sábado, 31 de enero de 2009

Robert Crumb: historietas y música


¿Qué ha sido de la bonita música
de nuestros abuelos?





"¡¡Bruce Springsteen!! ¡Odio a Bruce Springsteen!"
-Robert Crumb

Nota publicada en Revista Erre! Año 2 - #9 (12/2007)

Seamos sensatos. Uno no puede andar por el mundo sin haber leído, por lo menos, unas cuantas páginas de Robert Crumb (1943). Padre del comic underground. Autor de personajes como el Gato Fritz y Mr. Natural. Desenfadado. Cínico. Pleno de inseguridades. Brillante. Repleto de barrabasadas sexuales. Enamorado de los culos grandes y macisos. También de la música.
Entonces. Si no leyeron nada de Crumb, inmediatamente corran a su proveedor habitual o buceen en Internet. Porque aquí vamos a hablar de historietas y de música. Lo de los culos, averígüenlo ustedes.

Nunca tuvo demasiado sentido preguntarse por la relación unívoca entre personaje y autor. Pero hagamos la excepción. En la película Los secretos de Harry, Woody Allen confiesa al psicólogo no poder evitar querer tener sexo con todas las mujeres con las que se cruza. En una de sus viñetas, Crumb se queja: "Me cuesta mucho controlar mi imaginación calenturienta. Sólo puedo pensar en sexo y en coleccionar discos antiguos".
Porque es cierto que el genio de Robert Crumb es el de un artista que adora la música de tiempos idos, la que los negros hacían y cantaban en los estados del sur de Norteamérica, mientras trabajaban el algodón, con la suerte vagabunda de algunas pocas grabaciones, hoy fortuna para los coleccionistas.
"Me empecé a interesar por la música antigua, intentaba juntarme con los negros, iba de puerta en puerta buscando discos viejos, cosas de ésas que resultan inconcebibles en un adolescente normal". La obsesión se imbricó en los cuadritos del Crumb historietista, y permitió historias de un amor declarado, donde el autor suele dar cuenta de la odisea que significa encontrar alguno de estos tesoros. Lo que permite, a su vez, la excusa para la otra historia, la de músicos malogrados, sin reconociemento actual, que Crumb devuelve a la luz pública. Artistas relegados por el tiempo como Charley Patton, Tommy Grady o Jelly Roll Morton, surgen rebosantes de blues y melancolía, sin la presión de discográficas o empresarios, con una música que hacen y sufren a flor de piel. Artistas en quienes la música era sinónimo de vida.
Es imposible, por ello, no encontrar paralelos entre la elección de estos músicos y la tarea del propio Crumb, verdadero disidente, artista paracultural para siempre. "Cuando oigo música antigua es de las pocas veces que siento una especie de amor por la humanidad. Es como oír lo mejor que hay en el alma de la gente normal. Es su forma de expresar la conexión con la eternidad o como quieras llamarlo".
Algo de expresión cierta habrá entrevisto en Janis Joplin para dibujar la portada del disco Cheap Thrills (1968), lo que le permitió encontrar popularidad pero, no por ello, ínfulas de marquesina. Situación que se corrobora desde su negativa a dibujar el arte de tapa de uno de los discos de Rolling Stones, más el rechazo a la invitación del programa televisivo Saturday Night Live. "Después de un año de reconocimiento, de la estupidez de la fama y todo eso, sencillamente dije a la mierda. Empecé a dibujar en los cómics la parte más oscura de mí mismo, algo que hasta entonces había mantenido oculto."
Así como Crumb se dibuja desde lo sexual -transpirado, nervioso, tembleque, ojos saltones-, la misma imagen nos devela el Crumb coleccionista, ávido de descubrir cuáles misterios anidan en una pila de discos de 78 rpm, que alguna negra vieja desempolva por unos centavos. Locura que habilitó la amistad de Harvey Pekar, guionista de la célebre American Splendor, cuyos primeros números fueran ilustrados por Crumb (situación que el film de mismo título recreó magníficamente, con Paul Giamatti en el rol de Pekar y James Urbaniak como Crumb).
Gilbert Shelton, responsable de esa historieta amena de rock que es The Fabulous Furry Freak Brothers, cuenta que el Ministerio de Hacienda de los EE.UU., hacia mediados de los '70, amenazó con confiscar la colección de miles de discos de Crumb por evasión impositiva. Amigos y fans evitaron la pérdida. Junto con ello también salvaron, según Shelton, la fuente de inspiración que permitiera a Crumb no sólo dibujar comics, sino también dar a luz música. Primero en 1972 con la Keep-on-truckin' Orcherstra, reconvertida luego en la Cheap Suit Serenaders, y finalmente con Les Primitifs du Futur. Prevalecen los instrumentos acústicos, el serrucho, los años '20 y '30, más el banjo del dibujante. (Es inevitable pensar, de nuevo, en Woody Allen, su música y el clarinete).
Hoy, Crumb se permite dibujar barajas de naipes con los rostros de sus músicos favoritos: Memphis Minnie, Son House, Big Hill, Blind Lemon Jefferson, Skip James, Clifford Gibson, entre otros.
Terry Zwigoff, integrante de la Cheap Suit, ha dirigido el documental que David Lynch produjera bajo el título Crumb (1994). Un film estupendo, en el que accedemos a la cotidianeidad de nuestro dibujante predilecto. Desgarbado, fanático del jazz, y loco de deseo por montarse sobre, como decíamos, culos grandes y macizos.
¿Pero cómo? ¿Todavía no leyeron nada de Robert Crumb? ¿Qué están esperando?

lunes, 26 de enero de 2009

Deception (2008, Marcel Langenegger)


Simetría que deriva en obviedad

El engaño
(Deception)
EE.UU., 2008
Dirección: Marcel Langenegger.
Guión: Mark Bomback.
Fotografía: Dante Spinotti.
Música: Ramin Djawadi.
Montaje: Douglas Crise, Christian Wagner.
Intérpretes: Hugh Jackman, Ewan McGregor, Michelle Williams, Bruce Altman, Andrew Ginsburg, Charlotte Rampling.
Duración: 107 minutos.



