínculo con las melodías más “sabidas”. Hasta arribar a la conclusión en forma de dueto entre “Dar es dar” y “Mariposa Tecknicolor”.
Y todo esto sin olvidar que de lo que siempre se trató fue de homenajear a la bandera argentina. Apenas una estación dentro de las muchas más que faltan. Y con un sonido y puesta en escena perfectos. Páez preguntaba si los de atrás (¡bien atrás!) escuchaban bien y, la verdad, anduvo todo muy bien.
Qué mejor homenaje a una bandera que el que permite su flamear más vasto y -vamos, claro que sí, y para siempre- democrático. No estará demás, nunca demás, recordar que el desdén hacia los símbolos patrios y tanta patria cacareada no provino de nadie más que de los gendarmes de tanto orden sacrílego y genocida. Recuperar la simpatía por éstos –con la conciencia crítica de lo que son: símbolos-, a la par de la música y de los músicos, no es cosa cualquiera. Significa mucho pero de muchas maneras. Tantas como distintas son las miradas que conformaban al aire humano que decidió acercarse a compartir música.
A partir de ella, Fito Páez demostró ser el mejor alumno, al regalar a la bandera su recorrido de vida. Unas tibias gotas de nube curiosa dejaron una humedad rápida sobre los asistentes. Consecuencia, seguramente, de lo que se denomina evaporación y condensación, con el Paraná como fuente de origen.
Una bonita bendición.

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