domingo, 28 de febrero de 2010

Al filo de la oscuridad (Edge of Darkness, 2010, M. Campbell)


Un rostro ajado para un film sobrio


Al filo de la oscuridad
(Edge of Darkness)
EE.UU./Inglaterra, 2010. Dirección: Martin Campbell. Guión: William Monahan, Andrew Bovell, sobre la miniserie escrita por Troy Kennedy-Martin. Fotografía: Phil Meheux. Música: Howard Shore. Montaje: Stuart Baird. Intépretes: Mel Gibson, Ray Winstone, Danny Huston, Bojana Novakovic, Shawn Roberts, David Aaron Baker. Duración: 117 minutos.


Algo de encanto rápido se encuentra en Al filo de la oscuridad, sea desde su visión como también desde el conocimiento previo. Es decir, se trata de un policial. Con una madeja que el detective Thomas Craven (Mel Gibson) decide investigar y desenredar tras presenciar, impotente, el asesinato de su hija.
Y, a pesar de lo que parece, no es la misma historia de tantas veces. Porque el film no trata necesariamente, aunque sea uno de sus aspectos, sobre la venganza del padre dolido. Sino, antes bien, sobre otras aristas, más molestas y complejas, capaces de conducir a una trama progresivamente oscura, donde la muerte de la hija sólo funcione como punta de ovillo.
Los atisbos del cine noir se notan. Claro que extrañan una puesta en escena más personal y menos efectista pero, sin embargo, algo de ello permanece. No es Martin Campbell un director de características autorales, aunque no deja de ser el mismo realizador de las dos nuevas vueltas de James Bond al cine: GoldenEye (1995) y la notable Casino Royale (2006), además de ser el responsable de la acción trepidante del Zorro bajo el rostro de Antonio Banderas.
¿Y cuáles son los rasgos noir que en Al filo de la oscuridad subsisten? El rostro derruido del detective. Sus vacilaciones morales. Su vida solitaria de pasado vedado. El reencuentro fugaz con la hija. El descubrimiento de un entuerto mucho mayor y peligroso que lo que supone su pérdida. La convicción del deber, de saberse obligado a resolver, de una vez y para siempre, lo que la investigación le descubre.
El hilo de la acción sabrá moverse, en este sentido, entre el proceder mafioso, la conveniencia política, los asesinatos en serie. Más un secreto que guarda silencio, como aquél que también supiera ser oculto dentro de un maletín, en el film emblemático del gran Robert Aldrich. Porque Bésame mortalmente (Kiss Me Deadly, 1955) no puede no pensarse como espíritu vigía de la película de Campbell. Más el recuerdo que también supone, sólo por temática, la fallida Abuso de poder (Mulholland Falls, 1996), del neozelandés Lee Tamahori.
A pesar de discurrir morosamente, con muchas dosis informativas y disquisiciones de filosofía dudosa –como las que propone el matón interpretado por Ray Winstone-, Al filo de la oscuridad sabe mantener un tono sobrio, que tampoco adquiere tintes peligrosos, tales como los que suponen las frases en latín o el parangón religioso que, al pasar, el de veras fundamentalista Mel Gibson expresa: “¿dónde estar, en la cruz o con el que clava los clavos?” lo cual, dicho por el director de La Pasión de Cristo (2004), provoca cuanto menos un temblor. Pero a no temer que, afortunadamente, no es el actor el que dirige.
Las escenas puramente de acción son demasiado pocas y, por momentos, el film se cubre de silencio. Son muchas las escenas con este rasgo. Algunas veces, también, para acentuar el efecto sorpresa del montaje y el diseño sonoro. Si bien con situaciones rayanas en lo inverosímil, Al filo de la oscuridad funciona. Y el rostro ajado de Gibson aparece como su mapa sin descifrar.

domingo, 21 de febrero de 2010

Desde mi cielo (The Lovely Bone, 2009, Peter Jackson)


Entre la artesanía y la megalomanía: una semblanza de Peter Jackson a partir de su último film



Desde mi cielo
(The Lovely Bones)
EE.UU./Gran Bretaña, 2009. Dirección: Peter Jackson. Guión: Peter Jackson, Fran Walsh, Philippa Boyens, sobre la novela de Alice Sebold. Fotografía: Andrew Lesnie. Música: Brian Eno. Montaje: Jabez Olssen. Intérpretes: Mark Wahlberg, Rachel Weisz, Saoirse Ronan, Stanley Tucci, Susan Sarandon, Michael Imperioli. Duración: 135 minutos.