El planteo desde el cual asistimos a El engaño nos predispone de buena manera. Por lo menos en lo que respecta a una situación típica de film de género, en donde el suspense se irá construyendo gradualmente, a partir de lo que pareciera ser. Porque luego, como siempre, será otra cosa. Esto dicho en relación a los personajes: caracterizados de una manera que servirá de máscara que permita desocultar, finalmente, otras intenciones. Más el desafortunado título local, que trueca la “decepción” original por el engaño inminente.
Es así que nos encontramos con una construcción simétrica, dada entre el desenvuelto y siempre huidizo Wyatt (Hugh Jackman) y el apocado, siempre gris, Jonathan (Ewan McGregor). Ambos comparten los pasillos y los diálogos que permiten los ratos libres del trabajo, inmenso edificio de cuentas y papeles y monitores que sirven a propósitos financieros que –reconozco- nunca terminan de resultarme comprensibles.
Es este encuentro el que despertará una amistad y un mundo diferente para Jonathan, que contraste con el trabajo y vida rutinarios. A través de Wyatt, Jonathan descubrirá el permiso de entrada a un club de encuentros sexuales, rápidos y libres de compromisos. Sólo el llamado al celular para concertar el encuentro. Entre los cuales se cuenta, agreguemos, el que contempla a la maravillosa Charlotte Rampling, vaya uno a saber haciendo qué en este film.
Pero la ausencia de afectos tiene su precio, porque cuando éstos aparezcan, las reglas del juego comienzan a cambiar, y allí es donde inicia el nudo de El engaño.
Pero si la simetría inicial resultaba, cuanto menos, de interés, no tardará el film en desbarrancar hacia su previsibilidad. Situación a la que ya, como espectadores, nos hemos acostumbrado. De hecho, allí cuando parezca suceder lo más sorprendente, lo que nos provoque un golpe de susto o sorpresa, intuimos –porque ya sabemos- que todo volverá a adquirir sus carriles normales.
En este sentido, uno no puede menos que, por un lado, olvidar la posibilidad de un desenlace digno y, por el otro, pensar también el cariz conservador de éste y tantos films. Es decir, el o los quiebres que El engaño nos proponga –sean a nivel argumental o moral- serán inmediatamente emparchados y desmentidos. El malo será malo y el bueno será bueno. Y por ser malo tendrá un castigo merecido. Más el papel femenino interpretado por Michelle Williams, cuya ambigüedad será resuelta de la manera más simplista, más tonta.
En films como éste el denominado “final feliz” sigue funcionando de una manera, diría, insultante, y en este caso como corolario de los mismos “engaños” que el montaje pretende –casi infantilmente- en el espectador. Como contrapunto, me remito a la visión de Cinta roja, de David Mamet, editada recientemente en DVD y reseñada en este mismo espacio. Allí sí nos encontramos con saber narrativo, con conocimiento de géneros, y con un desenlace que abre interrogantes.

miércoles, 21 de enero de 2009

Richard Matheson: En algún lugar del tiempo / Más allá de los sueños



Al abrigo
de la melancolía



En algún lugar del tiempo
(La Factoría de Ideas, Barcelona, 2005)
Más allá de los sueños
(La Factoría de Ideas, Barcelona, 2007)


“Quedé apartado del reino de los relojes y los calendarios.”

Richard Collier
En algún lugar del tiempo (p.147)


Reseñar, comentar, o sólo buscar excusas para hablar de alguno de los libros de Richard Matheson
(New Jersey, 1926) es tarea grata, maravillosa, afectuosa. Quienes amen géneros tales como el terror o la ciencia-ficción, y hayan leído al autor de Soy leyenda (1954), saben a qué me refiero. Si adjetivara más, estaría ya hablando de Ray Bradbury, alguien cuya literatura –que adoro-, si bien con rasgos distintivos, comparte con Matheson tantas similitudes y declaraciones de amistad al lector como las que uno podría encontrar también en los dinosaurios de Ray Harryhausen, en los monstruos de la Universal, o en las viñetas de Hal Foster.
Luego de tanta espera, por no existir traducción alguna, llega a mis manos En algún lugar del tiempo (1975) (*), de Richard Matheson. No sólo el ansia por acercarme a otro de sus libros, sino sobre todo por esa –para mí- inolvidable película que el libro inspirara. La conocimos con el título Pide al tiempo que vuelva (1980), dirigida por Jeannot Szwarck, con los protagónicos de Christopher Reeve (alguien también caro a mis afectos), Jane Seymour y Christopher Plummer. Film que atestigua lágrimas para siempre, con ese empecinamiento de amor que el escritor Richard Collier persigue hasta ser capaz de viajar en el tiempo, de retroceder al pasado para alcanzar esa meta ansiada: el tacto y el pulso vital de la mujer del retrato, hermosa desde su lejanía, alcanzable sólo para la locura del amor: Elise McKenna.
“No tiene nada de complicado, Elise. Es bien sencillo. Estamos destinados el uno al otro.” (p. 203). Sólo eso basta para adentrarnos en el viaje del tiempo, para creer en esa unión que la razón no posibilita. Y para permitirnos buscar el vínculo temático entre éste y otro de los títulos de Matheson, también traducido para nuestra buena y reciente suerte: Más allá de los sueños (1978).
El film sobre este libro –realizado con mismo título en 1998, con dirección de Vincent Ward y protagónico de Robin Williams- resulta tan simplificador como maniqueo. Capaz de menospreciar la sensibilidad del escritor hacia el misterio que significa morir, en donde las categorías determinantes, aquella que son dogmas para el miedo religioso, desaparecen. Convengamos, también, en que el guión cinematográfico no corresponde a Matheson, como sí ocurría con el film anterior.
Pero volvamos al libro. A la unión inseparable entre dos almas gemelas. Porque en Más allá de los sueños asistimos otra vez a la misma vuelta cíclica que nos proponía En algún lugar del tiempo: dos enamorados que deberán recorrer una y otra vez la misma historia, encantadoramente condenados por amarse.
Por amar, Chris es capaz de enfrentar al mismo Infierno, viaje dantesco que confronta los miedos propios y que canta victoria sobre ellos. Chris y Ann. Richard y Elise. Dos caras de un mismo espejo. Reflejo que necesita del rostro amado. Capaz de vadear océanos de tiempo y de desafiar condenas supraterrenas.
En suma, una misma historia, contada de modos diferentes. Y que nos remite a tantos otros ejemplos del autor, porque la trascendencia luego de la muerte corroe las páginas de Hell House (1971). (Motivo de otro film excelente, The Legend of Hell House, 1973, con Matheson en guión, dirección de John Hough, y protagónicos de Clive Revill y –otro adorado por todos nosotros- Roddy McDowall.) Así como también se vislumbra en la clásica El increíble hombre menguante (1956), desde su planteo de redimensionamiento vital, ligado a una metafísica que habilita un nuevo inicio al diminuto héroe. Cuna de un film hoy considerado uno de los mejores de la ciencia ficción de todos los tiempos: The Incredible Shrinking Man (1957, Jack Arnold, guión de Matheson). (**)
Richard Matheson nos embriaga de afecto. Nos hace vivenciar momentos mágicos, a través de ese tacto único que posee respecto de los géneros. Son pocos los narradores como él. Así de buenos. Así de vitales. (***)
Por último, sólo recordar brevemente la melodía del film de Szwarck, obra de John Barry, capaz de evocarme todo un momento, pleno de felicidad y de pérdida: melancolía pura. (Amo esta película, perdón por tanta palabrería. No dejen de verla.)


