domingo, 22 de agosto de 2010

Cozarinsky, Wolf, Oubiña: Bafici Rosario (21/08/2010)


Sobre cine de autor y películas independientes


Tres miradas de saber teórico y práctico indagaron al cine independiente y de autor desde diferentes ópticas. La presencia de Edgardo Cozarinsky es uno de los regalos mejores del Bafici Rosario.


Por Leandro Arteaga

En un marco ideal como el que supone la sala de cine El Cairo, la muestra Bafici Rosario, que culmina hoy, reunió durante la mañana del sábado pasado (21 de agosto 2010) a tres destacados representantes del territorio cinematográfico: Sergio Wolf (actual director del Bafici, investigador, guionista y realizador), David Oubiña (investigador y docente), y Edgardo Cozarinsky (escritor y realizador).
Con una concurrencia mediana -que extrañó una presencia numerosa de estudiantes y realizadores, tal como la característica de la actividad hacía suponer-, los tres panelistas expusieron sus respectivas miradas acerca del cine de autor y del cine independiente. Recapitulamos, a continuación, parte del diálogo.

-David Oubiña: Estaba pensando en algo, que quizá parezca obvio, y es en la doble dimensión que tiene el cine. Por un lado es un artefacto, es un dispositivo que tiene una gran capacidad para reproducir más o menos fielmente lo que se pone delante de la lente; pero al mismo al tiempo, y por esa misma capacidad, el cine es quizás el dispositivo mejor preparado para desmontar esa misma ilusión. Esa doble dimensión creo que estuvo presente siempre, aunque supo circular por carriles separados. Por lo general, el cine se ha recostado sobre su capacidad analógica, mientras que las vanguardias se aprovecharon de esa potencia para deconstruir, para desmontar, la ilusión referencial de las películas. Si uno mira fotografías de pioneros como Muybridge o Marey, sabría que lo que hicieron los Lumière fue simplemente recomponer sus rompecabezas. Los pioneros trabajaron sobre la posibilidad de componer el movimiento, conformaron un momento arcaico donde el cine todavía no era cine. Me interesa ese movimiento arcaico, pero no tanto como un gesto retrógrado, sino como instancia negativa, en el sentido de ser un momento todavía no reconciliado, que no es vanguardista pero que sí puede ser –y de hecho lo ha sido- aprovechado por las vanguardias.
La “política de los autores” ha sido aquello que (la revista) Cahiers du Cinéma, durante los años ’50, interpretó como una especie de máquina de guerra contra el denominado “cine de calidad” francés. Pensaba en la política de los autores y en la diferencia entre ese momento, en donde la idea de autoría era realmente una máquina de guerra, y en lo que se ha transformado después. Cuando la política de los autores baja a Estados Unidos se traduce como “teoría de los autores”, y luego lo hace como “cine de autor”. Uno podría hacer casi un recorrido, una evolución del término, desde “política de los autores” a “teoría de los autores” y “cine de autor”. Hay un momento de la política de los autores que se podría pensar como supuestamente arbitrario o caprichoso, donde los autores eran aquellos a los que Cahiers du Cinéma señalaba como tales, pero también es cierto que en ese momento el término tuvo precisamente la posibilidad de definir un nuevo cambio. (Jean-Luc) Godard diría muchos años después que “cuando nosotros hablábamos de política de los autores todo el mundo pensaba en la palabra autor, mientras que habría que haber prestado atención a la palabra política”. La política de los autores es sobre todo un instrumento en el sentido más estratégico, es como la avanzada que de algún modo abre el terreno para las películas de los cineastas de la Nouvelle Vague. Pero este término, en la medida en que se convierte en una teoría –algo que en verdad nunca fue, para bien o para mal-, se vuelve parte del universo de la jerga académica. Incluso, después, se empieza a hablar de “cine de autor”. Curiosamente, el cine de autor termina convirtiéndose justamente en aquello que la política de los autores refutaba. El cine de autor es casi el nuevo cine de calidad, el cine culto, el cine de arte. Un género con las mismas convenciones que otros géneros. Si en algo interesa la política de los autores es que si uno tuviera que rastrear el origen del cine alternativo, del cine independiente, tal como lo pensamos nosotros, está allí. Más allá de todas las críticas o defensas, lo que tiene de útil, de valioso, es que me parece que ahí está el germen de lo que luego va a ser el cine independiente, alternativo. Hace cuarenta o cincuenta años, las películas de vanguardia y las películas más convencionales habitaban -como diría (Serge) Daney- en el mismo edificio, y me parece que progresivamente esas dos vertientes se han ido separando cada vez más. Por un lado un cine de gran espectáculo (Avatar, El origen) y por otro lado un cine mucho más artesanal, en todos los sentidos del término. Me parece a mí que el cine más interesante, el cine que vale más la pena ver está colocado de este lado, en el casillero de los cineastas más artesanales.