Tal vez no sea el mejor ejemplo de su filmografía, pero Desde mi cielo permite reconocer y pensar varios de los elementos recurrentes dentro de la obra del realizador neozelandés Peter Jackson (1961).
Como si se trazara un puente, el último de sus films devuelve la atención sobre, aquí sí, el mejor de sus títulos: Criaturas celestiales (Heavenly Creatures, 1994) abordaba también el tema de la muerte o, mejor dicho, el de la muerte cruel. Sin ahorrar turbiedad, aquel film propuso un tour de force pesadillesco, cuyo desenlace –conocido de antemano por el espectador- se alimentaba a su vez de un miedo todavía mayor: la mismísima sombra de Orson Welles.
Cuando Criaturas celestiales se estrenó el nombre de Jackson resultó, para muchos, un descubrimiento. Mientras tanto, otros más atentos, ya conocían su obra. Desde una marginalidad total, tanto en lo presupuestario como en lo temático, Jackson se cultivó como cineasta desde un demente primer largometraje que, si se afina el recuerdo, tuvo exhibición en nuestro país: Mal gusto (Bad Taste, 1987) daba cuenta de la más asquerosa y berreta invasión extraterrestre. Un desquicio que, si se lo piensa, no se encuentra tan alejado de uno de los mejores films de la temporada pasada, producido -nada es casualidad- por el propio Jackson: Sector 9, de Neill Blomkamp.
Características que sabrán encontrar un justo continuará en la igualmente desquiciada, con muñecos en clave “muppets noir”, El mundo de los Feebles (Meet the Feebles, 1989). Pero lo siguiente fue todavía mejor. Muertos de miedo (Braindead, 1992) es una de las mejores comedias negras y gore de todos los tiempos: familiares muertos vivos deben ser aniquilados hasta la última tripa. La escena de la golpiza al bebé zombie en plena plazoleta de juegos y familias es única.
Después, y entonces, la cristalización oscura que supone Criaturas celestiales. Luego, otra comedia negra y de buen gusto: Muertos de miedo (cuidado al rastrearla, porque no es Braindead, sino un tonto descuido de traducción para The Frighteners, 1996), que supiera rescatar en un papel secundario al gran John Astin (Homero Addams, en la serie televisiva), como uno de los fantasmas a sueldo del detective paranormal interpretado por Michael Fox. A partir de allí, el éxito descomunal y oscarizado de la trilogía El Señor de los Anillos (2001, 2002, 2003), sobre la obra de J.R.R. Tolkien, más la actualización del mito King Kong (2005).
Es por eso que, aún cuando distante respecto de la oscuridad previa y mejor de Criaturas celestiales, Desde mi cielo aparece como una buena oportunidad para el repaso de Peter Jackson y una obra que, por lo visto, oscila entre la artesanía marginal (ya perdida, quizá añorada) y la megalomanía, a veces tiránica, de los grandes presupuestos.
Síntoma que, justamente, parece expresar su último film.
Sólo unas palabras más: Stanley Tucci está magnífico. Las casas de muñecas que construye y que, en última instancia, también le contienen, dibujan un mundo cerrado, autista, de pesadumbre peligrosa. Todos pueden caer en algo similar. Y esto el film parece indicarlo varias veces: la bola de nieve inicial es un referente.
Pero por otra parte, Desde mi cielo se encuentra cercana al espíritu plástico y edulcorado de Más allá de los sueños (What Dreams May Come, 1998), del también neocelandés Vincent Ward. Un más allá plácido y cómodo para –acá el asunto- el espectador.
De todas maneras, del balance entre uno y otro aspecto surge de manera relevante, desde este entender, la parte primera. Allí cuando la imagen se altera al video más cotidiano, para dar cuenta del detalle y minucia con los que el vecino de la próxima puerta planea su golpe mortal.
En esos resquicios aparece el mejor cine de su director. Quizá en un próximo film ocupen el todo, y no la media parte, de la película.

domingo, 14 de febrero de 2010

Curt & Robert Siodmak: a propósito de The Wolfman


Curt y Robert Siodmak:
hermanos, emigrados, y cultores del mejor cine de Hollywood.


El estreno de The Wolfman, de Joe Johnston, con su declarado homenaje a Curt Siodmak, es excusa bellísima para un recorrido sobre las coincidencias y desavenencias entre el guionista y su hermano, el realizador Robert Siodmak. Si bien por caminos separados, supieron coincidir en algunos proyectos. Uno de ellos, El hijo de Drácula, es otra de las excusas (también bellísimas) para este artículo.


Bela Lugosi ya había tenido su oportunidad -y su maldición-: sólo interpretaría al conde de los vampiros una única vez, en Drácula (íd., 1931, Tod Browning). Por uno u otro motivo no volvería a vestir la capa negra: La hija de Drácula (Daughter of Dracula, 1936, Lambert Hyllier), que retomaba la acción desde el final de su antecesora, tuvo que prescindir del vampiro -luego de contratar al actor- ante la creciente censura hacia las películas de terror; según se cuenta, el que otorgaran el papel a Lon Chaney Jr. en El hijo de Drácula (Son of Dracula, 1943, Robert Siodmak) enemistó a ambos actores; mientras que las dos últimas incursiones importantes del personaje recaerían en las dotes de John Carradine (House of Frankenstein -1944- y House of Dracula -1945-, ambas de Erle C. Kenton). El manto del vampiro sólo es retomado por Lugosi en Abbot and Costello Meet Frankenstein (1948, Charles T. Barton).
Es este panorama, el de las producciones terroríficas de los estudios Universal, el que transitó el vampiro en territorio estadounidense. Existe una tendencia a pensar que el personaje gozó de muchas buenas oportunidades y, aunque esto sea relativo, sí es cierto que el aura de presupuestos bajos y en blanco y negro de la época dotó a estos films de un encanto particular. Situada como la tercera de una lista de seis, El hijo de Drácula ocupa un lugar importante dentro de la mitología del personaje.
Pero antes de adentrarnos en su atmósfera de brumas, primero, los protagonistas.

Nacidos en Dresden, Alemania, los hermanos Robert (1900) y Kurt Siodmak (1902) deambulan por la Berlín de los años '20 con el estómago vacío. Una mesa del "Romanisches Café", lugar transitado por la bohemia artística de la época, los convoca junto a otros jóvenes principiantes como "Billie" Wilder, Fred Zinnemann, Eugen Schüfftan y Edgar Ulmer. El resultado será la película experimental Los hombres del domingo (Menschen Am Sonntag, 1929), con guión de Wilder sobre una historia de Kurt Siodmak, y con dirección de Robert Siodmak. Luego de su estreno, sus responsables serán requeridos por la gran industria, y los Siodmak trabajarán en los prestigiosos estudios U.F.A. La labor de ambos coincidirá sólo ocasionalmente y tendrá su tinte consagratorio en la oportunidad de filmar la exitosa novela de Kurt titulada F. P. 1 Antwortet Nicht (1931), sobre una gigantesca isla flotante situada en el Atlántico para servir de escala a la unión aérea entre ambos continentes. Ante los conflictos suscitados por el control de sus películas, Robert termina abandonando el proyecto y renuncia en 1932, mientras que del film termina encargándose el austríaco Karl Hartl.
Durante su estancia en la Deutsche Universal-Film A.G. (filial de la Universal Pictures, fundada por el alemán Carl Leammle en E.U.), Robert encuentra allí refugio y trabajo para los "indeseables" del Tercer Reich y filma Secreto que quema (Brennendes Geheimnis, 1932), sobre el cuento de Stefan Zweig. El film tiene multitud de problemas para su estreno: los títulos no debían dar crédito de las personas judías incluidas en el rodaje, Joseph Goebbels manda quemar públicamente las obras de Zweig, y el 28 de marzo de 1932 el mencionado mandatario alerta acerca de "las cuestiones actuales del cine alemán". Mientras los escritos de Kurt son confiscados por la Gestapo, los hermanos emigran a la cinematografía y la literatura extranjeras.