(*) Originalmente, el libro fue publicado como Bid Time Return. Luego del film -Somewhere in Time- fue reimpreso con este mismo título.
(**) Ambos títulos editados por La Factoría de Ideas: La casa infernal (2003), El increíble hombre menguante (2006).
(***) Me remito, para una justa apreciación, a alentar la lectura de Elvio Gandolfo. Su El libro de los géneros (Norma, Bs.As., 2007) es un prisma desde el cual poder ingresar al mundo de la ciencia-ficción, el policial, la fantasía y el terror. Matheson figura allí, directa o indirectamente. Sea en las letras impresas. Sea en el espíritu de Gandolfo.

lunes, 19 de enero de 2009

Planet Terror (2007), de Robert Rodríguez



Muertos vivos, sucios, y fuera de foco

Planet Terror
EE.UU., 2007
Dirección y guión: Robert Rodríguez.
Fotografía y música: Robert Rodríguez.
Intérpretes: Rose McGowan, Freddy Rodríguez, Josh Brolin, Marley Shelton, Jeff Fahey, Michael Biehn, Bruce Willis.
Duración: 105 minutos.



Parte del díptico denominado Grindhouse -que integra con Death Proof, de Quentin Tarantino, próxima a estrenarse-, Planet Terror, de Robert Rodríguez, rememora desde la más bizarra experiencia cinéfila el mundo de los zombies, la paranoia, y la sangre desparramada.
De acuerdo con las normas del proyecto, Grindhouse se concibió como un programa doble acorde con aquellas funciones de cine –o autocine- que tanto recuerdan sus realizadores. Algo de ello ya vimos en Kill Bill, de Tarantino, me refiero a sus cortes abruptos de montaje, tanto en lo que significan sus transiciones entre escenas como su concatenación musical. A ello se agrega, en Planet Terror, una película pretendidamente sucia, rayada, con el falso proyector de la sala que pierde el foco (y que habrá vuelto loco a más de un operador), con el celuloide que se quema y mancha la pantalla, y hasta con un rollo faltante (justo allí donde Rose McGowan acomete con sus planos más calientes).
En suma, es un divertimento de principio a fin. Zombies provocados por un veneno letal, pergeñado por el mismo ejército norteamericano con el fin de cubrir su vinculación terrorista. Es decir, Planet Terror se refiere al momento actual con un cine añejo, de rasgos estilísticos del cine B de los ’70. Si uno no comparte estas coordenadas, mejor será desistir.
Porque de lo que se trata es de muertos aberrantes que cobran vida. Llenos de supuraciones y virulencia animal. Prestos a devorar o explotar ante ráfaga de balas. Pareciera que los Estados Unidos se han vuelto un sitio peligroso, lleno de autómatas desagradables. Será cuestión, entonces, de guiar a los supervivientes hacia la tierra prometida. Todo un delirio.
En la líneas primeras, las heroicas, nos encontramos con Freddy Rodríguez como “El Wray” (pronunciación que simula “el rey”), mexicano que reencuentra el amor de su querida “Palomita” (una Rose McGowan cada vez más fatal), bailarina stripper capaz de situarnos al límite del infarto, cuyas piernas letales servirán, en su justo momento, como arma de combate ante los mismísimos y depravados muertos que caminan.
Para que tales ánimas se muevan, el film cuenta con los talentos en los F/X de Howard Berger y Gregory Nicotero, artífices legendarios de tantas creaturas, bichos raros, y cicatrices espantosas, que los vinculan con títulos que van desde Day of the Dead (1985) de Romero, a La niebla (2007) de Frank Darabont. Y por si fuera poco, el gran Tom Savini (otro de los grandes maquilladores del cine de terror) se presta al juego actoral así como lo hiciera también en aquella otra epopeya –esta vez vampírica- de Rodríguez titulada Del crepúsculo al amanecer (1996).
Más las referencias cinéfilas, que tanto nos gustan, y que nos remiten a Río Bravo (Howard Hawks), Asalto al Precinto 13 (John Carpenter) y, por supuesto, a La noche de los muertos vivos (George Romero). Cualquiera de los films de zombies (menos los de Romero, maestro del género) realizados últimamente merecen se aleccionados por el divertimento de Planet Terror.

sábado, 17 de enero de 2009

David Lynch x Tres



Lynch 1
: Imágenes para interpretarnos.

Nota publicada en
Revista Erre! Año
3 - #10 (05/2008)





"Decididamente no soy cantante pero, en el mundo digital, con tantas artefactos y tanta ayuda, empecé a cantar. Es un experimento emocionante. Voy a hacer un álbum de blues."


"Yo me siento inspirado cuando miro Ocho y medio, La strada o Sunset Boulevard, que me conmueve el alma." David Lynch


No vamos a repasar la filmografía y/o biografía de David Lynch (Montana, 1946). Más fácil es encontrar los datos en Internet. Lo que sí vamos a hacer es intentar adentrarnos, desde el más caprichoso itinerario, en territorio lyncheano.

"Un pequeño acontecimiento puede convertirse en la más bella o la más horrible de las historias".

David Lynch es una oreja rebanada.
La que se descubre ante el espectador encantado por las imágenes iniciales de Te
rciopelo azul (Blue Velvet, 1986). Hermosas y en rallenti, con bomberos que saludan al pasar, sin incendios que apagar, mientras el agua riega los jardines que las segadoras cortan. Pero la oreja está allí. Entre el césped. Cortada por alguien. Arrancada a alguien.
A partir
de allí la trama detectivesca, la historia de amor, la pesadilla. Para terminar con pajaritos trinando, la felicidad recuperada, el misterio resuelto y -otra vez- un bichito negro en el piquito del pajarito cantor.
Qué es la oreja, qué es el bichito, qué es lo
que dice el enano de Twin Peaks… qué importa.
Porque aún cuando podamos encontrar, en algunos de sus films, una estructura más o menos clara, en Lynch el relato se construye desde la sumatoria de imágenes, desde su yuxtaposición. Desde lo que el propio director entiende como intuición. A ella somete al espectador. La intuición como guía. Sin ella no hay sueño. Tampoco cine. Es por ella que Terciopelo azul se
vuelve nuestra pesadilla o nuestro sueño mejor.
¿Recuerdan el capítulo piloto de Twin Peaks (1990)? ¿Cuando la madre de Laura Palmer percibe la suerte fatal de su hija? Son unos pocos segundos. De angustia, de tiempo detenido. Terrible. Como cuando soñamos correr y no avanzamos ¿Nunca les pasó, dormidos o despiertos, vivir segundos como momentos interminables?


