sábado, 1 de octubre de 2011

Balada triste de trompeta (2010, Alex de la Iglesia)


Balada demente, por el gran de la Iglesia


Balada triste de trompeta
España, 2010. Dirección y guión: Alex de la Iglesia. Fotografía: Kiko de la Rica. Música: Roque Baños. Montaje: Alejandro Lázaro. Intérpretes: Carlos Areces, Antonio de la Torre, Carolina Bang, Manuel Tallafé, Alejandro Tejerías, Santiago Segura. Duración: 107 minutos.


Por Leandro Arteaga

Pocas imágenes tan siniestras como la de un payaso. O, en otras palabras, ¿qué se esconde tras el maquillaje blanco y la sonrisa roja y exagerada? Sergio (Antonio de la Torre), dueño del circo, dice ser payaso para no tener que asesinar. Por su parte, el Payaso Triste (Carlos Areces) esconde su dolor desde una lágrima negra, enorme. Su padre, el Payaso Tonto, hubo de morir en las fauces de la guerra civil. Su legado opera en él como rescate de la memoria paterna, pero también como forma melancólica de venganza, tan poética como maldita.
Pero los niños ya no ríen. Al menos no con el Payaso Triste. Él tampoco. El escenario es el de un circo en la España de 1973. Las huellas de la guerra civil están, todavía duelen, amén de una mujer rubia, hermosa, que sabrá cómo templar los ánimos tristes del payaso para despertar su deseo. Quizá sea allí, entre sus curvas y el aliento caliente, donde pueda encontrar otro lugar, distinto del gris y ocre que tiñen de inmundicia a tanta historia reciente.
Pero Natalia (Carolina Bang) es también mujer de Sergio, de quien gusta recibir golpes. Sexo, violencia, risas, muertes. Un triángulo y un duelo, así como aquél que consumara las vidas del Gran Wyoming y Santiago Segura en Muertos de risa (1999). La televisión allí pero también aquí. Es decir, Balada triste de trompeta puede pensarse como reformulación en clave destripada del payaso televisivo alla Gaby, Fofó o Miliki, con algo de gratitud así como de recelo hacia su recuerdo. (Fofito integra, de hecho, el reparto circense).
Ahora bien, lo increíble de Álex de la Iglesia es que se adentra en la situación límite, fronteriza, que marca este recuerdo de niñez. En este sentido, es un film que revisita una niñez adulta, que muy bien supo acerca de lo que se vivía, que muy bien pudo superar tanta resaca posterior gracias a sonrisas payasas, aullidos de Paul Naschy, y sustos de Chicho Ibáñez Serrador. La niñez como umbral hacia la vida adulta, como manera de ver y entender, nada ingenua, nada inocente. Un payaso psicópata, vestido de oro eclesiástico y balas de metralla, será su corolario. Alusión aquí, nada mejor, en clave cinéfila: “¿Quién puede matar a un niño?”
Al fin y como se esperara, el desmadre. A de la Iglesia ya no se le puede parar, y quizás sea esto lo que de vera ocurre tras la pantalla de sus films. Tanto es el desborde que la cruz se vuelve gigantesca –guiño delirante por hitchcockiano-, los tiroteos infernales, el hombre bala vuela, todos gritan, aúllan, se queman y desfiguran la cara, mientras desde el cine Raphael canta su balada triste con cara de payaso.
Lo mejor es que el film nada proclama. Sólo expone dolor y un grito que no calla. El último plano, la última mirada, seguirá triste y plena de bronca. Es que hay algo que es mucho, y que a este payaso le han quitado para siempre. Bienvenida la rabia con la que se muerde, por ello, a la mano generalísima, misma zarpa que Salvador Dalí supiera reverenciar.

No le temas a la oscuridad (2010, Troy Nixey)


Oscuridad que mata


No le temas a la oscuridad
(Don’t Be Afraid of the Dark) EE.UU./Australia/México, 2010. Dirección: Troy Nixey. Guión: Guillermo del Toro, Matthew Robbins. Fotografía: Oliver Stapleton. Música: Marco Beltrami, Buck Sanders. Montaje: Jill Bilcock. Intérpretes: Guy Pearce, Katie Holmes, Bailee Madison, Jack Thompson, Edwina Richard, Garry McDonald. Duración: 99 minutos.