"¿Quién sabía qué atrocidades sobrevendrían? Nadie lo sabía. Pero mi esposa lo presintió". Desde su exilio, Kurt Siodmak no volverá a escribir una sola nueva palabra en alemán. En Inglaterra trabajó en la British International Pictures, hasta que descubrieron su falta de permiso laboral y tuvo que emigrar a Francia, mientras su hijo quedaba al cuidado de un orfanato inglés. La relación con su hermano nunca fue buena y, según parece, la enemistad se intensificó. For Kings Only, un guión comprado por la Gaumont-British Pictures, es el que devuelve a Kurt a Inglaterra. Mientras, en Francia, Robert Siodmak rodará veintidós películas, a la vez que padece la xenofobia de la época: "Mi presencia en Francia era tan sólo tolerada, incluso no tenía ni permiso de trabajo y no puedo contar los días pasados esperando en las ventanillas del Palacio de Justicia…, ignorando si nuestros permisos de residencia serían prorrogados o no".
El primero en arribar a Hollywood, en 1937, fue Kurt, mientras su esposa e hijo aguardaban en Inglaterra. Su carrera comienza con films para la estrella de la Paramount Dorothy Lamour (Her Jungle Love, Aloma of the South Seas); en palabras de Kurt: "silly things" ("cosas tontas").
Dos años más tarde, Robert pisa suelo norteamericano: sus sueños de artista reconocido se desmembrarían de manera contundente. Si en Francia tuvo que recomenzar su carrera desde cero, en Hollywood, tierra del artificio, su tarea fue más traumática. Ignorado absolutamente, además del desconocimiento de sus films, Siodmak afrontó nuevamente, y por tercera vez, la difícil labor del ascenso.

Kurt -ahora Curt-, por su parte, tuvo un intermedio de once meses de desempleo, hasta que por los favores de un amigo consigue escribir el guión de The Invisible Man Returns para la Universal. El éxito del film, interpretado por Vincent Price, supuso para el guionista el inicio de una continua y estrecha colaboración con el cine fantástico.
Robert, en tanto, deambula por la tierra del ensueño: el director Preston Sturges le consigue trabajo en la unidad 'B' del productor Sol Siegel, descubridor del "singer cowboy" Gene Autry. Algunos de los títulos dirigidos por el realizador son: West Point Widow, Fly By Night, My Heart Belongs to Daddy. Robert dejaba a su asistente el manejo de la cámara. El porqué de la decisión posee su explicación: "This is not a Siodmak picture, this is Paramount sheet" ("Esto no es una película Siodmak, sino mierda Paramount").
Un llamado telefónico proporciona a Robert Siodmak nuevas esperanzas. Su hermano Curt intercede en su favor ante los estudios Universal, quienes le otorgan un contrato por siete años con un sueldo inicial de 125 dólares semanales. La ilusión dura poco. El primer encargo tiene que ver con un film de corte fantástico, interpretado por Lon Chaney, Jr., y escrito por el propio Curt. Para Robert esto implica, en pocas palabras, degradarse hacia los estratos más bajos de la producción hollywoodense. Según testimonios de Curt: "Llorando, me decía: '¡Mira lo que me pagan! No me importa lo que el escritor obtenga, pero el director es tan importante'. Yo le dije, 'Esto es mierda. Hazlo o no. No puedo conseguirte más dinero'".

No bien comenzó la producción, Curt quedó sin su crédito de guionista y el cargo fue ocupado por Eric Taylor. Esta estratagema no era nueva, ya había ocurrido en Los hombres del domingo, donde el crédito más importante fuera para Billy Wilder. De acuerdo con Curt: "Robert me quería. Cuando necesitaba algo, él estaba allí y éramos los mejores amigos. Pero pensaba que podía haber un sólo Siodmak, no dos. Y eso duró hasta su muerte". Este recelo es explicado por Curt en relación a la incapacidad que su hermano demostraba como guionista, lo que suscitaba que, psicológicamente, Robert se dedicara a destruir la figura del escritor y su obra. Claro está, no son éstas más que apreciaciones muy parciales, sobre todo si tenemos en cuenta que, en la misma entrevista, Curt se descarga diciendo: "Con buenos actores, un buen guión, un montajista que se ocupe de armar la película, ¿para qué necesitar de un director? Para ser bueno, lo que se necesita es de un determinado entendimiento de recursos narrativos y técnicos. Pero muchos de los directores son sólo decoradores de sets. Escribir es otra cosa."

¿Y El hijo de Drácula?
Este hijo de Drácula, que no es otro más que el propio conde, disimulado bajo el nombre/anagrama "Alucard" (copiado luego hasta el hartazgo), posee méritos que hacen de él un digno sucesor en la estirpe cinematográfica del vampiro.
Ocurre que el conde (Lon Chaney Jr.) emigra a las pantanosas regiones del sur norteamericano contemporáneo, y el motivo se explica en la figura de Katherine Caldwell (Louise Allbritton), heredera ambiciosa de la mansión Dark Oaks y víctima voluntaria del vampiro; de hecho, es éste el primer film que aborda la posibilidad inmortal que ofrece una yugular violada (argumento también hoy repetido hasta el hartazgo).
Hasta dónde Alucard es el personaje principal y hasta dónde no lo es, se convierte en uno de los atractivos del argumento, puesto que las intenciones primeras parecen pasar más por Katherine que por el propio conde. Es ella la que desprecia el amor de Frank Stanley (Robert Paige), en virtud de sus propósitos maléficos e inmortales; en tanto, el matrimonio con Alucard será el instrumento para la consagración de este fin.
El film goza de momentos únicos: el escondite de Alucard en los pantanos cenagosos sobre los que el conde se desliza; Katherine, convertida en murciélago y bebiendo entre sombras la sangre de Frank; o las transformaciones, hasta ese entonces nunca vistas en cine, del conde en niebla o en vampiro (obra de John P. Fulton). El hijo de Drácula es un film que trabaja sobre la reformulación del personaje vampiro -el conde, por ejemplo, se refleja en los espejos- y contribuye, de esta manera, al logro de una consolidación folklórica mayor.