"Como una nube malvada que flota en el aire y te indica de manera confusa que en esa casa algo anda mal. Hay gente adulta, todo parece normal, pero sentís que hay algo escondido, que en la casa reina un cierto malestar subterráneo que los que viven ahí no quieren que los demás vean...".

La reunión de productor y director del film (dentro del film que es Mulholland Dr. -2001-) se tensa cuando el primero se apresta a tomar el café espresso, su exigencia habitual, ante el semblante de horror del sirviente que espera. Pequeñez que nos sitúa al borde de la butaca.
Maldad latente. Pero también desprecio por conceptos maniqueos. En El hombre elefante (1980) predomina la respiración repugnante de John Merrick (John Hurt). Jadeante, babosa, carnal. Contrapunto que nos obliga a la toma de decisión moral, a adentrarnos -primera persona mediante- en el respirar mismo del personaje. A ser como él. A inha
lar su ternura. Nada hay aquí de lo que supondría una traslación biográfica anodina (como Shakespeare apasionado, como Una mente brillante). Sino blanco y negro, expresionismo, freaks, y dirección fotográfica de Freddie Francis (artesano del mejor cine inglés de terror).

"Entendemos todo, lo que pasa es que es difícil expresarlo en palabras".

Luego del film nos acompañará, para siempre, la angustia existencial de Merrick. Tan inexplicable y hermosa como las lágrimas que guardan los ojos de Richard Farnsworth y Harry Dean Stanton sobre el desenlace de Una historia sencilla (1999). Nada más preciado que reencontrar al hermano perdido en el tiempo.


"La casa a la que me mudé quedaba frente a la morgue, al lado de Pop's Diner. El área tenía un ambiente grandioso -fábricas, humo, autopistas, diners, los personajes más extraños, las noches más oscuras. La gente tenía historias cinceladas en sus rostros, y yo veía imágenes vívidas -cortinas de plástico sostenidas con curitas, harapos rellenando ventanas rotas- mientras atravesaba la morgue camino a un negocio de hamburguesas."

Lynch es también pintor. Francis Bacon y Edward Hopper son dos de sus artistas amados. Desde los cuales podemos adentrarnos tanto en el extrañamiento del bar nocturno como en el territorio vasto e interno de sus personajes. Quietud que guarda imágenes escabrosas. El tiempo que ya no funciona. El espacio que no guarda coherencia.


“Cada uno debe tener su propia interpretación. Y es que ni yo mismo cuando filmo sé exactamente cómo voy a proseguir. Tengo la impresión de que la película me transporta a donde ella quiere ir, casi como si tuviese vida propia.”


El detalle de la púa que raya el disco de Imperio (2006), como si fuese la imagen veloz de una carretera que se desplaza, mientras una mujer observa con lágrimas la imagen borrosa de un televisor, donde se entremezclan escenas familiares de conejos humanos, como una mueca absurda, la misma que sabrá aparecer oportunamente, con rostro p
ayasesco, capaz de desarticular los conceptos de alegría, de tristeza, de vida, de muerte. Estar dormido o estar despierto. ¿A quién le importa cuando es el otro lado del espejo el territorio que hemos decidido atravesar?
No habrá, para el espectador, mejor manera de acercarse a David Lynch que desde su costado más desguarnecido. No hay que prever nada. Sólo animarse a ser trasladado a otro lado, otro lugar, otra dimensión. Atroz y surreal. Animarse, en suma, a mirar a través del ojo de una cerradura interna. Llave que Lynch nos ofrece para, eso sí, arrojar luego a un lugar inencontrable.




Lynch 2:
Desgarrar el velo para poder mirar

nota publicada en Rosario/12 (15/10/2007)

Imperio (Inland Empire) EE.UU./Francia/Polonia, 2006. Dirección y guión: David Lynch. Montaje, Fotografía, Diseño de sonido: David Lynch. Intérpretes: Laura Dern, Jeremy Irons, Justin Theroux, Harry Dean Stanton, Diane Ladd, Neil Dickson, Julia Ormond, William H. Macy. Duración: 180 minutos.

Son muchas las expectativas y voces encontradas que Inland Empire obtuvo. No es para menos. Se trata del último film de, quizá, uno de los directores más inclasificables dentro de la historia del cine. Capaz de sensibilizar fibras íntimas tanto desde la lágrima como el horror. Au tor de una filmografía que expone distintas variantes desde las cuales poder abordar una ap reciación que conjugue cine, arte e industria: la total marginalidad que significa Cabeza borradora (1977), la colaboración difícil con la figura del productor (De Laurentis y el proyecto Duna), el éxito televisivo de la serie de culto Twin Peaks, la "normalidad" -mentirosa- que supone Una historia sencilla (que los medios calificaron, para tranquilizar y tranquilizarse, de "comprensible"), la transgresión de los géneros narrativos (¿dónde encasillar Corazón salvaje o Carretera perdida?), y la vuelta cíclica a aquella independencia absoluta de los primeros films.

Será por todo este camino recorrido que Lynch toma ahora para su beneplácita mirada tortuosa el mundo de Hollywood. Ya lo había hecho con El camino de los sueños (Mulholland Dr., 2001). Ahora reincide con Imperio. También con Laura Dern (coproductora del film, partícipe de aquellas experiencias inolvidables de título Corazón salvaje y Terciopelo azul), bajo la piel de Nikki, actriz que añora el éxito. Pero la oportunidad aparece. También la señal de alerta. Porque en la nueva película que protagonizará hay un asesinato. Así se lo dice la nueva vecina del barrio (Grace Zabriskie, admirablemente), a través de cuentos de hadas cifrados, que abren la puerta hacia la disrupción temporal. A partir de allí ya nada será como uno cree que debiera.

Pero ocurre que desde el inicio ya nada es lo que parece, cuando vemos en detalle la púa que raya el disco, como si fuese la imagen velo
z de una carretera que se desplaza, mientras una mujer observa con lágrimas la imagen borrosa de un televisor, donde se entremezclan capítulos de corte televisivo de una familia conejo, como si fuesen una mueca absurda, la misma que sabrá aparecer en contados momentos, con rostro payasesco, capaces de desarticular los conceptos de alegría y de tristeza. O de vida y de muerte. Estar dormido o estar despierto. ¿A quién le importa cuando es el otro lado del espejo el territorio que hemos decidido atravezar?