-Edgardo Cozarinsky: Puedo decir, en cierto modo, que uno está condenado a ser autor. Yo he tenido un recorrido muy zigzagueante. En un momento intenté hacer un cine, digamos así, de difusión masiva, pero terminó siendo una película más de autor que otras. Uno deja una marca personal en lo que hace. Hay gente que la deja más que otros. Lo que tiene de interesante es que este tipo de cine artesanal representa hoy una alternativa de resistencia a los procesos más notorios de la economía mundial, a lo que me refiero es al hecho de que las nuevas técnicas, a través del uso del video, han permitido hacer no solamente video-arte sino cine. Entiendo por “cinematógrafo” un uso determinado del lenguaje, del tiempo, de la imagen, y de la relación entre imagen y sonido; el video lo ha puesto al alcance de una cantidad de gente que no hubiera podido acceder a las formas de un cine más tradicional de consumo. En muchas de las programaciones, como es el caso del Bafici, se puede ver un verdadero uso del lenguaje cinematográfico que hoy lo autoriza el video. Así como hay un cine de gran espectáculo que ha tratado de derrotar a la televisión con el uso de recursos virtuales, el cine artesanal propone un uso de los tiempos y de los valores plásticos que no está necesariamente al alcance de cualquier película de consumo masivo. En cuanto a cohabitar en el mismo edificio es cierto, recuerdo que cuando se estrenaban películas como El año pasado en Marienbad o El eclipse, en Buenos Aires se estrenaban en unos catafalcos que hoy no existen, ya sea el Metropolitan -dividido en varias salas, que era también teatro-, el Gran Rex -abierto para recitales con cantantes y músicos internacionales-, Sin aliento se estrenó en el cine Ópera, que funcionaba como teatro para musicals importados. Es evidente que lo que hace cincuenta años rompía con las reglas de un cine tradicional podía llegar a un público masivo, hoy no es el caso. Creo que la difusión del dvd y de las salas alternativas configura nuevas posibilidades de acceder al cinematógrafo, como yo digo, un poco guiándome por (Robert) Bresson quien proponía la palabra tradicional, con todas sus sílabas, a la banalización “cine”. Películas como las que se han podido ver aquí, todas exploran posibilidades del cinematógrafo que hoy no se verían en un tipo de producción institucional.

-Sergio Wolf: Para mí hay un nombre en el cine argentino de los sesenta que es probablemente el que menos éxito tuvo de quienes filmaron en aquellos años, que es el de Manuel Antín, quien representa, de algún modo, una idea de relación con lo que pasó después. Uno podría pensar que el cine de los sesenta fue un cine de autor, pero fue también un cine derrotado. Sea porque una parte de sus directores terminó vinculada con la industria del cine argentino del momento -Argentina Sono Film, Aries-, o bien desapareciendo del cine, como Antín. Pero en su caso es como si la posterior creación de la Universidad el Cine hubiera venido a resolver un problema que se planteó en el cine de autor de los años sesenta, y que era el problema de resolver la exhibición y la formación de los directores. En los finales de los setenta, por otra parte, aparece un cine que ha sido denominado underground, a través de las películas de Alberto Fischerman, de Hugo Santiago; es un cine que prefiero denominar “conspirador”. Uno podría pensar que la historia del cine argentino tiene dos lecturas, dos líneas que están en colisión permanente: una es la oficial, la otra es la alternativa, la conspiradora, la irreductible. Por supuesto que el cine argentino de los años setenta tuvo muchos éxitos: La Patagonia rebelde, Quebracho, La tregua; pero el cine también podía tomar la línea alternativa o la del cine clandestino, a través del Grupo Cine Liberación o del Cine de la Base. Quiso la historia del cine argentino que lo que se impusiera como cine político, como alternativo, fuera el cine literal y político de (Pino) Solanas, el de (Raymundo) Gleyzer; pero me gusta pensar que el cine político era el otro, era el de Invasión, el de Puntos suspensivos, el de The Player vs. Ángeles caídos. El tiempo quiso que algunos directores murieran jóvenes, que otros viajaran a Francia. Durante los años ochenta el cine argentino conoce una de sus épocas menos interesantes. Es muy difícil encontrar diez películas que valgan la pena. En la actualidad, el cine argentino tiene, digamos, cincuenta directores de los cuales se puede esperar algo: Alonso, Llinás, Murga, Lerman, Rejtman, y más. En la década del ochenta nadie esperaba nada de Olivera, de Jusid, de Puenzo. Hubo un fenómeno de recambio profesional. Es aquí donde, de algún modo, reaparece Antín a través de su escuela de cine, ofreciendo la posibilidad de formar cineastas. Fue allí donde el mapa comenzó a cambiar.

Publicado en Rosario/12 (22/08/2010)

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