Son of Dracula quizá sea el último buen intento de la Universal por generar un producto digno para el personaje de colmillos; y ello se debe al desempeño estético que significa el aporte de Robert Siodmak. De clara concepción expresionista, la película se nutre de ángulos extrañados, iluminación no natural, y decorados estilizados. Por otra parte, esto es también lo que se esperaba de los realizadores alemanes de la época, pero Siodmak sabrá no sólo bucear en el terror desde el expresionismo, sino que también presagiará, con este film, sus futuras incursiones -decisivas- dentro del cine policial negro. En este sentido, Son of Dracula puede leerse, claramente, como un excelente relato negro: la ambientación es la contemporánea (los EU del '40); una serie de asesinatos develan un móvil que debe ser descubierto (cuya raíz radica en una femme fatale); y el conde es atacado -¡por primera vez!- con armas de fuego. Desde este enfoque podemos entender, un poco mejor, la inclusión del más desafortunado Drácula de la historia del cine (aunque, de igual manera, convengamos en que Lon Chaney Jr., con su cara rechoncha y buena, no era la mejor elección para un personaje que, desde su esencia, es la encarnación del más puro mal).

El rodaje del film finaliza en 15 días y, frente a los 20.000 metros de celuloide permitidos para la realización de una película "B", sólo se utilizan 6.000. Ello habla bien de Robert Siodmak y le afianza el camino hacia el despliegue, ahora sí claramente traumático, expresionista y negro, de sus realizaciones posteriores: La dama fantasma (Phantom Lady, 1943), La escalera de caracol (The Spiral Staircase, 1945), Tras el espejo (The Dark Mirror, 1946), Los asesinos (The Killers, 1946), Sin ley y sin alma (Criss Cross, 1948) (1).

Por el lado de Curt Siodmak, antes de Son of Dracula ya había realizado los guiones de films como Viernes 13 (Black Friday, 1940) y El hombre lobo (The Wolf Man, 1941), para luego ya cimentar su fama en el género desde su trabajo en películas como Yo caminé con un zombie (I Walked With a Zombie, 1943), La guarida de Frankenstein (House of Frankenstein, 1944), La bestia de cinco dedos (The Beast with Five Fingers, 1946), Creature with the Atom Brain (1955). Fue también director de cuatro títulos: Bride of the Gorilla (1951); The Magnetic Monster (1953); Curucu, Beast of the Amazon (1956); Love Slaves of the Amazon (1957). Su faceta de escritor de novelas se consagra, sobre todo, con "Donovan's Brain", un éxito de ventas que tuvo tres traslaciones cinematográficas. Un dato curioso, su novela "City in the Sky" fue comprada por los productores del film de James Bond Moonraker (1979) por la sola necesidad de la inclusión de un gag que el libro contenía: la pareja que hace el amor en el espacio. Sólo por los derechos de esa única idea, a Curt Siodmak le pagaron unos 70.000 dólares.

Hacia 1953, Robert se halla instalado nuevamente en Europa, harto de los caprichos consentidos hacia los "actores estrella" (como sus problemas con Burt Lancaster en el film El pirata hidalgo-The Crimson Pirate, 1951), y de que el fisco norteamericano se llevase el 80% de sus ingresos. Al otro lado del Atlántico, las realizaciones de Robert Siodmak se repartirán entre producciones alemanas, francesas, italianas e inglesas. Antes de su muerte, en 1973, trabajó en la traslación fílmica de un cuento de su hermano: The Clock (1972, Alemania/Suiza).
En 1998, Curt fue premiado en el Festival Internacional de Cine de Berlín. En marzo de 1999 fue condecorado con el más alto honor en Alemania, la Cruz de la Orden del Mérito de la República Federal Alemana. A la edad de 98 años, Curt Siodmak fallece.

Volvamos al film elegido, y concedamos al Conde Drácula el prestigio que se merece y que hubieran de celebrar –inconveniencias más, inconveniencias menos- nombres de prestigio como los de los hermanos Curt y Robert Siodmak. Hollywood, tierra del –otrora- mejor cine clásico, hubo de consolidarse gracias a talentos como los suyos. Ya inmortales.


Notas:
(1) Una historia más negra es la que tuvo que ver con el proyecto que Robert Siodmak aborda luego de Sin ley y sin alma. Titulado “A Stone in the River Hudson”, Siodmak escribe junto con Budd Schulberg un guión a desarrollarse en el puerto de New York, relatando misteriosas relaciones entre los sindicatos y la mafia. Durante cinco meses los guionistas visitan estos ambientes, sufren amenazas de muerte, y son salvados por un cura irlandés que evita sus muertes a manos de un asesino a sueldo. El peligro se torna mayor: el H.U.A.C. (Comité de actividades anti-americanas) de Joseph McCarthy acusa a Schulberg de simpatías pro-comunistas y la película termina siendo bloqueada. Sam Spiegel compra el guión en 1951 a cuenta de Darryl Zanuck para la 20th Century Fox, éste se asusta y lo revende a la Columbia, con la que Spiegel logra hacer el film. On the Waterfront (“Nido de ratas”), realizada por Elia Kazan y un “regenerado” Schulberg, que denunció a sus colegas en Washington así como lo hiciera el propio Kazan, verá la luz en 1954 y recibirá de manos de Siodmak una querella hacia Sam Spiegel por no haber tenido en cuenta su participación. El realizador será indemnizado con $100.000. El nombre de Robert Siodmak figurará, dicho sea de paso, en la lista de personalidades del cine consideradas “comunistas o subversivas”, a raíz de sucesivas entrevistas a manos del FBI. Todo ello por frecuentar, en reiteradas ocasiones, a un sospechoso hombre de “simpatías comunistas”. Su nombre: Charles Chaplin.