Ese otro lado que es también un túnel, o el orificio que atraviesa el velo para que el ojo mire. Y lo que mira, finalmente, es a sí mismo. De modo tal que el desenlace que tranquiliza no aparece, y la historia gira sobre sí todo el tiempo, mientras permite rememorar la cinta de Moebius que es Carretera perdida. Porque también nos podemos permitir pensar qué significa el tiempo para el cine, cuando la película de Lynch lo burla, lo deconstruye y, por ello, lo tematiza.

Entonces, como decíamos, nada es lo que parece. Tampoco el Hollywood Boulevard, donde florecen las veredas de estrellas en mosaicos, sobre las que Lynch riega tanto sangre como también el desamparo de los denominados "homeless". Allí va a pa
rar Nikki, asediada por la cámara y los aplausos del éxito, mientras se desgarra desde un alarido intestinal.

No habrá, para el espectador, mejor manera de acercarse a Imperio que desde su costado más desguarnecido. No hay que prever nada. Sólo animarse a ser trasladado a otro lado, otro lugar, otra dimensión. Atroz y surreal. Animarse, en suma, a mirar a través del ojo de una cerradura interna. Llave que Lynch nos ofrece para tirar luego a un lugar inencontrable.


"Tengo siempre la impresión de que un filme existe antes de ser hecho", enfatizó el director y añadió: "Sólo debemos juntar las piezas, los rostros, las palabras, los sonidos. Es un proceso mágico. Y así también sucede en la realidad. Aunque, para mí la comprensión es una abstracción que proviene de la intuición, la integración del intelecto y la emoción, del pensamiento y los sentimientos. Cuando estas dos facultades se fusionan, llegamos a comprender lo que antes nos parecía incomprensible".


Una de los rasgos que distinguen a Imperio es la textura de sus imágenes de video digital. "Me encantó la experiencia. Es una belleza tener esa libertad de poder filmar y filmar. Vivimos en un bello mundo digital. Nunca volveré al cine. Para mi el cine está muerto. La calidad es bella, pero se deteriora muy fácilmente".



Lynch 3: David Lynch Arena: Ruth Roses And Revolver (1987)


Especial de la BBC donde Lynch habla de películas de vanguardia que adora. El nombre de su especial remite, de hecho, al episodio de Man Ray dentro del film Dreams that Money can't Buy (1947), de Hans Richter. Está sin subtítulos, pero que sirva como referencia para el acercamiento a un cine libre y vigoroso.


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viernes, 16 de enero de 2009

Cream, su despedida, su película (1969)



Forget the message,
forget the lyrics,

and just play!

Nota publicada en
Revista Erre! Año 2 - #8 (10/200
7)

¿Quién dijo que en la televisión todo es basura? Es verdad, las excepciones son pocas y en horarios inhóspitos. Pero la tarea de Fernando M. Peña y Fabio Manes al frente de Filmoteca: temas de cine (canal 7, lunes a viernes, 0:30 hs.) es referencial. No sólo dedicaron toda una semana a distintas variantes de colaboración entre cine y música (las artes más "similares", como señalara Coppola, ya que ambas "transcurren en el tiempo"), sino que nos regalaron el film completo sobre el concierto despedida de Cream, celebrado el 26 de noviembre de 1968 en el Royal Albert Hall de Londres.
En video circula una copia reducida, de 50 minutos de duración, mientras que la versión íntegra -y que emitió Filmoteca- es de hora y media, con mucha más música, además de las entrevistas a Jack Bruce, Eric Clapton y Ginger Baker. Con un Albert Hall repleto de gente que aplaude, festeja, sonríe, y participa de momentos musicales casi hipnóticos.
"El Royal Albert Hall, uno de los escenarios más famosos de Londres, casa espiritual de las mayores orquestas sinfónicas, esta noche será anfitrión de una de las mejores bandas de rock de Inglaterra: Cream". A lo que se añade: "Cream ha dado al rock una autoridad musical que sólo los sordos no pueden reconocer".
Y es que la premisa del film expresa, sin dudas, la sospecha y revuelta que la música rock ocasionaba entonces, en aquella década de convulsiones. Casi como si, por tocar en el Albert Hall, debiera entonces el rock, de una buena vez, ser reconocido como expresión válida. A lo que se suma otra cita imperdible: "experimentos en Berkley han demostrado que la música rock puede dañar los oídos", barbaridad académica que Jack Bruce explica, en clave irónica, como consecuencia de los amplificadores, responsables de que el rock afecte a la audiencia "de una forma física y mental".
Es esa afectación la que atraviesa los mejores momentos narrativos del film, ligados a una psicodelia de imágenes y de lisergia que parecen fragmentos de las alucinaciones inolvidables de las que se componen tantos films de la época, como Easy Rider o Cowboy de medianoche (ambas de 1969). Ocurre que si algo se desprende de modo claro de la película, es que el rock y sus partícipes se sabían parte de una manera novedosa de entender el mundo. "La parafernalia de la luz y el sonido recién está comenzando. Con algunas excepciones, han sido ignorados por las artes tradicionales: teatro, ballet, pintura" [afirmación, cuanto menos, discutible]. "Pero han sido devorados por la música rock. Puede que éste sea el arte del mañana." Mientras el off sentencia, la imágenes del trío en escena se pintan de diseños de tonos saturados, como torrentes sanguíneos excitados, con luces trocadas en llamas, superposiciones, y zooms que semejan temblores de placer.
Y así como la música no nos deja de acompañar, y nos hace atravesar estadios diferentes, como si nos suspendiéramos a los caprichos de cualquiera de los músicos, son los intervalos los que agregan momentos como perlas: Bruce al decir que lo primero que le llegó fue Bach, "el mejor bajista"; Clapton al explicar las funciones de su guitarra (pintada de arcoiris) mientras se desprende del clavijero el humo del cigarrillo; Baker y su clase "elemental" de batería, para luego apreciarlo en un solo en escena de diez minutos inolvidables. Y junto con ello poder observar -porque la película está llena de primerísimos planos- el sudor en la frente de Baker, mientras viste una túnica verde con detalles en dorado; el dialecto autista en la mímica facial de Clapton mientras sus dedos se desplazan a un ritmo mayor al de los 24 fotogramas por segundo; junto con la mirada perdida de melancolía de Bruce en algunos de los mejores momentos de blues.
Tanto placer de música sólo puede explicarse desde las mismas palabras de Jack Bruce, al rememorar los inicios de Cream: "nos juntamos en lo de Ginger, armamos nuestros instrumentos, y tocamos una canción que duró dos horas sin parar. Fue obvio, desde el vamos, que iba a ser una buena experiencia."

