sábado, 29 de enero de 2011

Joe Hill: Cuernos (2010, Suma de Letras)


Con olor a azufre



Cuernos
(Hornes)
Joe Hill
Suma de Letras
Bs. As., 2010


La premisa primera, que
rápido habrá que escribir para también descartar –aunque en vano ignorar- es que con algo de varita maléfica debe haber sido bendecido Joe Hill, hijo de veras –y según se corrobora, a su vez literario- del gran Stephen King.
Pero es argumento del propio Hill, tal como se percibe desde la información de tapas y contratapas de cualquiera de sus tres libros (El traje del muerto, Fantasmas, Cuernos, todos editados por Suma de Letras), el mantenerse alejado de tal referencia, que bien podría ser asimilada por tantos escritores que ya estarían soñando un parentesco similar. Es por ello que Hill, más allá de King, o a propósito de él, qué tanto importa, brilla de manera cada vez mejor entre tanta letra endiablada.
Cuernos está muy bien, y su primera parte brilla como lo mejor. Ig se mira frente al espejo e indaga incrédulo las dos protuberancias que asoman de su cabeza y de a poco, cada vez más, con la forma clara de dos cuernos. ¿Qué es lo que habrá hecho durante la noche de borrachera que ahora le impide el recuerdo? ¿Qué reacciones tendrán quienes lo rodean, con quienes se encuentre? ¿Verán lo mismo que él? Aunque, en verdad, no es su apariencia nueva lo que sobresalta sino, antes bien, su sola presencia. Algo raro y podrido ha ocurrido.
Todo ello entre tantos pueblerinos tan típicamente “americanos” -si bien Ig uno de ellos-, todos de brillos que arañan superficies, que guardan apariencias, que se descubren como parte de una intriga mayor, capaz de ahondar en fosas abismales, con una pequeña casita de árbol como recuerdo fantasma de una promesa de amor, de cielo perdido y de infierno asumido. Allí la clave, el lugar troncal, desde el cual se enhebra la historia de muerte, amor y maldición de Ig y de todos.
Así como su padre (de acuerdo, sólo mencionar a King una vez más), Hill toma sus personajes del entorno americano medio, de vida bucólica y, a la manera de un Bradbury diabólico, desanuda sus pulsiones más procaces: hijos no deseados, males deseados, amores contrariados, secretos aberrantes. Es así que un dueto de amistad de toda la vida guarda rencores retorcidos para Ig, ingenuidad de la que el protagonista se liberará de a poco, entre la admiración de éxito que su hermano ha generado, las veleidades políticas y retóricas de un viejo amigo, y la repulsión que su presencia provoca, sobre todo y entre todos, a sus propios padres, los primeros en servir como devotos a los resplandores vanos de las pantallas televisoras y del qué dirán de sus pares.
El ingreso al mundo de Cuernos será puerta irresistible hacia una indagación mayor, con flashbacks que aclaren, que sumen piezas, que oficien como racconto hacia una resolución que encastre las partes distintas y que permita, como se debe, la asunción cabal del diablo porque, a no olvidar: de cuernos finalmente se trata.
Admirablemente, Hill puede volver verosímil su historia de azufre, tridente y travesti (sí, travesti), desde lugares tan comunes como próximos, con una narrativa que se desenvuelve de manera cómoda, si bien con un desenlace demasiado extendido. Ig, el demonio precoz de Hill, es –puede señalarse- similar en su fisonomía al cruce que supondría, para quien aquí imagina, el Satán que interpretara Richard Devon en The Undead (1957), uno de esos encantos fílmicos de Roger Corman, con el que corporizara Tim Curry en Legend (1985, Ridley Scott). Diablo a go-go, cursi, despiadado y sentimental, visto como una aparición pero escondido en todos los que dicen no verle.
Puede también proponerse que es un inconfundible encanto circa años ’50 el que corroe, de forma añeja y maldita, el espíritu pueblerino, de ambientación actual, del libro de Hill. Es que la referencia espiritual a los ’50, que emana de la figura del pueblito ordenado y risueño, oficia como una suerte de cápsula de tiempo que la misma narrativa norteamericana ha elaborado, como lugar desde el que mirar y mirarse tantas veces sea necesario. Como si se tratase de un pequeño paraíso perdido –mejor: mentido y macarthysta- del que los Estados Unidos abrevan una vez y otra.
Como emanación final, entonces, el diablo de Ig. Y la novela Cuernos como un manto de luces oscuras, de una redención que sus personajes solo podrán alcanzar desde el reconocimiento interno de la (su) otredad.

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