Por Leandro Arteaga

Guillermo del Toro. Allí el nombre a destacar. Porque el momento de esplendor que alguna vez el cine de géneros pudo tener todavía fulgura en realizadores como él. El espinazo del diablo, Hellboy, Cronos, El laberinto del fauno. Más cantidad de películas producidas y escritas. No le temas a la oscuridad es una de estas últimas. Y algo más.
Por un lado, la remake que implica respecto de la serie televisiva de mismo título, de 1973, y que ha iniciado una estela de nuevos films entre los que se cuenta Dark Shadows, por Tim Burton. Por otro lado, la escritura codo a codo con un casi olvidado Matthew Robbins. Quien fuera responsable de pocos pero inolvidables films como Corvette Summer (1978) y Milagro en la calle 8 (1987), además de haber cumplido participaciones en Cuentos asombrosos (1985) y en el guión de títulos como The Sugarland Express (1974) y Encuentros cercanos del Tercer Tipo (1977), ambos de Steven Spielberg.
Entonces, nada puede salir mal. Todo bien y mejor. Lo que significa: prólogo de horror más bendición maldita para quien habite el caserón olvidado de No le temas a la oscuridad. Allí la familia nueva, con la pequeña Sally (Bailee Madison) obligada a vivir con su madre postiza (Katie Holmes). La oscuridad de la niña como refugio personal, con un padre (Guy Pearce) abocado a sueños de arquitecto grandioso. Luego, el nexo afín del abismo y desconsuelo de la niña con lo que anida en la casa, en sus sombras más profundas, que de a poco irán desocultándose para invadir la tranquilidad de quienes viven en la luz.
Sin saltos bruscos, sin efectismos que rompan el buen clima de un film de terror. Así es como se narra No le temas a la oscuridad. Porque de eso se trata. De terror. En el mejor sentido de la palabra. Atravesado por los ojos de la niñez, de alguien que vive en el miedo y que puede, por eso, creer en los susurros que la oscuridad dice. Pequeños monstruitos de un no-lugar que acaramelan con voz rancia las noches de Sally. Un laberinto de una sola línea que irá adentrando en sí y cada vez más a quien lo dibuje y pueda entender.
La maldición de Blackwood, el antiguo morador, es en verdad excusa para una historia que precede desde tiempos inmemoriales, y que dadas sus raigambres lovecraftianas oficia como la costumbre indica en el cine de del Toro. Ecos de ultratumba para el apenas episodio que el mismo film implica. Porque hay algo que precede y que excede. Mejor sellar y tratar de olvidar.
En otras palabras, algo más hay en los cuentos que se cuentan. En el secreto que guarda el diente encontrado por azar aparente. En la moneda de troquel gastado y valor olvidado. Algo de lo que sabrá aprender, tal vez, el padre de la niña, afecto a un dinero invertido que mañana, así como la moneda vieja, será también papel sin sentido.

Invasión a la privacidad ( 2011, Antti Jokinen)


Si Drácula se levantara…


Invasión a la privacidad
(The Resident)

EE.UU., Inglaterra, 2011. Dirección: Antti Jokinen. Guión: Antti Jokinen, Robert Orr. Fotografía: Guillermo
Navarro. Música: John Ottman. Montaje: Stuart Levy, Bob Murawski. Intépretes: Hilary Swank, Jeffrey Dean Morgan, Christopher Lee, Lee Pace, Aunjanue Ellis, Sean Rosales. Duración: 91 minutos.


Por Leandro Arteaga

Las premisas no pueden ser mejores. Mujer sola, recientemente separada y en casa nueva, indecisa y temerosa, más una presencia ominosa que, parece, la acecha desde las sombras. El propietario puede que sea una buena posibilidad para su anhelo de compañía. Pero su abuelo, eso sí, es el emblema mismo del susto: el gran Christopher Lee. Todo ello con el corolario que es, a su vez, sello de inicio así como lustre para el terror británico: Hammer Films. Otra vez al ruedo y para dar sustos de los buenos.
Algún elemento más para atender, y que no es cualquiera. Hilary Swank corre, se desnuda, se baña y hace “cosas” íntimas. Su cuerpo aparece y desaparece desde gestos esquivos, pero con una sensualidad que coincide –desde aquellos tiempos inmemoriales- con el gesto abrupto y sexual de tantos y tantos escotes mordidos por los colmillos del Drácula de Lee. Muy bien.
Pero la realidad se impone. Un flashback extenso, estúpidamente explicativo, pondrá rápidamente las piezas en su lugar, no vaya a ser que el espectador pueda no “entender” lo que se expone y se dice. Por las dudas, se atan todos los cabos sueltos de manera redundante, para situar cada pieza en su lugar y saber quién es el bueno, el malo, y todo eso. Christopher Lee, en tanto, no ha quedado más que como decorado de torta barata.
Es cierto que las películas Hammer tampoco tenían –salvo excepciones presupuestos elevados. Pero lo que primaba era la astucia, la manera inteligente de renovar a los personajes y de redimensionarlos, aquí el hallazgo, desde la fase mítica. Allí entonces Frankenstein y Drácula –Peter Cushing y Lee, estandartes que sumarán filas con Hombres Lobos y Momias, amén del padrinazgo que supone el insigne Doctor Quatermass.
Pero no serán más que recuerdos cinéfilos lo que evoque el sello Hammer. Invasión a la intimidad, luego del flashback mencionado, cae en una pendiente cada vez peor, que nada tiene que ver con el espíritu hammeriano ni con el cine de más o menos buen terror. El personaje de la Swank será preso de una paranoia que, no bien sepa por dónde entenderla, habrá de desperdigar el interés todo del film. Es en este sentido que la película termina cuando no ha pasado ni media hora. Tan mala es. Pero lo peor es que continúa, mientras se mata y revive al monstruo de turno tantas veces como sea necesario.
Ante tal pobre exposición cinematográfica, bien haría Christopher Lee en calzarse las lentes de contacto sanguíneas y, cegado como se sabe quedaba, dar unos cuantas mordidas para alejar a tanto cine de pacotilla. Todo sea en recuerdo e idolatría de los maestros que supo tener aquel sello, emblematizados en los nombres de –elije el cronista- Freddie Francis y el incomparable Terence Fisher. Reverencias.