Cream: Farewell Concert from the Royal Albert Hall
Inglaterra/EE.UU., 1969

Voz en off: Patrick Allen
Efectos especiales: Mark Boyle
Iluminación: Hu Cartwright
Sonido: Graham Haines
Montaje: Graham Bunn
Dirección: Sandy Oliveri, Tony Palmer (1)






(1) El siguiente film del realizador Tony Palmer será, ni más ni menos,
200 Motels (1971), junto con Charles Swenson y Frank Zappa.

miércoles, 14 de enero de 2009

Rock Movie Stars

Nota publicada en
Revista Erre!
- Año 2 - #7 (08/2007)

El cine y el rock han sabido conformar
su Olimpo de celebridades. Y las colaboraciones entre ambas mitologías fueron inevitables. Es más, practiquemos un leve corrimiento musical. La primera película sonora fue El cantor de Jazz (1927, Alan Crosland). El protagonista: Al Jolson, nombre musical capaz de asegurar el éxito. Y así fue. El vínculo entre los grandes nombres de la música y el cine fue pacto fáustico. A cambio del alma célebre, el celuloide garantizó inmortalidad.

Entonces, y en plenos '60, ¿qué mejor que concretar el aluvión propuesto desde los títulos de Semilla de maldad (Blackboard Jungle, 1955), con el Rock Around the Clock de Bill Haley? Los tiempos cambiaban. Y los Beatles veladamente reían del papel de chico bueno que Elvis Presley tuvo que componer en todas sus películas, y daban rienda suelta a los espectadores con A Hard Day's Night y Help! (1964 y 1965, ambas de Richard Lester). Lennon reincidió con Cómo gané la guerra (1967), melodrama surreal de Lester donde los sodados morían para renacer como muñequitos. Ringo Starr, además de cowboy, supo ser hijo adoptivo de Peter Sellers en Un Beatle en el paraíso (The Magic Christian, 1969), arrebato de cinefilia y sinsentido.
La semilla de la m
aldad ya había germinado. El cine se nutrió inmediatamente de músicos. Sólo Bob Dylan podía ser parte de la melancolía crepuscular de Pat Garrett and Billy the Kid (1973), del glorioso Sam Peckinpah. Mick Jagger supo estar bajo las órdenes del gran Nicolas Roeg en Performance (1970), además de aparecer en varios títulos que alcanzan el terreno de la ci-fi con Freejack (1992). Pero, tal vez, el más camaleónico de todos, sea David Bowie: Feliz Navidad Mr. Lawrence (¿cómo olvidar la música de Ryuichi Sakamoto?), El ansia (hoy un film de culto entre los amantes de los vampiros), Laberinto (como un perverso rey de muppets), o la reciente El gran truco (¿qué más decir? Bowie es el mejor). También Sting supo transitar, con mayor o menor suerte, las pantallas. Prefiero recordarlo por Quadrophenia y por Dune (¡David Lynch dirigiendo a Sting!). Quadrophenia nos habilita a recordar Tommy (1975, The Who/Ken Russell), El fantasma del paraíso (1974, Brian De Palma, con música y protagónico de Paul Williams), y Pink Floyd: The Wall (1982, Alan Parker, con Bob Geldof).
Iggy Pop
y John Waters. Dos grandes. El título: Cry baby (1990), en donde Johnny Depp se roba a la chica como nunca lo hiciera Elvis. El genio de Iggy también se pasea por el comic-delirio Tank Girl (1995), por la segunda parte de The Crow: City of Angels (1996), y en películas como Dead Man (1995), de Jim Jarmusch. Por m
edio de Jarmusch coincide también con Tom Waits en Coffee and Cigarettes III (1993). El genio de Waits nos supondría un artículo exclusivo: Coppola, Jarmusch, Bennini, Babenco, son directores que supieron elegir al músico de voz áspera. ¿Cómo olvidar su Renfield, el discípulo loco del Drácula de Coppola (1992)?
Prince, Courtney Love, Tom Petty, Michael Jackson, Tina Turner, Madonna, Eminem, suman nombres y muchos films. Demasiados para reseñar. Algunos eligen también la realización. Rob Zombie está a punto de estrenar su tercera película, una remake de Halloween, el clásico de John Carpenter (1). Marilyn Manson también dirigirá Phantasmagoria: The Visions of Lewis Carroll. Toda una expectativa.
Y por último, la excusa que motivó la nota. Keith Richards como papá pirata del gran Jack Sparrow en Pirates of the Caribbean: At World’s End (2007). Convengamos, lo ún
ico divertido de una tercera parte que aburre muchísimo. Nuestros respetos al gran Keith.

(1) La presente nota fue previa al estreno del film
, el cual ha suscitado la puesta en marcha de una segunda parte, también con Zombie tras las cámaras.


martes, 13 de enero de 2009

Los misterios de Lew Griffin, por James Sallis



La noche era negra como yo


Cuando Lew Griffin sentencia verdades de melancolía como la que titula esta nota, uno queda –para siempre, al menos en mi caso- hecho de su misma piel. Griffin supo ser investigador, ahora ronda los –estimo- cincuenta y tantos, es profesor de literatura, escritor de novelas policiales, y no puede olvidar sus prácticas deductivas. Es, a su vez, obra del ingenio de James Sallis (1944, Arkansas), autor de seis títulos protagonizados por su singular némesis negra. Y lo de negro va tanto por la raíz de tinte literario como también por el color de tez. Lew Griffin es negro. Como la noche y como la oscuridad que a todos, nos dice, rodea.
En El tejedor, primero de los libros de Griffin, James Sallis nos embarga de elipsis e historias autoconclusivas, rápidas y crueles. Todas ligadas por la sensibilidad de su protagonista. Todas ellas a la manera de una síntesis apretada, o aproximada, del espíritu que anima a Lew Griffin. Más lo que significa el primer capítulo, pleno de una violencia que la primera voz narradora luego extrañará, con un asesinato inmediato que nos obligará a pensar a Griffin antes de quererlo, que nos permitirá dudas morales necesarias tanto para éste como también cualquiera de los siguientes libros.
Son puertas apenas abiertas, algunas apenas esbozadas, todas distintas pistas que nos permiten delinear al personaje Lew Griffin. Negro, New Orleans, infancia humilde, padre moribundo, madre sin ver hace tantos años, hijo desaparecido, amores enormes o fugaces, soledad siempre, ecos alejados que recuerdan alguna muerte, más las amistades, los litros de café, los libros escritos, por escribir o leídos, el café au lait, y la magra sensación de amaneceres apagad
os o de esperanzas que atardecen. Lew Griffin vive todo ello. Y es por ello que nos lo escribe. Motivo por el cual su altura moral es impecable. La muerte que lo acompaña es un peso –uno de los tantos- que lo arrellana de temor.
Es en ese momento cuando uno trata de indagar el inicio de esta diana, cuando uno se pierde, encantado, entre tanto cordel. Griffin nos escribe. Y leemos su vida, hecha del argumento –por qué no, también- de sus novelas. La ficción como parte de la vida: no sabemos, no tiene importancia, la distinción entre sus pesquisas, sus reflexiones, y las referencias a su tarea literaria y docente. Un arte vital indisociable. Para corroborarlo estará el propio Chester Himes, quien pregunta “¿Eres escritor? ¿Eres profesor?”, a un Griffin joven que niega mientras comparte bourbon. Es el dedo del padre que señala el camino al hijo elegido, que conjuga vivencia, dolor y literatura. Su figura referencial atraviesa cada página, y nos vuelve urgente la lectura de cualquiera de sus libros, más la biografía que el propio Sallis le dedicara: Chester Himes: a life (2000).