Las citas corresponden a:

Hervé Dumont: Robert Siodmak: El maestro del cine negro, Filmoteca Española-Festival de Cine de San Sebastián, Madrid, 1987.

Lee Server (en entrevista con Curt Siodmak): “The Man with Donovan’s Brain” en Starlog: The Science Fiction Universe #150, NY, 01/1990. La traducción es mía.

sábado, 13 de febrero de 2010

El hombre lobo (The Wolfman, 2010, Joe Johnston)


La melancolía encantadora de Larry Talbot


Con una puesta en escena que remite a la iconografía del terror clásico de los estudios Universal, El hombre lobo recrea su leyenda a la manera de un cuento de hadas oscuro, de nieblas victorianas.


El hombre lobo
(The Wolfman)
EE.UU./Inglaterra, 2010. Dirección: Joe Johnston. Guión: Andrew Kevin Walker, David Self, a partir del guión de 1941 de Curt Siodmak. Fotografía: Shelly Johnson. Música: Danny Elfman. Montaje: Walter Murch, Dennis Virkler. Intérpretes: Benicio Del Toro, Emily Blunt, Anthony Hopkins, Hugo Weaving, Geraldine Chaplin y Elizabeth Croft. Guión: Andrew Kevin Walker, David Self. Duración: 102 minutos.


Cuando se produjera el estreno de Ed Wood (1994), un film maldito rodado en blanco y negro, con Johnny Depp, y con escasa respuesta de público, Jack Nicholson hubo de mencionar que la tarea de su amigo Martin Landau (por la que mereciera el premio Oscar) constituía una “carta de amor a Bela”. Bela Lugosi volvía de la muerte gracias a Landau, a Drácula, y al amor por el cine de Tim Burton. En el caso de El hombre lobo nada puede evitar sentir que, en virtud de supersticiones semejantes, es ahora Lon Chaney, Jr. quien vuelve de la tumba.
Porque la caracterización de Benicio Del Toro como Lawrence Talbot remite, desde el lado que se elija (humano/animal), a la iconografía licantrópica del mejor cine Universal. Aunque no sólo como detalle particular, sino como parte de un homenaje mayor que es también manifestación de cariño al género que mejor supo cultivar este estudio durante los años ’30 y ’40.
De modo tal que, de nuevo y bienvenida sea, la melancolía de Larry Talbot ronda entre las salas de cine. Según lo dicho por el propio Del Toro, han sido aquellas películas interpretadas por Lon Chaney hijo las que lo sedujeran como actor temprano. De manera que su composición pasa a ser un cúmulo de atenciones hacia uno de los intérpretes, vale recordar, más malogrados de Hollywood. A la sombra de su padre, y de los roles magníficos y horroríficos que supiera componer, Lon hijo no pudo escapar demasiado a un encasillamiento que, a excepción de alguna aparición oportuna en films de otros géneros (no olvidarlo en A la hora señalada), hiciera del terror y la clase B sus ámbitos recurrentes.
Pero también habrá que subrayar que la película dirigida por Joe Johnston (Rocketeer, Jurassic Park 3) puede pensarse, a su vez, como una declaración de admiración –¡por fin!- a uno de los ingenios más maravillosos que cultivaran aquel horror: el escritor alemán Curt Siodmak. Así lo corroboran los credits finales, con su nombre al lado de los guionistas principales. Como parte del grupo de exiliados europeos que ayudaran a cimentar el mejor cine norteamericano durante la Segunda Gran Guerra, Siodmak fue el cerebro tras la mayoría de las películas de terror de aquellos años. En el caso del hombre-lobo, el guionista fue el responsable de muchos de los elementos que hoy conforman el habitual folklore licantrópico, tales como las letales balas de plata o la oración que reza la maldición: “Hasta un hombre puro de corazón, que reza sus oraciones por la noche, puede convertirse en lobo cuando florece el acónito. Y la luna está llena.”.
La versión que dirige Johnston no prescinde de ninguno de ellos. Más el disfrute inmediato que provoca la situación de la acción, en plena era victoriana, y con la presencia del mismísimo Inspector Abberline (Hugo Weaving), de Scotland Yard, malhumorado tras la desazón que le supusiera el Destripador de Whitechapel. Quien haya visto el film original, de 1941 (y más aún sus secuelas), sabrá apreciar lo que significa el nombre de Anthony Hopkins en lugar del de Claude Rains, el de Emily Blunt como la enamorada Gwen, o más aún el de Geraldine Chaplin bajo la piel y palabras gitanas de Maleva: “¿dónde termina el hombre, dónde comienza la bestia? ¿Matar a uno no es también matar al otro?”, alerta que preludia la aparición del protagonista usual de aquellos films –y de éste-: la turba humana.
El furibundo grupo capaz de enjuiciar y linchar bajo la luz hipócrita de sus antorchas; los mismos que supieran hacer huir a partir del horror de sus gritos de histeria al monstruo de Frankenstein o al Joven Manos de Tijera. Talbot sabrá encontrar allí a uno de sus principales adversarios.
Además de lograr puntos de contacto con Jack The Ripper o John Merrick (El hombre elefante), no puede soslayarse que El hombre lobo cuenta con los efectos de maquillaje de Rick Baker, talento referencial -cuya escuela se remonta al genial Jack Pierce, responsable del maquillaje original de todos los monstruos Universal-, que supiera recibir un Oscar, entre tantos otros, por su tarea en Un hombre lobo americano en Londres (1981), otra de las mejores películas de hombres lobo jamás hechas.
Volver a ver a Talbot aullar su tristeza a la luna, mientras se debate entre su bestialidad desbordada y las ropas de civil, es un regalo de cinefilia, posible por la pasión del propio actor, Benicio Del Toro, gestor del proyecto. La Universal, mientras tanto y paradójicamente, sólo oficia como otra de las tantas tristes empresas aburridas que dominan el mundo del cine.

