miércoles, 26 de agosto de 2009

Jaime Iglesias Gamboa: Robert Aldrich (Cátedra, 2009)


Robert Aldrich, autor bisagra


Robert Aldrich
Jaime Iglesias Ga
mboa
Cátedra, Madrid, 2009
480 páginas
ISBN: 978-84-376-2577-5
16,90 €




Nada como leer un libro dedicado a un cineasta. Sobre todo si se percibe la pasión de la escritura, aquella que nos mueve a recorrer las páginas, a remover la memoria, y a conseguir las películas. El Robert Aldrich de Jaime Iglesias Gamboa es uno de estos casos.
Y viene bien, creo, lo de puntualizar esto de “el Aldrich de Gamboa” porque, inevitablemente, hay una conformación del personaje Aldrich en manos del investigador. Aún cuando los datos biográficos y el anecdotario sean estrictamente fidedignos, sabemos muy bien que es la manera de entramar los elementos –responsabilidad del autor- los que terminan por definir el relato. De manera tal que, luego de leer el libro de Iglesias Gamboa, uno entiende a Robert Aldrich como una suerte de outsider, nunca a gusto con lo que le ocurre, siempre forzando la realidad fílmica que le rodea, de manera frontal y con una personalidad renuente a argumentos banales o a caprichos industriales.
En otro libro reciente, El cine negro (Alianza, 2009), y también excelente, Noël Simsolo deja claro su admiración por Robert Aldrich y cita un diálogo con François Truffaut acerca de la molestia de Aldrich respecto de Kiss me Deadly (Bésame mortalmente, 1955) y su fuente literaria: el “espíritu antidemocrático” (sic, Aldrich) Mickey Spillane. Claro que el film, a diferencia del libro de Spillane, es una obra maestra. Lo que equivale también como habilidad intransigente de un cineasta que reelabora su obra conforme a una mirada personal y políticamente declarada. Situación explosiva, intuye uno (y se corrobora, desde la investigación de Iglesias Gamboa), que se expone de modo cruel en esa obra también maestra, de un barroquismo interpretativo soberbio, que es The Big Knife (1955). Allí, productor y actor –o sus caricaturas endemoniadas, cortesía de Rod Steiger y Jack Palance- se baten a duelo y conocen un único final posible.
Este batirse, este juego o match deportivo, es el telón de fondo sobre el que, nos apunta Iglesias Gamboa, se recorta la dinámica del personaje aldrichiano. Personajes de ambigüedades, porque fuera están del cine de Aldrich los planteos maniqueos. Sus antihéroes tienen de simpático lo mismo que su antítesis. La sociedad es demasiado compleja como para sintetizarla en buenos o malos. Todo film de Aldrich es una destrucción de esta semántica o, en el mejor de los casos, su puesta en duda.
Más lo que significa el abordaje plural de géneros que el autor de Doce del patíbulo (1967) ha llevado a cabo. Policial, bélico, melodrama, western, bíblico, a través de un recorrido a veces errático, a veces europeo, a veces magistral. Una obra que desborda aristas de interés por donde se le mire, y con un nervio propio de aquel que sabe contar historias. Porque habrá que señalar, una vez y otra, que es éste el tipo de cine que tanto extrañamos. Allí donde el disfrute se percibe desde la butaca y desde el que filma. Saber contar una historia, algo que Aldrich supo hacer de modo artesanal y que Hollywood ha olvidado cómo.
Surge en el libro, a medida que las películas avanzan desde la cronología, la intención exitosa y trunca del realizador por independizarse, por lograr su voz fílmica. Está claro que, aún cuando lo haya conseguido algunas veces, el talante autoral de Aldrich emerge por derecho propio desde la totalidad de su obra. Lo que lo sitúa como una suerte de autor bisagra entre el Hollywood dorado y el consecuente cine independiente. Quizá al gran Aldrich le tocó la fortuna de sufrir o de provocar este disenso, este quiebre entre un modelo que conoce su crisis y otra forma de entender el cine. Y sin embargo, en plena faena cinematográfica american indie, su “western” La venganza de Ulzana (1972) es todo un prodigio que conoce mucha más trascendencia que tantos otros films declaradamente antisistema. Su puesta al día del western, con un Burt Lancaster taciturno, que ya ha visto y sabe tanto (como quien le dirige), nos devuelve a un género en declive que desafía lo que acontece por aquellos años convulsivos debido a su incorrección entre blancos e indios (ver en este blog entrevista con el autor), mientras se dispara como una mirada que excede su tiempo. Otro film maestro.
En otras palabras, hay mucho de pasión y admiración en el Robert Aldrich de Iglesias Gamboa. Ingredientes que se palpan de inmediato, porque generan el diálogo con el lector y el espectador, dos caras de esa misma moneda que conocemos como cinefilia.

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