Para que el espejamiento sea total, Lew Griffin habrá de enfrentar las últimas consecuencias, hasta verse reflejado en la figura de un hombre olvidado, tirado y herrumbrado, con un libro suyo en el bolsillo raído, con la dedicatoria a aquel hijo devorado por las sombras, del que guarda el silencio de una cinta de contestador, ruido mudo que intuye suyo. Pero para ello, habrá que adentrarse en la oscuridad, volver sobre el presentimiento de un vacío conocido. Más el miedo de no salir, esta vez, de él.

Las historias de Lew Griffin son de un –repito palabras- encantamiento enternecedor. Nos devuelven la frescura de la mejor literatura negra, al tiempo que ubican a su protagonista como uno de sus referentes mejores, como parte de esa genealogía literaria y familiar que el género policial supo cultivar.

Descubrir a James Sallis es algo así como pensar el libro, la medianoche y su lluvia.



The Long-Legged Fly
(1992) - El tejedor (Poliedro, Barcelona, 2003)
Moth (1993) - Mariposa de noche (Poliedro, 2004)
Black Hornet (1994) - El avispón negro (Poliedro, 2004)
Eye of the Cricket (1997) - El ojo del grillo (Poliedro, 2005)
Bluebottle (1999) - Moscardón azul (Poliedro, 2005)
Ghost of a Flea (2000) - sin traducción


“Escribir, vivir y otros enigmas"
, entrevista a James Sallis por Matías Serra Bradford (Clarín, 20/07/2002):
http://www.clarin.com/suplementos/cultura/2002/07/20/u-00601.htm

domingo, 4 de enero de 2009

Néstor Córdoba (entrevista)


Tuvimos la suerte de dialogar con uno de los más importantes dibujantes y animadores del estudio de Manuel García Ferré. Néstor Córdoba participó de la revista Anteojito. Fue uno de los directores de animación de la serie televisiva de Hijitus. Fue parte decisiva de todos los largometrajes del estudio. Falleció el pasado 2 de julio, a los 79 años. La nota de Rodrigo Fresán, para Radar, sobre la reciente edición de la caja de DVD’s de Hijitus me recordó la impostergable necesidad de compartir la nota. En ella participa también Pablo Rodríguez Jáuregui, realizador y director de la Escuela para Animadores de la ciudad de Rosario (http://www.escuelaanimadores.com.ar), también responsable de la visita de Néstor Córdoba y de García Ferré a nuestra ciudad durante el 2º Encuentro Regional de Animadores, celebrado entre el 04 y 06 de abril de 2008.

Nota realizada el 24/08/2007
Descargar nota: http://www.mediafire.com/?rdiyqzi0wzk
“Trulalá revisitada”, por Rodrigo Fresán (Radar, 04/01/2009): http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-5028-2009-01-04.html

sábado, 3 de enero de 2009

Crepúsculo (Twilight, 2008)



El vampiro

que toda madre prefiere

Crepúsculo
(Twilight) EE.UU., 2008 Dirección: Catherine Hardwicke. Guión: Melissa Rosenberg,
a partir del libro de Stephenie Meyer. Fotografía: Elliot Davis. Montaje: Nancy Richardson. Música: Carter Burwell. Intépretes: Kristen Stewart, Robert Pattinson, Billy Burke, Ashley Greene, Peter Facinelli, Jackson Rathbone. Duración: 122 minutos.

Ser vampiro es asunto pecaminoso. Lo supo el mismo Bram Stoker al escribir su magistral Drácula. Es por ello, justamente, que el mejor de todos los vampiros habrá de ser muerto para frenar, así, su cruzada maligna y amoral. La cruz católica de Van Helsing es el arma letal, ante la que el conde y su progenie sienten la mayor repulsión y desprecio.
Las relecturas del mito vampírico son apasionantes, dan cuenta de las distintas ép
ocas y miedos que habitaron, y el cine ha sido el medio que más las ha desarrollado. Tantas veces magistralmente (como las versiones de Friedrich Murnau, Terence Fisher, John Carpenter o Francis Coppola) y tantas otras aberrantemente. Pero, aún en el peor de los casos, el más bizarro de los films guarda siempre algo de encanto y nostalgia. Y es eso, claro, lo que nos provoca debilidad y cinefilia.
Pero Crepúsculo tal vez sea la peor de todas las experiencias. Basada en el best-seller de Stephenie Meyer, el film es la fiel traslación –argumental y moral- del libro. No sólo es pésima por lo que supone su postura puritana, sino por ser una construcción narrativa soez, banal, aburrida, y plagada de lugares torpes y comunes. Sólo decir que ocupa 120 minutos que parece
n tan eternos como la desdicha melancólica de todo vampiro.
Pero acá, convengamos, de melancolía nada. No hay mucho que agregar al decir que Crepúsculo relata las aventuras de Bella (Kristen Stewart), adolescente que decide vivir con su padre tras el nuevo matrimonio de su madre, lo que le supone afrontar las terribles experiencias de un pueblo nuevo, su gente, la escuela y todo eso. El chico extraño del curso la mira y ella lo mira. Histeria –insoportable- de por medio, noviecitos, envidia, admiración, algún besito, y hasta ahí llegamos.

Porque Edward (Robert Pattinson) es un vampiro de buena familia, la cual, merced a la figura paternal, vampírica y pastoral, del Dr. Cullen (Peter Facinelli), ha decidido no beber sangre humana. Será entonces cuando el deseo voraz del níveo Edward por Bella deba reprimirse. Nada de mordiscos, los padres felices, todos en familia y moralmente tranquilos.

