sábado, 5 de diciembre de 2009

El sueño del perro (2007, Paulo Pécora)


El agua que lo sabe todo


El sueño del perro
Argentina, 2007. Dirección y guión: Paulo Pécora. Fotografía: Martín Frías. Montaje: Pedro Razzari, Paulo Pécora. Música: Marcelo Ezquiaga. Intérpretes: Guillermo An
gelelli, Mónica Lairana, Néstor Noriega, Aldo Niehbur, Marcos Sánchez, Jorge Sesán, Jorge Valor. Duración: 96 minutos.


Puede pensarse el film de Paulo Pécora desde la imagen de un laberinto circular, cuyo centro despide hacia fuera, mientras el afuera nos devuelve al adentro. Una suerte de atracción/repulsión desde la que vamos y venimos. También desde sus imágenes surgirá el desdoblamiento, el espejamiento: la historia que encuentra su reflejo, parecido pero distorsivo.
De manera tal que El sueño del perro puede ser obra del dormir animal, aunque también del soñar humano. El quién sueña a quién nos devuelve a las páginas de Alicia y su preguntar sin respuestas. El perro que sueña ser hombre, el hombre que sueña ser perro. Un desdoblarse que conoce una simetría entre lo que ocurrió, lo que ocurre, y lo que podría ocurrir.
Todo ello no nos es explicitado de maneras claras, sino que el film de Pécora suma fragmentos de sí de modo gradual. Nos aporta momentos que conforman, de a poco, un fresco más vasto, que el agua del río lleva y acompaña y revuelve. Es el río Paraná el que hilvana los lazos temporales, mientras el protagonista mira su orilla, dispuesto por fin a cruzarlo para irse a otra vida, más nueva.
Protagonista también escritor, que teclea las palabras que la voz en off, de niño, nos recita. Palabras que reencontramos en la lectura del libro deshilachado que escucha el abuelo moribundo. ¿Cuál es la historia de este niño, de este abuelo? ¿Quién lee a quién? ¿Quién escribe, quién lee, quién escucha? (¿Quién sueña?) ¿Las palabras surgen de dónde, hacia dónde, con cuál nexo?
Mientras la sensación de reiteración, de elementos recurrentes, de imágenes similares, nos provoca, el film nos hablará –pero sin palabras- del dolor de este hombre que lame sus heridas como un perro, que supo del amor feliz y de la niñez recuperada en su niño. Lo que escribe –o lo que se lee, o lo que se nos dice- está allí como bisagra, como lugar de encuentro entre este haber sido y el querer ser y lo que podría haber sido. Como el agua del río que corre siempre, palabras que continúan un curso igual de insospechado.
El sueño del perro nos hunde en su atmósfera enrarecida, de sonidos y recuerdos, con un proceder de montaje de corte onírico. Un niño, un perro, que aparecen a espaldas del protagonista, a punto de ser descubiertos, capaces tanto de reaparecer desde uno de los costados del cuadro cinematográfico como de desaparecer por su lado opuesto y de reaparecer nuevamente, sin orientación espacial precisa, en el marco de un juego de tiempos que pulen sus límites y se desdibujan entre sí.
El ojo, además, es el elemento elegido por el film para invitar a deslizarnos en este otro mundo de imágenes. Un ojo, también, como el que aparece en el flip-book abandonado, recuperado, con una de sus páginas como adhesivo de la lápida/cruz de madera. El ojo, en suma, como aquel corte violento que supiera asestarle Luis Buñuel para recordarnos de la existencia de otro perro, andaluz y hermoso y huidizo y rabioso.

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