Vivir al límite (The Hurt Locker, 2008, K. Bigelow)


Los cowboys vienen marchando

Vivir al límite
(The Hurt Locker)
EE.UU., 2008. Dirección: Kathryn Bigelow. Guión: Mark Boal. Fotografía: Barry Ackroyd. Música: Marco Beltrami, Buck Sanders. Montaje: Chris Innis, Bob Murawski. Intérpretes: Jeremy Renner, Christian Camargo, Brian Geraghty, Guy Pearce, Ralph Fiennes, David Morse, Evangeline Lilly Anthony Mackie. Duración: 131 minutos.



Historia repetida la del cine norteamericano “bienintencionado”. Podrán argumentarse uno y varios motivos por los cuales atender Vivir al límite, último film de la realizadora Kathryn Bigelow (Días extraños, K-19: The Widowmaker), premiado y atento a las nominaciones recibidas –entre ellas, mejor película- de los próximos Oscar. Por ejemplo: su locuacidad narrativa: vigorizante, de nervios al límite; la tan mentada camaradería masculina: que ha sido analogada al cine de Howard Hawks; o la mirada “desencantada” respecto de lo que supone la invasión estadounidense en Irak.
Es cierto, el cine de Bigelow es vigoroso, aunque tampoco magistral. Como contraejemplo, baste señalar al mencionado Hawks; a partir de allí, entonces, la comparación de la camaradería aludida será mejor depositarla, con justicia mayor, en un devoto cinéfilo como John Carpenter. Si de mirada crítica se trata, no habría demasiado motivos que justifiquen tal argumento, a excepción del detenimiento en la figura del guionista, Mark Boal, responsable también de la historia base sobre la que se erige la notable La conspiración (In the Valley of Elah, 2007).
Pero en Vivir al límite no es esto lo que sobresale, sino su ilusión, atrapada en la construcción tradicional que de la figura del héroe se propone. Es decir, el forastero que llega al pueblo fantasma (Bagdad) y sabe que sólo podrá retirarse de allí una vez la misión concluya. Cowboys modernos (o posmodernos), son los marines quienes ahora saben ocupar este lugar “mítico”. Y los mitos, si bien responden a maneras de entender que son acordes con la época que los narra también saben esconder, justamente, sus contradicciones. Es por eso que, aunque la mirada de Bigelow se encuentra atenta a situaciones más complejas, como las que provocan el llanto nervioso del marine, no deja por ello de exaltar la tarea a la que estos soldados se abocan: cumplir su misión. He allí la heroicidad.
De modo tal que nos encontraremos con una delineación cada vez más titánica, así como simpática, de un “desactiva bombas”, quien pone en riesgo su vida toda vez que puede mientras la adrenalina lo corroe. Supuestamente, detrás de la visión del film y en función de lo tanto que se ha escrito, habría una lección que escuchar. Nada peor. Puesto que, de ser así, habrá que encontrarla en el hecho de que, gracias a sus nervios de acero, es este personaje el que sabrá sintetizar, por analogía general, el espíritu de su país libertario. En otras palabras: otra encarnación más del siempre vigente Capitán América.
Si Fantasmas de Marte (2001), de Carpenter, supo ayudar en este mismo espacio como pieza fílmica de contraste ante el efecto ecológico bienintencionado de Avatar, de James Cameron, ocupará una función similar el último film de Brian De Palma, Redacted (2007), no estrenado comercialmente en nuestro país y con una mirada lo suficientemente incómoda como para saber evitar cualquier nominación posible a los premios de la Academia. Allí, también y mucho más, hay talento narrativo y una mirada de veras crítica.

jueves, 11 de febrero de 2010

Rick Altman: Los géneros cinematográficos (Paidós, Barcelona, 2000)


El género: lugar par
a pensar el cine


Los géneros
cinematográficos
Rick Altman
Paidós, Barcelona, 2000
Traducción: Carles Roche Suárez

336 págs.
24,00 €









El “género” es –y será- un lugar nodal para el pensar cinematográfico. Qué mejor instancia de abordaje que la de pensarlo como problemática, como ámbito nunca cerrado sino proclive a reformulaciones. En este sentido, el libro de Rick Altman es sabedor de los muchos recorridos ya realizados, lugar desde el cual se atreve a desestructurar y reelaborar.
Lo que significa que, a lo largo del desarrollo preliminar de Los géneros cinematográficos, asistiremos al repaso obligado por las diferentes maneras de entender al concepto “género”, más el reconocimiento de la influencia -y la decisiva diferenciación- de las teorías de tipo literario. En Altman, el género cinematográfico es reconocido por derecho propio, desde un lugar que le es específico y diferente.
Esto no impedirá al autor –Profesor de la Universidad de Iowa y también autor de The American Film Musical (Indiana University Press, 1987) y Silent Film Sound (New York: Columbia University Press, 2004)- encontrar similitudes de tipo genealógico en cuanto a las distintas expresiones artísticas. El teatro y la literatura aparecen cuando el análisis lo requiere, pero siempre desde el prisma del cine (el accionar inverso ha permitido, justamente, el desmedro del cine como arte por derecho propio).
Cabe señalar, aunque resulte una alerta esperable, que el análisis que se propone Altman se enmarca sólo desde el cine estadounidense. Serán Hollywood, el proceder industrial y la astucia del productor, el mundo desde el cual el género cinematográfico es pensado y cuestionado. El saber vulgar, que inmediatamente propone definiciones en torno al género, será aquí reconcebido desde otras ópticas. Uno de los primeros puntos de vista que el autor desacralizará es, justamente, el de la lógica retroactiva del propio crítico de cine. A partir de ello, Altman contrapondrá la figura proyectiva del productor. En otras palabras, de lo que se trata es de pensar el género proyectivamente, desde un lugar inconsciente respecto de la conciencia que significa actualmente un término tal como, por ejemplo, el “western”. Es decir, el western nunca fue western hasta que se lo catalogó como tal. Ésta es función de la tarea crítica, aquella que se aboca a distinguir un cúmulo de films que merecen distinguirse desde una categoria determinada. Sin embargo, lo que el libro de Altman expone es la discordancia entre este parecer y el momento desde el cual el film fuera pensado.