Es de no creer. Cuando los vampiros nos han llevado a delirar y disfrutar de tantas experiencias prohibidas, aquí son un manojo de conservadores moralistas. Cuidan con los suyos del bienestar comunal. Se pelean con los que prefieren morder cuellos, los que elijen vivir distinto, y dan consejos de vida (¿y la no-vida?). Aunque tengan más de un siglo se siguen comportando como adolescentes. Una manga de giles, bah.

Mientras que la hendidura en la yugular supo ser, para la mayoría de la narrativa vampírica, alegoría del orgasmo, en Crepúsculo se analoga con el veneno que corrompe el cuerpo. Es así que nos encontramos con la imagen del joven carilindo, casto, y acorde con las consignas sociales más retrógradas.

Vampiros que manejan autos caros. Salvan a la dama en apuros. Y la devuelven al padre antes de las cero horas. ¡Drácula, volvé!

Repaso de estrenos 2008

Otra lista de películas para recordar y atesorar

El año nos ofrece cada vez menos estrenos comerciales. Los circuitos de exhibición se han diversificado. Pero, de todos modos, siempre habrá títulos para querer.

Por una cuestión impulsiva, favoritista, considero fundamentales tres títulos: La cuestión humana, La escafandra y la mariposa, Un secreto. El vínculo lo permite su actor –Mathieu Amalric, villano en la última Bond-, acorde desde su interpretación con el tono dramático de cada uno de los films. Admirables, plenos de sensibilidad. Atentos al rescate de la memoria como herramienta para la construcción personal y social. Sensibles al arte como manera de superación, como modo de trascendencia. Ahora sí puedo reparar en otros films, olvidar también muchos, pero estos tres me resultan, atrevo a decir, compañeros de vida.
Lo mismo me ocurre con La elegida, donde Isabel Coixet nos adentra en ese mundo suyo, de cine sensible, donde el tiempo se altera para dar lugar al sentir. Donde las palabras acarician el relato y descubren otros mundos: sólo humanos, también inexplicables. Donde emerge aquello que nos pone a prueba, que nos autentifica y que asoma, también, en Lejos de ella, de Sarah Polley, con una inolvidable Julie Christie.
Lo lúdico brilla como forma cinematográfica en Yo serví al rey de Inglaterra, de Jirí Menzel. Plena de gracia y talento. Parte de un cine que hoy la cartelera extraña cada vez más. Obra de un autor relevante que nos lleva a recordar, como todos los años, a nuestro querido Woody Allen. El sueño de Cassandra es ejemplo de cómo un movimiento de cámara es principio moral: allí cuando ocurre lo peor, la cámara elige el fuera de campo, dejar a nuestra imaginación lo cruel de un asesinato, altura narrativa que el cine parece olvidar ante tanta tortura gratuita.
Otra vez el nombre de Claude Chabrol impreso en la pantalla. Una mujer partida en dos dio cuenta, como siempre, de un saber hacer cinematográfico inagotable, con una mirada despiadada sobre la decadencia aristócrata de la sociedad francesa.
Hubo también un film soberbio, de aquellos que son capaces de sintetizar todo un siglo, de dar cuenta de un proceder humano, social, bestial y económico. Petróleo sangriento, de Paul Thomas Anderson, es sinónimo de Daniel Day-Lewis. Un actor tan gigante como el film. Insustituible, rabioso, infatigable.
Tal vez resulte inédito haber podido disfrutar de los hermanos Coen por dos en un mismo año. Recientemente con Quémese después de leerse. También con Sin lugar para los débiles. Con Tommy Lee Jones en uno de sus mejores momentos. Porque habrá que recordarlo también por La conspiración, donde la trama bélico-policial justifica una bandera norteamericana izada al revés, síntoma de un país en crisis terminal.
Y ya que estamos, vamos a por los géneros. El policial estuvo de parabienes. Los dueños de la noche, con una tensión simétrica que recuerda los buenos tiempos del género. Los reyes de la calle, con guión del gran James Ellroy, de quien vimos con la firma de Brian De Palma, La dalia negra. Desapareció una noche, sorprendentemente dirigida por Ben Affleck. Y el suspenso alla 70’s de El gran golpe, de lo mejor.
Agreguemos Promesas del este, donde Viggo Mortensen ha demostrado, otra vez, ser el rostro adecuado para los fines perversos del director David Cronenberg. También fue parte de la dupla western que propuso Ed Harris con Entre la vida y la muerte. Rasgo arquetípico del género que se reitera, con otra mirada, en la remake del clásico El tren de las 3:10 a Yuma, aquí por medio de Russel Crowe y Christian Bale.
El thriller de histeria familiar que suda Antes que el diablo sepa que estás muerto nos devolvió al realizador Sidney Lumet en plena forma. El actor Philip Seymour Hoffman brilló allí y también en La familia Savage, mirada despiadada sobre un triángulo familiar –hermanos y padre- con la redención suficiente como para encontrar un vínculo, también, con el callejón social de salida forzada, a veces tapiada, que ofrece Tus santos y tus demonios; la participación de Robert Downey Jr. lo sigue ratificando como uno de los mejores talentos que la pantalla ha recuperado.
De los films argentinos, elijo, obstinada y reiterativamente, El nido vacío, de Daniel Burman, con un Oscar Martínez también gigante. Único. Y La cámara oscura, de María Victoria Menis, realizadora, presumo, tan bella como su cine.
Habrá que celebrar que Muerte en un funeral nos haya devuelto la posibilidad de risas compartidas. Porque la prensa no la publicitó. Sólo lo hizo el boca a boca de la gente. Y las salas estuvieron llenas y alegres por casi cuatro meses continuos. Toda una rareza en estos tiempos de estrenos fugaces.
El DVD nos acercó al mundo de Bob Dylan desde la mirada caleidoscópica de I’m Not There, un desglose inspirado del realizador Todd Haynes. Dylan es inmortal. Así como The Rolling Stones a través de la cámara de Martin Scorsese en su Shine a Light, donde pudimos observar cómo Keith Richards aconseja sobre lenguaje audiovisual al director de Taxi Driver.
Por último: me encantó La niebla. También Cloverfield. Y Sweeney Todd. Más El diario de los muertos (¡ésos son zombies!). Junto con el disfrute de Iron-Man, por encima de cualquier otro héroe llevado a la pantalla (y sin los alardes discursivos de la última Batman: The Dark Knight).
Finalmente, dos animaciones. La primera: Persépolis. Sólo la vimos en DVD, pero no ha sido excusa para poder pensarla como la adecuada plasmación de una de las mejores historietas de los últimos tiempos.
Y la mejor de lo mejor: Wall-E. Ternura hecha cine. Sin gritos chirriantes ni histeria hiperkinética. Otra belleza. Casi sin diálogos. Con el encanto necesario como para volverse un clásico inmediato.