Es así que mientras la convención indica que Asalto y robo a un tren (1903, Edwin Porter) es el film génesis del género western, su momento de producción lejos estuvo de entenderlo como tal, ni siquiera su mismo realizador, que consideraba su posterior Life of a Cowboy (1906) su primer western. Es más, Asalto y robo… supo emparentarse con géneros tales como el de los viajes o el subgénero denominado ferroviario. El término western, todavía, era sólo un adjetivo que adornaba otros sustantivos. Western melodramas, Western comedies, Western epics, eran algunas de las maneras que la incipiente industria encontraba como maneras válidas de nominar sus films.
Aquí se juega un aspecto nodal en el libro de Rick Altman, porque la comprensión que atraviesa sus páginas es la del género como un lugar que se recrea siempre, que se encuentra en continuo diálogo con, además, otras expresiones (los espectáculos de circo de y alla Buffalo Bill de la época son un claro exponente del western). Vale decir, una adjetivación que, fundada en el éxito o su aceptación gradual, culmina por sustantivarse para, nuevamente, dejarse adjetivar. (La misma mecánica de los estudios, proclives a “copiar” fórmulas de éxito ajenas, provoca la necesariedad de esta recreación.) Sólo a fines de la década del ’10 el western pudo comenzar a pensarse por sí mismo, sin depender de la instancia superior sustantiva. Decidir que Asalto y robo a un tren es el film génesis del género western sólo responde a un punto de vista a posteriori, que se corresponde con el del crítico.
El ejemplo expuesto es, quizá, uno de los más fáciles respecto de lo que significan las convenciones que normalizan a dos de los géneros más claros, según Altman, dentro del ámbito cinematográfico (el otro es el "musical"). El problema se acentúa ante otras caracterizaciones. Es así que Altman se detiene con detalle esmerado en la biopic, las women’s films, o los buddy films, términos nunca pensados para películas hoy caracterizadas como tales. Lo que surge como corroboración es el análisis admirable de las publicidades y recortes de la época. Lo que permite encontrarnos con terminologías que, desde la lógica de los estudios, buscaban acaparar al más amplio número posible de espectadores desde comprensiones genéricas diversas. Sobresale, justamente y desde un lugar más contemporáneo, el análisis pormenorizado, con acceso a expedientes de producción, que Altman desarrolla sobre el film Cocktail (1988, Roger Donaldson).
En este aspecto –puede agregarse desde aquí-, un buen lugar de aprendizaje lo constituye la visión y lectura de los slogans de los trailers de films hoy considerados clásicos o genéricamente “inamovibles”. (A propósito, también vale la pregunta siguiente: ¿cuándo se caracteriza a un film como “clásico”? ¿No es ésta otra manera de encontrar un vínculo genérico?)
El género es, entonces, un lugar desde el cual pensar aristas múltiples. Y el nudo teórico que complejiza el asunto es el que remite a la experiencia del espectador, capaz de reformular nociones que se pretenden, a veces, inamovibles. Hay un cúmulo enorme de factores que estabilizan y desestabilizan a lo largo de este proceso: la publicidad, los video-clubes (los Blockbuster contienen una góndola con títulos bajo el rótulo “Familia”), los cambios culturales (un film como El salvaje ha sido adoptado, hoy día, por la comunidad gay), la injerencia del Estado, la censura, la presión religiosa, la clasificación por edades, etc.
En suma, la lectura de Los géneros cinematográficos posibilita y acentúa el mismo pensar crítico y cinematográfico. Por proponer el abandono de las categorías habituales, el libro de Altman fortalece a la misma teoría crítica. Lo que es decir, también, al mismo arte cinematográfico.

lunes, 8 de febrero de 2010

Batman: Unseen (2009-10, Doug Moench/Kelley Jones)


La invisibilidad como fórmula para el miedo


Batman: Unseen
Miniserie de 5 números

Guión: Doug Moench.
Dibujos: Kelley Jones.
Color: Michelle Madsen.
DC Comics. (dic.2009 - feb.2010)



Es un fiesta (macabra, convengamos) volver a ver y leer Batman desde los dibujos de Kelley Jones. Para los recién bienvenidos al tema, será oportuno recordar que Jones (California, 1962) ya es un artista referencial en el ámbito del comic y, sobre todo, del género de terror. Su tarea gráfica, aunque emparentada varias veces con el hacer del gran dibujante Bernie Wrightson, ha encontrado una vena tanto propia como auténtica.
Cuando en aquel –cada vez más- clásico Elseworld DC Batman: Lluvia roja (1991) leíamos el nombre de la Hammer Films en los agradecimientos personales de Kelley Jones, aparecía entonces y de viva voz, otra de sus influencias notables. Fue tal el impacto que su versión de Batman generó -cruzado en aquella historia con Dracula-, que no tardó en realizarse, por supuesto, la correspondiente secuela (más otra). Ninguna de ellas con la altura de la primera, sin dudas provista de un guión mucho mejor, más sorprendente, y del que dependería cualquiera de las siguientes historias.
Aquí aparece el nombre de Doug Moench, un reiterado escriba de comics, que ha dejado leer su firma, por momentos, en cantidades industriales. Tal vez no tanto como la de su colega Chuck Dixon pero sí, seguramente, con una mayor calidad de escritura. El comic-book estadounidense conoce, por su proceder consumista, un camino que transcurre hacia la super-explotación de lo siempre mismo. Hay veces en que los mismos autores son proclives a tal proceder. Con Dixon ocurre, las más de las veces, lo dicho: historias bien contadas aunque reiterativas y, las más de las veces, sin alma.
Ahora bien, la dupla creativa que Moench conforma con Jones demuestra ser maravillosa. La tarea de ambos en Deadman también lo supo corroborar. (Ese circo tan noir, lúgubre y triste…). Y el salto final a la revista Batman (1995-1998) propició una de las mejores épocas del detective murciélago. Bajo la tutela gráfica de Jones, Batman compartió mucho de la caracterización que se viera en Lluvia roja, aunque ahora enmarcado dentro de la continuidad oficial del personaje. Todo ello con una mezcla retro que, se sabe, en ningún lugar cuadra mejor que en Gotham City.
El Batman de Moench/Kelley pasó a vivir en una baticueva plena de artefactos raros y chispeantes, propios del laboratorio del Frankenstein de Peter Cushing. Misteriosos aparatitos retorcidos, la vuelta nunca mejor del primero de los batimóviles, más el consabido Batman alla Jones: estilizado, de capa interminable, mastodóntico, aterrador, encantador.
De modo tal que no hará falta redundar en que es este Batman el que ha vuelto. Aunque sea por poco tiempo: una miniserie de cinco partes, y dentro de la cronología off del murciélago. Es decir, aquí estamos en los primeros tiempos del personaje, con el –por ahora- fallecido Bruce Wayne bajo la capucha (lugar actual que ocupa Dick Grayson). Política que, por lo general, logra buenos resultados: sin la necesidad de responder a los hechos “oficiales”, estas historias logran una libertad mayor, tal como lo demostrara el guionista Kevin Smith con Cacophony (2009) y la actual Batman: The Widening Gyre.
En Batman: Unseen asistimos al cruce entre Batman y… El hombre invisible. Y si bien no es el Griffin literario de quien hablamos, sí reconoceremos no sólo la huella deudora de Herbert George Wells, sino también la del cine, sobre todo la que corresponde al film homónimo dirigido por James Whale en 1933. Es decir, lo que esta presente a lo largo de la lectura de Unseen es el sello distintivo del terror Universal, circa años ’30. Una delicia.
Lo que se conjuga con un tratamiento del color que, por saturado, parece remitir a algunos de los comics de aquellos años también (el Dick Tracy dominical, por ejemplo). Hay una mezcla hipnótica entre el expresionismo de Jones y el contraste con el tratamiento del color, proclive también al sensacionalismo de las tapas de tantos pulps y magazines clásicos. En este sentido, cada una de las portadas es un deleite.
Todo ello como corolario de una historia donde Batman no sólo deberá enfrentar y descubrir a este ser que no se ve, sino que tratará a su vez de emular un miedo que todavía él no pude conseguir provocar. Cada uno de sus enfrentamientos es, a su vez, un monólogo interior, con Batman procurando encontrar la mejor manera de aterrar. El suero de la invisibilidad, entonces, aparecerá como una posibilidad (en este sentido, vendrá bien recordar la saga Venom -1994-, que Denny O’Neil y Trevor Von Eeden ofrecieran en las páginas de la gran Legends of the Dark Knight).
En suma, se trata de la posibilidad de volver a disfrutar de una de las mejores encarnaciones gráficas de Batman. Obra de un dueto artístico que supo dar al hombre murciélago una de sus estelas más oscuras y románticas. Cada viñeta de Jones, en este sentido, nos devuelve a la fiesta macabra.

domingo, 7 de febrero de 2010

En la luna (Moon, 2007, Duncan Jones)


En el lado oscur
o
de
la luna


En la luna
(Moon)
Inglaterra, 2009. Dirección: Duncan Jones. Guión: Duncan Jones, Nathan Parker. Fotografía: Gary Shaw. Montaje: Nicolas Gaster.Música: Clint
Mansell. Intérpretes: Sam Rockwell, Kevin Spacey, Dominique McElligott, Rosie Shaw, Adrienne Shaw. Duración: 97 minutos.


Se trata de la ópera prima de Duncan Jones, ahora director de cine del que se habla mucho, al que también se entrevista tanto más, pero que –de todos modos- no por ello puede dejar aún de lado el mote verdadero y de prestigio que significa ser hijo de David Bowie.
En la lunaMoon su título de origen, sólo en DVD- propone una mirada, podría señalarse, de carácter unipersonal en clave ciencia ficción. En un futuro próximo, el astronauta Sam Bell (Sam Rockwell) cumple un contrato de tres años como único operario en la luna, destinada ahora a ser –merced a sus recursos- fuente de energía solar para la mayoría de la humanidad.
La soledad de Sam es acompañada por la tarea robótica de Gerty, cuya apariencia no deja de emular la fantasía del cine circa años ’50 (además de evocarnos al dinosaurio Gertie, del legendario dibujante Winsor McCay), más una voz solemne (provista por el actor Kevin Spacey) que no esconde las similitudes fílmicas con 2001: Una odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick. En este sentido, la deuda cinematográfica está presente de modo pretendido, así como la que se corresponde con los momentos metafísicos de Solaris (1972), de Andrei Tarkovsky.
Porque En la luna es una síntesis de muchos de los temas ya abordados paradigmáticamente por títulos del cine de género y, más aún, por sus referentes literarios. El realizador ha declarado, de hecho, ser admirador de George Orwell, John Wyndham, William Gibson, Philip K. Dick y, sobre todo, de James Ballard. Cantidad de referentes para subrayar a la ciencia ficción como una de las mejores propuestas literarias abocadas a la exploración del mundo interior.
El film de Jones se construye desde el personaje solo. Un hombre que, en realidad, sabrá desdoblarse cuantas veces sea preciso. Pequeños rasgos podrán alertar al espectador respecto de lo que ocurre. Y cuando todo ello aflore, será momento entonces de descubrir la verdad y enfrentarla. En este sentido, Sam Rockwell ofrece una composición notable.
Lo que también se desprende de En la luna es el hecho de que, en última instancia, depositar la confianza en la mentalidad empresarial acarrea sus consecuencias. Lunar Enterprises se erige como salvadora de una humanidad que veía en la energía uno de sus recursos en vías de extinción. Ahora sonríen todos felices, gracias a las bondades de la empresa, y merced al spot publicitario con el que el film inicia.
Cuando todo acabe, la sonrisa seguirá allí. Es decir, como mueca de pantalla televisiva, siempre frígida y falsa. Los escrúpulos, mientras tanto, siguen siendo el motor primero, el que determina la suerte de vida de Sam y del mundo entero, incluida la luna. Sin embargo, hay un guiño que tuerce el camino. El que provoca la falla en el sistema. Así como aquella mosca diminuta lo hacía respecto de las gigantescas máquinas aburridas de Brazil (1985), el genial film imaginado por Terry Gilliam.